por
Mario
Note Valencia
Se han dicho muchas cosas acerca de la
obra literaria, la mayoría viciadas y otras medianamente certeras dependiendo
de la perspectiva. A veces definir la importancia de la literatura cae en
lugares comunes como “ayuda a imaginar”, “nos hace libres” o “nos redime del
momento histórico”, pero también cae en generalizaciones o particularizaciones
inadecuadas.
Lo cierto es que algo sucede y ha sucedido todo este tiempo. ¿No será que en la
literatura se encuentra la manera de ser más humano? Concretamente no. Por lo
general se entiende que humano es ser
más civilizado, y “ser civilizado” tiene raigambres en la ideología burguesa
del siglo XIX (en ese tiempo el arte tomó esa curiosa dirección de no ser un
fin, sino un medio de producción: se pensaba en el piano y ya en el pianista como
mercancías).
La literatura también ha sido dirigida
por tendencias en cuanto a las concepciones del arte, y mientras unas formas
literarias legitiman su presente, otras maneras de hacer literatura son
respuestas (sin tener que ser violentas) estimuladas por el tiempo. Algo de
verdad hay en todo esto: la literatura y la experiencia vital son inseparables.
¿Por
qué regresamos a las obras literarias?
Roman
Ingarden ha explicado muy bien uno de los variados fenómenos que suceden en la
obra literaria y que hacen, al mismo tiempo, que regresemos a ella. Este
regresar a la obra ya no implica sólo volver a leerla, sino imaginarla,
recordarla, decirla a los demás, evocarla en el cuerpo, traducida en temblores
y palpitaciones descomunales. A eso que nos mueve de la obra, Ingarden lo llama
“cualidades metafísicas”. Las cualidades metafísicas no se encuentran
concretamente, no son visibles, sino perceptibles a través de las palabras, su
armonía, disposición en el discurso y su sentido.
Las cualidades metafísicas pueden
comprenderse como una atmósfera que cobija la obra. Estas cualidades pueden ser
representadas en nuestra vida cotidiana, como cuando un hecho en especial
cambia la rutina, transgrede nuestra cotidianeidad: puede ser terrible o muy
bello, o terriblemente bello; en ambos casos lo cotidiano se desmorona.
A pesar de especiales, nos damos cuenta
de cuándo ocurren estas cualidades metafísicas. Sin embargo, como es tan grande
el efecto sobre nuestra cotidianeidad, no podemos contemplarlo con el tiempo suficiente
que uno quisiera, acaso para detener el tiempo en el momento justo. Con la obra
de arte literaria sucede un poco diferente, porque allí las cualidades
metafísicas suceden y están a disposición y tiempo de quien lee, es decir, de
quien contempla. Aquí me parece un punto cumbre de la teoría de Roman Ingarden:
la contemplación.
Es necesario también, por supuesto,
hacer un distanciamiento. Cuando uno presencia una obra teatral trágica, dice
Ingarden, bien podemos impresionarnos tanto con las emociones (con esas
cualidades metafísicas concretadas), aunque pasado un rato podemos continuar
con nuestras tareas normales. Sin embargo, otra vez, en ambos casos (vida
diaria y literatura), tras las cualidades metafísicas vividas, no volvemos a
ser los mismos.
Lo
literario que tienen las experiencias cotidianas
En las últimas ocasiones dentro de este
blog he deseado no cerrar un diálogo, sino dejar un rellano más sobre el camino
en escaleras. En esta ocasión comparto un parágrafo completo de La obra de arte literaria, obra
reflexiva del filósofo Roman Ingarden. Consideremos mucho antes que es un privilegio
para el filósofo poder llegar a ese grado (o ubicación) de reflexión que se
vuelve impermisible no vincularse con la experiencia cotidiana. Es decir, el
parágrafo que presento en su integridad antecede a las explicaciones que surgen
de la experiencia y resurgen en la literatura.
No olvidemos que lo cotidiano es la
forma como sucede la vida con regular frecuencia, rituales inconscientes que se
convierten en rutina; tampoco olvidemos que las reflexiones de estas cualidades
metafísicas van encaminadas a explicar un fenómeno literario, sin estar fuera
de lo que ahora mismo podría explicar de nuestras vidas.
El
siguiente texto es reproducido con fines estrictamente culturales y adecuados.
* * *
48. Las
cualidades metafísicas (esencias)
por Roman Ingarden en La
obra de arte literaria
Existen cualidades sencillas o “derivadas” (esencias) como,
por ejemplo, lo sublime, lo trágico, lo espantoso, lo impactante, lo
inexplicable, lo demoniaco, lo santo, lo pecaminoso, lo triste, la
indescriptible brillantez de la buena fortuna, tal como lo grotesco, lo
encantador, lo luminoso, lo pacífico, etc. Estas cualidades no son
“propiedades” de objetos en el
sentido usual del término, si son, en general, “rasgos” de un estado psíquico,
sino más bien, suelen revelarse en dispares situaciones
o eventos, como una atmósfera que,
revoloteando sobre los hombres y las cosas involucrados en estas situaciones,
penetra e ilumina todo con su luz. En la
vida cotidiana usual, orientada hacia los “pequeños” fines prácticos y su
realización, las situaciones en que estas cualidades se revelan ocurren con muy
poca frecuencia. La vida fluye y nos pasa –valga la expresión– sin sentido,
gris e impertinente, sin tomar en cuenta las grandes obras que pudieran
realizarse en esta existencia de hormiguero. Entonces llega un día –como una
gracia– en que, quizá por razones corrientes y sin notoriedad, casi siempre
encubiertas, un evento nos envuelve junto con nuestras circunstancias en
semejante atmósfera indescriptible. Sea lo que sea, la calidad particular de
esa atmósfera, si es espantosa o encantadora, se distingue como un esplendor
brillante y lleno de colores que, frente a lo grisáceo de nuestros días
cotidianos, hace de este evento un punto culminante de la vida, aunque la base
sea un homicidio brutal o el éxtasis de la unión con Dios. Estas cualidades
“metafísicas” –como nos gusta llamarlas–, que se revelan de cuando en cuando,
son lo que hace que valga la pena vivir la vida; y, querámoslo o no, el secreto
anhelo para que su revelación sea concreta vive en nosotros en todos los
aspectos de nuestra vida, en todos los asuntos y en todos los días. Su
revelación se constituye en la cima y lo profundo de la existencia. Cualquiera
que sea su posición metafísica, cualquiera el papel que juegue su revelación y
su realización en la vida humana (o en la vida en general) –todo ello lleno de problemas con los cuales
no estamos preparados para tratar aquí y que no atañen al asunto en cuestión–,
podemos, en todo caso, afirmar lo siguiente: (1) Independientemente de si en sí
mismas tengan valor positivo o negativo, su revelación es de valor positivo en
contraste con lo grisáceo de las confusas experiencias cotidianas. (2) En su
forma particular, no permiten una determinación puramente racional, y no es
posible “asirlas” (como se puede con las fórmulas matemáticas, por ejemplo).
Más bien, se permiten ser, sencillamente, se puede decir “extáticamente”, vistas en las situaciones determinadas
en que son realizadas. Además, son perceptibles en su particularidad,
específica, incomparable e indescriptible, sólo cuando en nosotros mismos viven
primeramente en una situación dada o, por lo menos, cuando nos sentimos como
alguien que vive en tal situación y no averiguamos las cualidades metafísicas
más cercanas a nosotros y perceptibles en su forma más elemental cuando no las
tratamos temáticamente, sino simplemente somos “asidos” por ellas. (3) Sea cual
sea, la naturaleza de estas cualidades se caracteriza también por el hecho de
que –para emplear una frase muy trillada
y no muy significativa– revelan un
“sentido más profundo” de la vida y la existencia en general, debido al hecho
de que ellas mismas constituyen este “sentido” escondido. Cuando las vemos,
estas profundidades y fuentes primarias de la existencia, frente a las cuales
solemos ser ciegos y que apenas sentimos en nuestra vida cotidiana, son “reveladas”, como lo dijera Heidegger, al ojo de la
muerte. Pero, no solamente se nos revelan; al verlas y al realizarlas, entramos
en esta existencia “primaria”. No meramente vemos manifestado en ellas lo que
de otra manera nos quedaría como misterio; más bien, ellas son el elemento primario mismo de una de sus formas. Pero nos serán
manifestadas solamente cuando lleguen a ser realidades. Así que las situaciones
en que se realizan las cualidades metafísicas y se nos manifiestan son los
puntos cumbres de la existencia desarrollándose. De la misma manera, los puntos
cumbre de lo que nosotros mismos somos, representan los puntos cumbre que
proyectan su sombra sobre el resto de nuestra vida; esto es, evocan las
transformaciones radicales en la
existencia que está sumergida en ellas, sin importar si traen liberación o
condena.
Su
realización, sin embargo, es, como la hemos caracterizado, una “gracia”. Esto
no es decir que se realizan o se manifiestan de repente, o sin causa, o que se
dan, en algún sentido mítico o religioso, por algún poder (divino, angélico o
diabólico) como regalo o castigo. Se trata solamente de establecer el hecho
simple de que no podemos evocar deliberadamente, por sí mismas, las
situaciones y/o experiencias en que
estas cualidades metafísicas se realizan. Y es precisamente cuando estamos
esperando y deseando su realización y la oportunidad de contemplarlas, cuando
no se nos aparecen.
En la vida
real, como ya hemos dicho, las situaciones en que las cualidades metafísicas se
realizan son rarísimas. Además, su realización nos afecta demasiado como para
experimentar plenamente la totalidad de su contenido. Hay un anhelo secreto en
nosotros para su realización y contemplación, aun cuando nos espantan. Pero,
cuando llega el momento para que sean reales, su realización, o mejor, ellas
mismas apoyándose a sí mismas, llegan a ser demasiado poderosas para nosotros,
nos toman y nos abruman. No tenemos la fuerza, ni tenemos el tiempo, por
decirlo así, de perdernos en la contemplación; sin embargo, vive en nosotros,
por alguna razón, un inextinguible anhelo precisamente respecto a este
perdernos en la contemplación. Este anhelo es la fuente secreta de muchos de
nuestros actos. Pero es también la última fuente, por un lado, de la comprensión filosófica y
el empuje hacia lo cognoscitivo; y, por otro, de la creatividad artística y la
satisfacción en ella –la fuente, entonces, de dos actos psíquicos que son
totalmente diferentes y, sin embargo, dirigidos al mismo fin–. El arte, en
particular, puede darnos, por lo menos en microcosmos y como reflejo, lo que
nunca podemos alcanzar en la vida real: una calmada contemplación de las
cualidades metafísicas.
Bibliografía:
Ingarden,
Roman (1998). La obra de arte literaria.
México: Taurus / Iberoamericana
Me suena a algo que escuché alguna vez de la atracción del humano por el caos en sus distintas manifestaciones. Tal vez en una alcantarilla, que alguien llegue a limpiar sea caótico.
ResponderEliminar"Tal vez en una alcantarilla, que alguien llegue a limpiar sea caótico".
EliminarUno de los tantos lugares cotidianos que, al volverse caótico, se transforman.