lunes, 22 de febrero de 2016

Where the polar bears are

por Rafael Frank


Ah, The Mamas & the Papas escribió Hyperborea Dreaming. No, loco, California Dreamin’, se llama. Nos miramos de frente, como dicen los filósofos. En mi infancia tuve un telescopio con el que quise ver la nave espacial de mis iguales genéticos cuando llegaran por mí; evidentemente, eso nunca sucedió. Un escritor amigo mío (aficionado a la filosofía) y yo nos recluimos un tiempo para sacar de la bolsa de sándwiches los secretos de Hiperbórea, sobre cómo hablar con los tlacuaches y aguardar el momento de la llegada del Gran Capibara. El cofre se abrió: créanme, supersticiosos del mundo entero, algún día mi amigo el griego y yo volveremos a Hiperbórea.

Debí sospechar tiempo atrás, pero las revelaciones traen consigo el recuerdo de los signos no descifrados. El camino hacia esta tierra más allá del norte permanecía perdido; comencé a hacer memoria.

Entre las pequeñas obsesiones durante mis primeros años humanos (se cuenta una fijación por conseguir una escalera de juguete) desarrollé ansiedad por saber, a cada instante, la dirección donde se encontraba el Norte. Mamá, ¿dónde está el Polo Norte?, ¿dónde está el norte?
Creí recibir un llamado sideral y quería responderlo. Tuve la oportunidad de recibir un regalo de mis padres y elegirlo (juguetes, quizá, pero ya había obtenido la escalera anhelada). Puse a mis padres en apuros: papá, quiero una brújula. Un reto auténtico, habitábamos en una provincia donde abundaban las frutas exóticas pero poco material físico para niños hiperbóreos.

Acabada la merienda me entregaron la brújula pequeña, de exterior negro e interiores verdes, indicaba los puntos cardinales en letras blancas y, la aguja, una flecha cuyo extremo rojo era el salvador que apuntaba hacia el norte.

Aprendí, después, cómo ubicarme geográficamente a partir de la posición del sol. Aún con mis trescientos años, cada vez que salgo de un edificio me cercioro en qué parte se encuentra el astro rey. Aprendí en su momento a magnetizar agujas de costura para utilizarlas como sustituto de las brújulas. Recuerdo también que las manecillas de un reloj pueden utilizarse como guía, sobre una hoja, dentro de una cohesión acuosa (¡mucha fantasía, milord!). Cuando no hay estas posibilidades y el cielo opta por una barba de nubes, no me queda más opción que esperar; los tlacuaches no me acompañarían si saben las probabilidades del clima.

Cuando llega la noche, dejo que los astros transcurran, pongo atención especial al cenit de la luna, recuerdo el fondo verde de la brújula y espero. Viví con mi amigo griego en una edificación casi-rectangular donde una ventana recibía al sol matutino, la puerta principal tendía sus brazos hacia el Este, por fortuna no hacia el Norte porque, de algún modo, la dirección de esa entrada y el vestíbulo semivacío (dos caballos –regalo de las valkirias– y dos torres custodiaban el sitio) nos retuvieron de emprender la huida hacia Hiperbórea. Dentro de aquel lugar construimos con humo y fotones nuestra versión del Bifröst. Mi amigo griego es un viajero, heredero de Odiseo –cuentan algunas leyendas. Algún día volveremos a Hiperbórea en un drakkar, se dibujará un mar ante nosotros y vendrán las auroras boreales, verdes y azules, a llevarnos.

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