por Rafael Frank
Ah, The Mamas &
the Papas escribió Hyperborea Dreaming. No, loco, California Dreamin’,
se llama. Nos miramos de frente, como dicen los filósofos. En mi infancia tuve
un telescopio con el que quise ver la nave espacial de mis iguales genéticos
cuando llegaran por mí; evidentemente, eso nunca sucedió. Un escritor amigo mío
(aficionado a la filosofía) y yo nos recluimos un tiempo para sacar de la bolsa
de sándwiches los secretos de Hiperbórea, sobre cómo hablar con los tlacuaches y
aguardar el momento de la llegada del Gran Capibara. El cofre se abrió:
créanme, supersticiosos del mundo entero, algún día mi amigo el griego y yo
volveremos a Hiperbórea.
Debí sospechar tiempo atrás, pero las
revelaciones traen consigo el recuerdo de los signos no descifrados. El camino
hacia esta tierra más allá del norte
permanecía perdido; comencé a hacer memoria.
Entre las pequeñas obsesiones durante
mis primeros años humanos (se cuenta una fijación por conseguir una escalera de
juguete) desarrollé ansiedad por saber, a cada instante, la dirección donde se
encontraba el Norte. Mamá, ¿dónde está el Polo Norte?, ¿dónde está el norte?
Creí recibir un llamado sideral y
quería responderlo. Tuve la oportunidad de recibir un regalo de mis padres y
elegirlo (juguetes, quizá, pero ya había obtenido la escalera anhelada). Puse a
mis padres en apuros: papá, quiero una brújula. Un reto auténtico, habitábamos
en una provincia donde abundaban las frutas exóticas pero poco material físico
para niños hiperbóreos.
Acabada la merienda me entregaron la
brújula pequeña, de exterior negro e interiores verdes, indicaba los puntos
cardinales en letras blancas y, la aguja, una flecha cuyo extremo rojo era el
salvador que apuntaba hacia el norte.
Aprendí, después, cómo ubicarme
geográficamente a partir de la posición del sol. Aún con mis trescientos años, cada
vez que salgo de un edificio me cercioro en qué parte se encuentra el astro
rey. Aprendí en su momento a magnetizar agujas de costura para utilizarlas como
sustituto de las brújulas. Recuerdo también que las manecillas de un reloj pueden
utilizarse como guía, sobre una hoja, dentro de una cohesión acuosa (¡mucha
fantasía, milord!). Cuando no hay estas posibilidades y el cielo opta por una
barba de nubes, no me queda más opción que esperar; los tlacuaches no me
acompañarían si saben las probabilidades del clima.
Cuando llega la noche, dejo que los
astros transcurran, pongo atención especial al cenit de la luna, recuerdo el
fondo verde de la brújula y espero. Viví con mi amigo griego en una edificación
casi-rectangular donde una ventana recibía al sol matutino, la puerta principal
tendía sus brazos hacia el Este, por fortuna no hacia el Norte porque, de algún
modo, la dirección de esa entrada y el vestíbulo semivacío (dos caballos
–regalo de las valkirias– y dos torres custodiaban el sitio) nos retuvieron de
emprender la huida hacia Hiperbórea. Dentro de aquel lugar construimos con humo
y fotones nuestra versión del Bifröst. Mi amigo griego es un viajero, heredero
de Odiseo –cuentan algunas leyendas. Algún día volveremos a Hiperbórea en un
drakkar, se dibujará un mar ante nosotros y vendrán las auroras boreales,
verdes y azules, a llevarnos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario