por
Mario
Note Valencia
¡Por
Zeus!, pienso como tú.
–Sócrates a Diotima
Todo lo que sé del amor se lo debo a ella, dijo por fin Sócrates en el
banquete, antes de que los demás comensales quedaran rendidos por el vino y la
algarabía. De alguna manera, mi mejor amiga, la llamaré H, es también esa
confesora y revelación perpetua. Hablaré de la amistad a través de mi
experiencia juntos, esperando que el lector encuentre justificado el ego que se
inscribe en la crónica personal.
H se comporta como las verdaderas
amistades: se dejan ver de vez en cuando. Me permitió escribirla para este caso
(o me obligó, ya contaré después), como regalo de cumpleaños. No me lee, no me
escribe. Sólo cuenta con teléfono de casa, donde vive con sus padres, un
hermano mayor y tres gatos. Trabaja y es feliz, pero no confesaré su trabajo.
Lo importante es que la volví a ver y fue un alivio. Le dije que me parecía
impertinente estar juntos en vísperas del Día de los Enamorados. “No te tengo
miedo, niño”. Siempre bromea y sabe sacar a colación agradables insultos para
animarme, caso parecido a la relación que guardo con mi amigo Frank, sobre todo
en confianza, valores superiores y distancia natural.
Pero ella es como el arma y el diablo,
siempre se cargan juntos. Salimos el sábado. Nos repantigamos en un viejo
sillón del único café cuasi-decente que hay en la provincia. Le dije que
trabajaba los fines de semana, aun así me exhortó llevarme a un bar y
desvelarme. Quería bailar y cantar karaoke. Le dije no cuentes conmigo. Pero mi abulia se deshizo al verla, entre luces
bajas, malvas y bermejas, bailando con otro hombre, de pelo en pecho, botas y
cinto piteado. Entonces fui por ella a los diez o quince minutos, bailamos a
gusto, como dos amigos que no se han visto en mucho tiempo, aunque, de hecho,
era cierto.
“Mi venganza es que te duela” –me
replicaba al oído, que es como decir “me vas a extrañar, te conozco”. Bailando
con ella, en esa noche redonda, me sentí volátil. Di traspiés, de vez en cuando
nos pisamos; tengo dos pies izquierdos y estoy seguro que sé bailar con los
derechos que me faltan. Al fin nos divertimos. Bailé por inercia y la cafeína
que aún no abandonaba mi cuerpo. Su hermano mayor pasaría por nosotros, me
dijo, una vez que nos dijéramos adiós.
Escribo estos detalles porque así me lo
pidió como regalo de cumpleaños. Su venganza consiste en que me desaire
abandonando mis lecturas empedernidas acerca de la Primera Guerra Mundial, o sobre
la dicotomía entre Robert Graves (el beligerante inglés) y Herman Hesse (el
pacifista alemán). En más de una ocasión me insulta con sorna ligera y finge
enojarse si me descubre dándole vueltas a un asunto del pasado. Por lo general
olvida que me fui a Colima con el sueño de entender las letras, más en tiempos
de soledad que en el salón de clases, y otras veces también le recuerdo que mi
tristeza es dedicarme a dar clases y que eso me quita horas de lecturas o verme
más seguido, por ejemplo, con mi amigo Frank.
Los amigos se cuentan con los dedos de la
mano, y nos sobran. Podemos tener un sinnúmero de conocidos y compañeros, a
quienes les dejamos la puerta abierta para cuando deseen entrar a nuestra casa.
Pero amigos, amigos, muy pocos. La amistad tiene todas las ventajas del amor
filial (excepto los besos y las caricias) y ninguna desventaja de la relación en
pareja: no cuestionan nuestra ausencia deliberada, nos permiten llorar
tendidos, estar en silencio y rascarse la entrepierna sin que se molesten, o
acomodarse el sostén sin que por ello surja una tensión erotizada. También los
escuchamos en silencio, nos ofrecen una taza de café y la oportunidad de que
nunca olvidemos el camino a casa, como la amistad que guardo con don José, un
gran hombre al que admiro, sabio, buen padre y abuelo, y que conocí en la
capital. Ni Frank ni don José conocen, tampoco me han escuchado hablar de H. Aquí
la venganza de mi amiga cuando le hablo de ellos.
Después de bailar por espacio de una hora
o menos, nos sentamos a comer botana de totopos y guacamole. Miramos la hora,
según marcaba el amanecer del Día del Amor y la Amistad. Me habló, a media voz,
de la amistad que consagraba a mi existencia. Y la verdad, qué vitalidad, qué
fuerza, qué hermoso, se siente que a uno le confiesen “así estás bien, digo,
eres un bonito ser humano”. Y conforme me decía, me obligaba a recordarlo para
que lo escribiera, y con eso, insistía, dejara de leer cosas inútiles de la
Primera Guerra.
Hay otra amistad que se forja
indirectamente: los lectores, fugaces, de este espacio. He conocido personas
entrañables, incluso sin conocerlas en persona, gracias a que aplauden o
critican ferozmente y en secreto mis puntos de vista, pueriles o desgraciados
que con el tiempo refino, olvido o deshecho. Como Passolini, deberé adjurar sobre
lo que he dicho en varias ocasiones.
Pero son igualmente, todos y todas, irreales
en este presente. Frank ni don José ni H me acompañan, pero habitan en mis
imágenes aéreas. Pienso en H. No me lee, no me escribe. Y, sin embargo, me
cuida cuando nos vemos, porque es mayor cinco años y su experiencia en el amor
me deja mudo, celoso y, sobre todo, asombrado. A veces hace de Diotima, la
mujer figurada que visitaba Sócrates. Le he dicho la semejanza y me manda por
un tubo. ¿Era guapa? No sé, H, supongo que también tenía eso de belleza del
alma; Sócrates era feo y viejo. Entonces sí somos, Mario, como Diotima y
Sócrates. Nos reímos. Nos echamos para atrás y un halo de entendimiento humano tira
de mi ser como para desear nunca desaparecer de ese instante… Renunciar, como
escribiera Jelinek, a todos los demás tiempos.
Pero miento, lo mismo me sucede cuando veo
a todos mis amigos y no quiero alejarme, o cuando me habita el amor y mi cuerpo
no quiere vestirse, sino andarse entre los callejones de la ciudad y sus
relojes, esconderme del sol y la vigilia, nunca amanecer o, por lo contrario,
si se pudiera, mantener incubadas las dos primeras horas del alba. Acompañados,
las horas se calcinan como ofrenda al éter y al movimiento que nos atraviesa,
inexorablemente, volviéndonos más viejos.
Intuyo que moriré antes que H. Nos hemos
jurado hacer una travesura el día de nuestra muerte, no sabemos cuándo, pero
uno u otra regará hojas de acanto (o laurel, en su defecto) alrededor del
ataúd. La vida que llevo, advierte, a veces es de enfermos o de locos. Cuando
me empecino en irme del mundo habitual, como a deshoras y duermo poco. El café
y las quesadillas son mi dieta. Nada de qué vanagloriarse. Pero entonces ocurre
que me acuerdo de ella y pienso en llamarle. Su madre me dice que no la puedo
ver o que H me regresará la llamada. Y la espera se dilata semanas y meses.
Desde que en varias ocasiones cambié
malamente a mis amistades por un amor del que me colgué durante un tiempo, hace
años ya, al menos H me recriminó como una madre. Frank, por su lado, me
acompañó en el infierno, hicimos de nuestro monasterio un tugurio de muerte (sobre
lo que estaré eternamente agradecido). Después de la despedida de Frank, me vi
rara vez con H o con don José. Con H endurecí mi aprecio, tanto que llegamos a
pasar una semana viéndonos diario, lo que, conociéndola, fue rarísimo su
préstamo de tiempo.
Ahí hay otra verdad: lo único que damos es
tiempo, y me muerdo la lengua. Tengo cola que me pisen. Estoy pagando mis
faltas, mis ausencias, sin recelos ni remordimientos, sin buscar culpables,
porque arrepentirse es de cobardes y porque en la amistad hay equidistancias de
comprensión. Los amigos son tiempo, coexistencia. No hay sospechas, hay
renuencia. Si nos confiesan algo, somos tumba, piedra y entendimiento. También
somos corazones sensibles, alegres. Dependiendo de los valores en común que se
tengan los amigos, la moral convencional se pasa por el arco del triunfo.
Recuerdo a H enseñándome lo que nunca aprendí en la escuela, y al otro día, al
despedirnos, diciéndome que lo olvidara todo.
Los amigos nos ven y verán haciendo las
cosas que están bien guardarse en la intimidad. No cabe, si se trata de una
amistad auténtica, la traición, pues ni se piensa ni se espera. No sucede.
Aunque suceda aquello de la “amistad de estrellas”, cuando una amistad vira en
caminos y convicciones diferentes, es decir, se rompe, sólo, tras una tarde de
revelación, aceptamos como una simple respuesta lo ruin que puede ser la vida
social.
Finalmente, H me llevó del brazo a la
pequeña pista del karaoke. El lugar había escampado de personas. Casi vacío,
casi en silencio, casi nada más para H y para mí. Las mesas redondas,
deshabitadas, me parecían islotes en el agua de la noche. Me dijo que no
olvidara relatar lo que sucedía para “ese changarro
que tienes” (se refería al blog) y que me guardara en el pecho las
impresiones, como siempre, las impresiones más íntimas. Le dije que era mi
amiga, ella se sonrió y dijo al bartender
que tocara “Te lo agradezco pero no”, el dueto de Shakira y Alejandro Sanz.
Por un momento recordé cuando, adolescente todavía, me aferré con ella a “1973”
de James Blunt.
La amistad madura. Las experiencias con
nuestras amistades son como la fruta que se nutre de las temporadas. Si afirma
Rumi que el amor es un árbol y los enamorados su sombra, las frutas deben ser
los amigos. H agradecerá este regalo de cumpleaños, aunque no me lea ni me
escriba, amigos, en mucho tiempo. O quién sabe. “Yo no sé mañana”, fue lo
último que dijo H. Y cantamos.
* * *
:') que bonito Mario ;) me hiciste sentirme identificada y me saca una que otra risa tu escrito me gusta mucho tu "changarro"
ResponderEliminarGracias, Shadix. En este changarro se ofrece de todo, es como un bazar, para pasar el rato, y siempre queda abierta la invitación de participar. Que viva la amistad, ¡saludos!
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