por
Mario
Note Valencia
Pongamos las palabras, como frutas, en el banquete
(homenaje a Platón)
Del amor diré pocas palabras. Creo que
puedo hablar del amor, como he aprendido a hablar de la muerte: digo algo sin
decir nada, porque nunca es suficiente lo que sé, visto, probado, y ninguna
verbalización todavía me convence en lo absoluto. Y eso está muy bien. La
infancia y la vejez no son benignas para la memoria, enseñó Aristóteles. Soy
joven, un fuego, como tú, irresoluto. Temo sin pena que nunca lo sabré, me
defiendo con un filósofo cuando asegura que “lo que realmente es grandioso e
importante no tiene cabida en las palabras”. No puedo negar su existencia, la Historia
tiene una retahíla de rellanos en los que la humanidad se ha recargado para
configurar esa otra fuerza que se llama libido
(deseo y pulsión, fuerza y vida). Tanto se habla del amor, como de la
muerte. Mis dedos, ahora mismo, disparan hacia muchas direcciones; trataré de
retenerlos para esta ocasión.
Podemos hablar del amor apenas por sus
consecuencias. Un abrazo es una consecuencia de la causa: el amor. Lo mismo un beso, un atajo abierto entre la piel.
La causa es el amor. Bien, pero ¿qué es el amor? Podríamos hablar como ese
método interesante en que descartamos las cosas que no son de lo que es. Pero si hablamos de consecuencias,
suponemos que hay experiencia cognitiva, empírica, esencialmente vital. ¿Qué
recuperamos de esas experiencias? Impresiones, apariencias, intelecciones,
resonancias.
Sospecho que el amor nunca será arrancado por
el humano inteligiblemente de su podio universal, es decir, que sea como el
concepto de humanidad que puede ser reconocido
en un individuo y aun así no es posible reducirlo a una muestra de afección
común, natural. Un tiempo mortal. Lo que siempre es bueno, supongamos,
aprehendido en su actualidad (cuando
la potencia se vuelve acto creador) poco importa qué nombre tenga o cuánto se
demore en desaparecer (de aquí son los amadores que desean evaporarse en el
instante –y si encuentran cómo hacerlo para siempre, díganme).
Lo que expongo es, en definitiva, la
imposibilidad de hablar del amor alrededor de sí o desde adentro. Yo me acuerdo
y olvido del mundo cuando estoy entre tu piel. Irrumpimos en el mundo con la
ciudad de los abrazos. Uso un abrigo en tiempos de frío para acordarme de ti. La
única que lo sabe todo es la libélula que se inmola en el fuego de una vela. Somos
palomillas que siguen ciegas la luz de las lámparas. Y eso está muy bien. Como
si quisiéramos renunciar al pasado y a las expectativas, ése es el amor
auténtico. Nadie que sepa y haya estado dentro
ha sabido describirlo; no han bastado los cien mejores libros de poesía y
filosofía para entenderlo un poco y para siempre. Es una paradoja, como el
infinito. Accedemos, escribe Octavio Paz, a esa porción de infinito que nos
pertenece. Quizá por eso, en el delirio, decimos “eres mi diosa, sin tiempo,
eterna…”. Propongo una religión del Amor.
Invitación al deseo,
combustible del amor
Hay un amor para cada loco en este pequeño
planeta. Hay cada tipo locura para los que ya están enamorados. Fall in love, que no es lo mismo caerse
de amor o derrocharlo. Fit as a fiddle,
nos recuerda Cabrera Infante, and ready
for love, ready for love. ¡Listos para la fiesta! Desde las llaves del sax
te escribo I groove, and sing, and swing,
you, you, youuu (grave, gravísimo, denso y ligero, como el amor).
De nada sirve saber que el piano cuenta
con 88 teclas, o que el tablero de ajedrez tiene un ocho por ocho de cuadros,
si no se entra al juego, si ni siquiera se toca por error. Tendremos que morir
como el gato: por curiosidad. Lo mismo pasa con el conocimiento: es poco útil
memorizar el plano de la ciudad si nunca se camina por sus calles, si nunca
levantamos ese mapa a la medida de nuestra experiencia, acorde al asombro y la
mirada que despega en infinitas posibilidades de conocerla.
Así con el amor y sus manifestaciones.
Aunque existan exquisitos códigos de amor, maneras de reconocer y nombrar los
tipos de abrazos y de besos, o la ciencia del cerebro alegue que todo se trata
de un efecto psicológico y eléctrico a nivel neuronal, la realidad de la
experiencia amorosa es irresoluta y nunca gasta los versos de la poesía. Bien
se dice que es necesario acoplar saber
con sabor.
La estela de un cometa, eso es el deseo.
Imposible de diagnosticar, imposible de cuantificarlo sin otros aparatos más
que el pulso del corazón y la conciencia. Y en todo lo que dura, no se
parpadea, porque dura menos que un segundo: terrible indulgencia de los
enamorados que no descansan y pasan sus noches en vela, con los ojos abiertos,
con el miedo de que el jugoso dolor (que no es dolor común) desaparezca con el
agua de los sueños en una noche. Y lo que dura, cuando madura y estalla,
partiéndose en fríos pedazos de tierra estelar, se alcanza a “pedir un deseo”.
Es una estrella fugaz, pero no es un sol. Podemos recoger, como el amor, los
restos de ese magnetismo una vez que han caído en el patio y la lluvia las
filtra… Con un imán las llamamos entre el otro polvo antes de que se vayan por las
rendijas de la cloaca.
El deseo no se manda, sólo se desboca. No
hay más. El deseo es pretensión de amor para consumirse, de ahí la búsqueda
errática. Transfigura las cosas, nos engaña, pero nos hace viajar por terrenos
incógnitos. Nos hace cruzar las sombras como a través de puertas infinitas.
Hacer caso al deseo es entregarse a los periplos del aire, aceptar los
desvaríos, cultivar un amor también igual de fugaz que el agua y el aire, antes
de que se vuelvan tierra y fuego. Pero cuando aparece y se corresponde, lo
único que queda no es menos pasional que ir tras su origen: se trata de ganar
todos los días el jardín que nos pertenece, pero sin seguridad del para siempre. No por tenerla una vez a
esa persona se tiene para siempre. Es agua, explica Ruy Sánchez, que si se
aprieta en la palma escapa mucho más rápido que en su huida natural. Una hora,
un día, una semana, incluso un mes o diez, noventa años, eso dura el deseo. Nadie
sabe. Spinetta cantó a propósito: “Necesito verte ahora, porque no decido entre
el mar y la arena”.
Si el deseo escapa, no perdura un amor por
la vida misma, de vivir por vivir, consumiéndose en el mundo. El deseo permite
el amor en su más entera esencia: búsqueda y reencuentro, obra y expectativa. No
son contrarios ni extremos, sólo unidad, numéricamente infinitos como la
geometría. Estar conscientes del deseo, asegura fiebres y ansiedades, a veces
quita vidas, en otras desata guerras y, con suerte, construye palacios. La
mejor de las veces hace de un ser humano una potencia, hacedor de cosas,
inteligencia y creatividad. Al enamorado le sucede una coraza. Goethe alguna
vez dedujo que “da más fuerza saberse amado que saberse fuerte: la certeza del
amor, cuando existe, nos hace invulnerables”.
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