por
Mario Note Valencia
Me comentaba un amigo que una de las
torturas más inusuales del siglo XX consistía en utilizar un tocadiscos para reproducir
voces y ecos cuyo único objetivo era mermar la percepción de realidad del
apresado o para insuflarle determinadas ideas; esta grabación contenía frases,
sencillas o extensas, que se repetían una y otra vez hasta el cansancio. “Ahí estaba
la voz en el tocadiscos –me cuenta– taladrando
la mente sin descanso”. De esa manera, le comenté, creo que se hace presente nuestra
máquina moral de la cultura.
La cultura es esa voz inmaterial e
inaudible que despliega en nuestras noches sus ideas, queramos o no, porque es
durante los sueños donde resuenan sus formas morales, la arquitectura del
bien-estar y bien-hacer social. Nuestra cultura dice que hagas esto y dejes de
hacer lo otro, o te dice cosas y frases atropelladas en su vicio: “olvídate de
ti y trabaja para tu familia”, “confiésate”, “no hagas cosas buenas que
parezcan malas”; así de precario todo lo demás. Esas frases, fórmulas comunes,
las escuchamos sin saberlo, y nosotros mismos las reproducimos en la
cotidianeidad. Llegan estas ideas, queramos o no otra vez, hasta nuestros
aposentos; al tratar de no hacerles caso, tropezamos en otros puntos igual de
viciosos que de los que nos alejamos. Una cosa por otra.
Quizá valga la pena pensar primero quién
o quiénes son los autores de estas frases bien hechas y derechas, fórmulas
equiparables al pan de cada día, que condicionan y ponen en constante juicio
nuestros actos. ¿Quién se ha ganado la estrellita del buen temperamento? Si lo
que queremos es ser reconocidos como los “bien portados”, ser aceptables
(porque ser “bueno” no garantiza lo sociable) basta con hacerle caso completamente
a esas voces reguladoras de la cultura.
Ser moralmente
aceptable implica hacer lo bueno, y
este bien-hacer con parámetros establecidos por la cultura en la que se vive.
Por ejemplo, en una parte del mundo (una cultura en específica) ven bien que alguien consuma carne de cerdo,
mientras en otra cultura lo ven como malo,
inaceptable. Así que la moral (desplegada en frases-fórmulas comunes) corresponde
al lugar donde se gesta. Lo que es inmoral en un lado puede ser moral en otro.
Habría que vivir y reencarnar varias
veces sobre la Tierra para limpiar el supuesto karma en cada una de las culturas,
hasta haber hecho bien en todas
partes. Sin embargo –otro pesar para el reencarnado– la cultura está en
constante movimiento, trasformación: lo que fue considerado bueno hace unos
años quizá ya sea considerado malo.
Así que, ¿queremos realmente ganarnos
una estrellita de buena conducta?, ¿es ésta nuestra gracia? Nuestra cultura, la
mexicana moderna, nos dejaría al desnudo, despojados de deseos, porque esta
cultura nos dice, entre otras cosas, que desear y hacer las cosas para
conseguirlo es ser egoísta. Si yo no hago caso, si no me inclino a la iglesia
católica, digamos, estaré siendo “moralmente” inaceptable. Pero me acerco a la iglesia
católica y ya otros estados religiosos consideran muy malo no inclinarme hacia
ellos. Al final de cuentas poco importa hacerse padre o pastor, cuando en lugar
de estar en comunicación con Dios, deberíamos estar comunicándonos con los
demás, los Otros, quienes están entre nosotros en la morada mortal.
De nuevo, ¿quién o quiénes son los autores
de los mandamientos culturales? Todos y nadie en particular. Las normas
culturales, es decir, la moral que califica nuestra conducta, se gesta en lo
social, entre la comunicación de todos. Esta arquitectura moral repercute como
una convención y creencia en los pechos de quienes la reconocen. De manera que
cada persona reproduce (con o sin conciencia) los códigos para ser moral; las
personas en su hablar delatan a qué arquitectura responden, qué edificación los
desata o los repliega en la frustración.
El disgusto (porque algo ha de haber
incómodo en todo esto) es que frente a las expresiones de la autenticidad, la
persona (incluso el fiel aguerrido a su cultura) se priva en sus actos, tropieza al enfrentar
lo que desea verdaderamente con el edificio moral en el que vive. Nuestra
cultura está permeada de trampas que con una mirada crítica podría comenzar a
desmenuzarse.
El problema de ser “bueno” en nuestra
cultura es que persisten normas que anulan la presencia del Otro. No es que
alguien diga “Haces bien en ignorar lo que pasa alrededor, en no fijarte hasta
dónde repercuten tus acciones”, sino que se ve como “normal” o “común” trabajar
para ganarse la vida, no merecerla, sino aprender a sortear las reglas secretas
de la cultura (las letras chiquitas, los términos y las condiciones) aunque no
haya escuela alguna especial que nos advierta ni prepare para eso. Habría un
término que tendría a la vista sus especificaciones secretas. Imaginemos:
1. Usted es libre* (Vea por favor la nota al pie).
*Sí, usted es libre, pero en cuanto
a nuestro código cultural**, no incluye las perspectivas de otras culturas.
**Nuestra cultura le permite ser
libre, o por lo contrario sea apresado en disgustos si no lo acepta.
Nota
al pie: para ser libre basta con que se apegue a… etc., etc., etc.
Por eso, quizá, los proyectos vitales
son frustrados. Vemos a nuestros conocidos decir “no tuve opción” o “ya ni
modo”; uno mismo dice “el tiempo apremia”. La angustia de ir al tiempo de la
cultura, a sus normas para conseguir algo útil
(y no precisamente humano) provoca que muchas de nuestras amistades mutilen sus
deseos, den por sentado la realidad y se dejen llevar en la corriente.
No necesitamos estrellitas, por lo
general adquirir estrellitas implica ahogar otras necesidades. La respuesta
está en volver la vista a esta cultura, adentrarnos en ella, comprenderla y
reflejarnos, en el sentido de crear una reflexión. No se puede transformar algo
si sólo se le desprecia y conoce superficialmente. Si la cultura tiene
mandamientos secretos, nosotros contamos con manos y formas secretas para mover
los engranes de la moral. Decía un filósofo michoacano que hay que ser
adecuadamente malvados. Ser malvado es crear un supuesto mal con conciencia,
pero este mal esté seguido quizá (conscientemente) de la libertad; la maldad de
por sí ya hace temblar las bases de lo que debe
ser bueno y malo. La autenticidad es la jugada de lo malvado; lo auténtico
no responde a las normas buenas y malas.
La respuesta, otra vez, está en conocer nuestra
cultura y contenernos de estallar violentos, porque muchas veces la cultura
planta terrenos para que esto se dé. Hay que resistir y no permitir que los
empleados del hotel donde nos hospedamos intuyan que sembramos un temblor en la
Plaza Pública de la Cultura. Hay que ser residentes adecuados. ¿Cómo iniciar?
Quizá sin libros, por supuesto, sino en la experiencia vital, en la calle, con
algún pensamiento que ponga en riesgo nuestras fórmulas morales. Ya decía Pito
Pérez: no confío en el gobierno ni en la iglesia, porque uno me ofrece la
cárcel y la otra el infierno.