por
José Calderón Mena
Ésta no es
una crónica de viajes, tampoco un relato de aventuras en un crucero vacacional.
Ésta es la historia de la muerte de Yuhanna Assis Mafud, quien partió de su
amada ciudad de Hama, Siria, a principios del siglo XX, con la esperanza de encontrar una nueva forma de vida y con
la fe puesta en el viejo refrán fi
al-haraka, baraka ("el que viaja cosecha bienes").
La idea de
emigrar no había sido totalmente suya. Él formaba parte de un grupo de
parientes y amigos quienes, cansados de la situación política y económica de
Hama, se aferraron al anhelo de iniciar una nueva vid en la lejana América, de la que no tenían una idea muy clara,
pero intuían que era tierra de oportunidades.
Su primera
escala la hicieron en el puerto de Marsella después de recorrer el norte de África.
Tenían cierta familiaridad con el idioma, puesto que los franceses dominaban a
su vecina Líbano, y así pudieron embarcarse hacia América, tocando La Habana,
Cuba, antes de llegar al puerto mexicano de Veracruz.
En Veracruz
alguien más los esperaba, alguien que había hecho el mismo recorrido unos años
antes y que de alguna manera los había convencido de los beneficios que había
obtenido al emigrar.
El nuevo
guía estaba establecido al otro lado de la tierra mexicana, en el Istmo de
Tehuantepec, bañado por las aguas del Pacífico, y hacia allá guio los pasos del
grupo.
Eligieron
el sur del país porque se sabía que el norte empezaba a ser inseguro a causa de
la naciente Revolución.
Pronto se
adaptaron a su nueva tierra, aprendiendo poco a poco el idioma español y el
zapoteco, y ejerciendo el oficio que mejor conocían: el comercio.
A los
pocos años (y sin conocimiento exacto de los medios de comunicación de que
echaron mano) hicieron saber a sus familias el deseo que tenían porque viajaran
y vinieran a reunirse con ellos.
Calculando
el tiempo que duraría la travesía, se trasladaron a Veracruz para esperar el
barco que les traería a sus esposas e hijos que se habían quedado en Hama,
cuatro o cinco años atrás.
Hama está
situada en una franja fértil entre la costa mediterránea y el desierto, cerca
de Homs y Damasco. Es una ciudad pequeña atravesada por un río; tiene un
sistema de distribución de agua a base de norias; su clima es templado y por
las noches sopla un viento frío desde el desierto.
Con esas
imágenes en su mente, y una rara opresión en el pecho, Yuhanna mira el
horizonte esperando ver el barco que le trae a su mujer, Sara, y a sus hijos,
Yuhanna y Kamil, con quienes ha hecho nuevamente la travesía en su imaginación:
su embarque en el puerto de Lattaquié, su recorrido por el Mediterráneo hasta
Marsella, de ahí a La Habana y, finalmente, Veracruz. Junto a él, sus primos y
su cuñado Isaac, también esperan a los suyos.
Después de
varios días de espera, por fin aparece el barco y con él la certeza de que
jamás volverían a su tierra. Al lado de su familia, con mayor razón no tendrían
por qué regresar a la ahora lejana tierra de Siria.
Cuando
Yuhanna Assis vio aparecer a su mujer y a sus hijos, se le aceleró el pulso de
forma incontrolada. No lo podía creer: los niños que había dejado en Hama se
habían convertido en jóvenes adolescentes y su mujer había encanecido.
A medida
que su familia se aproximaba al encuentro, el dolor en su pecho aumentaba hasta
hacerse insoportable. El viento de su antiguo desierto lo fue llenando de frío,
y las imágenes de sus hijos se desvanecieron hasta desaparecer.