miércoles, 9 de julio de 2014

Transgresión de lo cotidiano a través de la literatura

por Mario Note Valencia


 Se han dicho muchas cosas acerca de la obra literaria, la mayoría viciadas y otras medianamente certeras dependiendo de la perspectiva. A veces definir la importancia de la literatura cae en lugares comunes como “ayuda a imaginar”, “nos hace libres” o “nos redime del momento histórico”, pero también cae en generalizaciones o particularizaciones inadecuadas.

Lo cierto es que algo sucede y ha sucedido todo este tiempo. ¿No será que en la literatura se encuentra la manera de ser más humano? Concretamente no. Por lo general se entiende que humano es ser más civilizado, y “ser civilizado” tiene raigambres en la ideología burguesa del siglo XIX (en ese tiempo el arte tomó esa curiosa dirección de no ser un fin, sino un medio de producción: se pensaba en el piano y ya en el pianista como mercancías).

La literatura también ha sido dirigida por tendencias en cuanto a las concepciones del arte, y mientras unas formas literarias legitiman su presente, otras maneras de hacer literatura son respuestas (sin tener que ser violentas) estimuladas por el tiempo. Algo de verdad hay en todo esto: la literatura y la experiencia vital son inseparables.

¿Por qué regresamos a las obras literarias?
 Roman Ingarden ha explicado muy bien uno de los variados fenómenos que suceden en la obra literaria y que hacen, al mismo tiempo, que regresemos a ella. Este regresar a la obra ya no implica sólo volver a leerla, sino imaginarla, recordarla, decirla a los demás, evocarla en el cuerpo, traducida en temblores y palpitaciones descomunales. A eso que nos mueve de la obra, Ingarden lo llama “cualidades metafísicas”. Las cualidades metafísicas no se encuentran concretamente, no son visibles, sino perceptibles a través de las palabras, su armonía, disposición en el discurso y su sentido.

Las cualidades metafísicas pueden comprenderse como una atmósfera que cobija la obra. Estas cualidades pueden ser representadas en nuestra vida cotidiana, como cuando un hecho en especial cambia la rutina, transgrede nuestra cotidianeidad: puede ser terrible o muy bello, o terriblemente bello; en ambos casos lo cotidiano se desmorona.

A pesar de especiales, nos damos cuenta de cuándo ocurren estas cualidades metafísicas. Sin embargo, como es tan grande el efecto sobre nuestra cotidianeidad, no podemos contemplarlo con el tiempo suficiente que uno quisiera, acaso para detener el tiempo en el momento justo. Con la obra de arte literaria sucede un poco diferente, porque allí las cualidades metafísicas suceden y están a disposición y tiempo de quien lee, es decir, de quien contempla. Aquí me parece un punto cumbre de la teoría de Roman Ingarden: la contemplación.

Es necesario también, por supuesto, hacer un distanciamiento. Cuando uno presencia una obra teatral trágica, dice Ingarden, bien podemos impresionarnos tanto con las emociones (con esas cualidades metafísicas concretadas), aunque pasado un rato podemos continuar con nuestras tareas normales. Sin embargo, otra vez, en ambos casos (vida diaria y literatura), tras las cualidades metafísicas vividas, no volvemos a ser los mismos.

Lo literario que tienen las experiencias cotidianas
En las últimas ocasiones dentro de este blog he deseado no cerrar un diálogo, sino dejar un rellano más sobre el camino en escaleras. En esta ocasión comparto un parágrafo completo de La obra de arte literaria, obra reflexiva del filósofo Roman Ingarden. Consideremos mucho antes que es un privilegio para el filósofo poder llegar a ese grado (o ubicación) de reflexión que se vuelve impermisible no vincularse con la experiencia cotidiana. Es decir, el parágrafo que presento en su integridad antecede a las explicaciones que surgen de la experiencia y resurgen en la literatura.

No olvidemos que lo cotidiano es la forma como sucede la vida con regular frecuencia, rituales inconscientes que se convierten en rutina; tampoco olvidemos que las reflexiones de estas cualidades metafísicas van encaminadas a explicar un fenómeno literario, sin estar fuera de lo que ahora mismo podría explicar de nuestras vidas.

El siguiente texto es reproducido con fines estrictamente culturales y adecuados.

* * *

48. Las cualidades metafísicas (esencias)

por Roman Ingarden en La obra de arte literaria

Existen cualidades sencillas o “derivadas” (esencias) como, por ejemplo, lo sublime, lo trágico, lo espantoso, lo impactante, lo inexplicable, lo demoniaco, lo santo, lo pecaminoso, lo triste, la indescriptible brillantez de la buena fortuna, tal como lo grotesco, lo encantador, lo luminoso, lo pacífico, etc. Estas cualidades no son “propiedades” de objetos en el sentido usual del término, si son, en general, “rasgos” de un estado psíquico, sino más bien, suelen revelarse en dispares situaciones o eventos, como una atmósfera que, revoloteando sobre los hombres y las cosas involucrados en estas situaciones, penetra e ilumina todo con su luz.  En la vida cotidiana usual, orientada hacia los “pequeños” fines prácticos y su realización, las situaciones en que estas cualidades se revelan ocurren con muy poca frecuencia. La vida fluye y nos pasa –valga la expresión– sin sentido, gris e impertinente, sin tomar en cuenta las grandes obras que pudieran realizarse en esta existencia de hormiguero. Entonces llega un día –como una gracia– en que, quizá por razones corrientes y sin notoriedad, casi siempre encubiertas, un evento nos envuelve junto con nuestras circunstancias en semejante atmósfera indescriptible. Sea lo que sea, la calidad particular de esa atmósfera, si es espantosa o encantadora, se distingue como un esplendor brillante y lleno de colores que, frente a lo grisáceo de nuestros días cotidianos, hace de este evento un punto culminante de la vida, aunque la base sea un homicidio brutal o el éxtasis de la unión con Dios. Estas cualidades “metafísicas” –como nos gusta llamarlas–, que se revelan de cuando en cuando, son lo que hace que valga la pena vivir la vida; y, querámoslo o no, el secreto anhelo para que su revelación sea concreta vive en nosotros en todos los aspectos de nuestra vida, en todos los asuntos y en todos los días. Su revelación se constituye en la cima y lo profundo de la existencia. Cualquiera que sea su posición metafísica, cualquiera el papel que juegue su revelación y su realización en la vida humana (o en la vida en general)   –todo ello lleno de problemas con los cuales no estamos preparados para tratar aquí y que no atañen al asunto en cuestión–, podemos, en todo caso, afirmar lo siguiente: (1) Independientemente de si en sí mismas tengan valor positivo o negativo, su revelación es de valor positivo en contraste con lo grisáceo de las confusas experiencias cotidianas. (2) En su forma particular, no permiten una determinación puramente racional, y no es posible “asirlas” (como se puede con las fórmulas matemáticas, por ejemplo). Más bien, se permiten ser, sencillamente, se puede decir “extáticamente”, vistas en las situaciones determinadas en que son realizadas. Además, son perceptibles en su particularidad, específica, incomparable e indescriptible, sólo cuando en nosotros mismos viven primeramente en una situación dada o, por lo menos, cuando nos sentimos como alguien que vive en tal situación y no averiguamos las cualidades metafísicas más cercanas a nosotros y perceptibles en su forma más elemental cuando no las tratamos temáticamente, sino simplemente somos “asidos” por ellas. (3) Sea cual sea, la naturaleza de estas cualidades se caracteriza también por el hecho de que  –para emplear una frase muy trillada y no muy significativa–  revelan un “sentido más profundo” de la vida y la existencia en general, debido al hecho de que ellas mismas constituyen este “sentido” escondido. Cuando las vemos, estas profundidades y fuentes primarias de la existencia, frente a las cuales solemos ser ciegos y que apenas sentimos en nuestra vida cotidiana, son “reveladas”,  como lo dijera Heidegger, al ojo de la muerte. Pero, no solamente se nos revelan; al verlas y al realizarlas, entramos en esta existencia “primaria”. No meramente vemos manifestado en ellas lo que de otra manera nos quedaría como misterio; más bien, ellas son el elemento primario mismo de una de sus formas. Pero nos serán manifestadas solamente cuando lleguen a ser realidades. Así que las situaciones en que se realizan las cualidades metafísicas y se nos manifiestan son los puntos cumbres de la existencia desarrollándose. De la misma manera, los puntos cumbre de lo que nosotros mismos somos, representan los puntos cumbre que proyectan su sombra sobre el resto de nuestra vida; esto es, evocan las transformaciones radicales  en la existencia que está sumergida en ellas, sin importar si traen liberación o condena.
            Su realización, sin embargo, es, como la hemos caracterizado, una “gracia”. Esto no es decir que se realizan o se manifiestan de repente, o sin causa, o que se dan, en algún sentido mítico o religioso, por algún poder (divino, angélico o diabólico) como regalo o castigo. Se trata solamente de establecer el hecho simple de que no podemos evocar deliberadamente, por sí mismas, las situaciones  y/o experiencias en que estas cualidades metafísicas se realizan. Y es precisamente cuando estamos esperando y deseando su realización y la oportunidad de contemplarlas, cuando no se nos aparecen.
            En la vida real, como ya hemos dicho, las situaciones en que las cualidades metafísicas se realizan son rarísimas. Además, su realización nos afecta demasiado como para experimentar plenamente la totalidad de su contenido. Hay un anhelo secreto en nosotros para su realización y contemplación, aun cuando nos espantan. Pero, cuando llega el momento para que sean reales, su realización, o mejor, ellas mismas apoyándose a sí mismas, llegan a ser demasiado poderosas para nosotros, nos toman y nos abruman. No tenemos la fuerza, ni tenemos el tiempo, por decirlo así, de perdernos en la contemplación; sin embargo, vive en nosotros, por alguna razón, un inextinguible anhelo precisamente respecto a este perdernos en la contemplación. Este anhelo es la fuente secreta de muchos de nuestros actos. Pero es también la última fuente,  por un lado, de la comprensión filosófica y el empuje hacia lo cognoscitivo; y, por otro, de la creatividad artística y la satisfacción en ella –la fuente, entonces, de dos actos psíquicos que son totalmente diferentes y, sin embargo, dirigidos al mismo fin–. El arte, en particular, puede darnos, por lo menos en microcosmos y como reflejo, lo que nunca podemos alcanzar en la vida real: una calmada contemplación de las cualidades metafísicas.

Bibliografía:
Ingarden, Roman (1998). La obra de arte literaria. México: Taurus / Iberoamericana

2 comentarios:

  1. Me suena a algo que escuché alguna vez de la atracción del humano por el caos en sus distintas manifestaciones. Tal vez en una alcantarilla, que alguien llegue a limpiar sea caótico.

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    1. "Tal vez en una alcantarilla, que alguien llegue a limpiar sea caótico".
      Uno de los tantos lugares cotidianos que, al volverse caótico, se transforman.

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