por
Mario
Note Valencia
A mi entrada, escamoteo la casa y afirmo: aquí
huele a tamales. No podría cerrar la boca ahora. No culpe, señora, dueña de mis
noches aciagas y consultas matinales en el diccionario de los sueños, a las
circunstancias de la experiencia sino más bien a la Filosofía que, con masaje y
oprobio, hace dialéctica sobre todas las cosas del Universo, como, por ejemplo,
ese olor a maíz cuya causa primordial debe ser la sagrada olla de tamales.
Sólo vine a molestarla un rato, nada más. Tiro la piedra y me voy; pero usted
puso el motivo, usted envuelve mi materia, cariñosamente, como hoja de tamal
(de mazorca o plátano, según el estilo y lugar donde cocine). Aristóteles
hubiera dicho que el tamal es imagen de las tres almas, que nacen y mueren con
nosotros: la hoja sería el alma nutritiva; la masa, el alma sensitiva; el
relleno, alma racional.
Soy un “metiche”, como usted me llama, y
vivo de la libre asociación de ideas. También dice que meto la nariz en todas
partes. Tengo una objeción: habrá notado ya, por la sombra, mi natural fisiología.
Mi nariz es desproporcionalmente más grande y llega antes que yo a todas
partes, incluso a su corazón. Quizá por eso olisco demasiado, atravieso paredes,
cruzo el puente antes de poner un pie en la escalinata, detecto el temor de los
otros como los perros, y quizá, de nuevo, por la nariz se deberá que yo mienta,
y mienta rico. Me gusta mentir que podría estar mintiendo ahora. ¿Qué le vamos
a hacer? Bien me queda de consuelo ese extraño verso de Quevedo a Góngora:
“érase un hombre a una nariz pegado”.
–Señora, le propongo un
juego: si le digo que soy un completo mentiroso, ¿me creería suponiendo que por
ahora estoy diciendo la verdad? Fíjese, si digo:
“Todos
los Mario son mentirosos”.
Mario
es un Mario.
Y
si Mario es un Mario, es un mentiroso.
Pero
suponiendo que dije una verdad, entonces no todos los Mario son mentirosos y
este Mario ha echado una mentira. En fin, se trueca a una verdad desesperada,
luego a mentira, verdad, mentira, verdad, etcétera.
–Ay,
cariño, hasta los tamales chistaron…
–Guarde
la calma, señora, las paradojas fueron inventadas sólo por ocio, sólo para
incomodar la razón.
–Estoy considerando
llamarte Mario Note Nasón, por
Ovidio.
–¿Leerá El Arte de amar a mi lado?
–Cierra la boca, hijo,
los tamales ya están casi listos.
Uno de mis mejores amigos también es
narigón, pero más honesto. Es un loco, también, pero sincero. Dice la verdad
desencarnada. Él, apasionado a los croissants, me compartió una máxima de
Charly García: “Si tenés la nariz grande, hacé algo con ella, y no te encojas”.
Y sí, desde luego, a veces lo mismo afloja que aprieta; lo mismo da curiosidad
que aberración. Ese adagio, de inclinación “cínica y despreocupada”, aliñó la
resistencia del rock argentino en tiempos de dictadura. Volviendo, a propósito,
si se tratara de proporción, o “el hombre es la medida de todas las cosas”, no
atribuyo estéticas informes del cuerpo con enfermedades socioculturales, o lo
que digo es: miento y obro por cuenta propia.
La psicología social sugiere que los seres
humanos mentimos incluso sin darnos cuenta. Engañamos al otro y, al hacerlo,
nos engañamos a nosotros mismos; resolviendo la ecuación, prefiero ser el
prestigiador. Prefiero ser la incógnita que el resultado. Y aquí difiero casi
con todos, señora: desde mi punto de vista una mentira es una mentira cuando se
conjetura para dañar. Yo no hago eso (no sé si miento ahora). ¿Qué peligro
corre un viejo amigo al que le insuflé un recuerdo ficticio y alegre? Ninguno.
A usted le gusta, por ejemplo, que describa las partes de su cuerpo como si describiera
los buenos portes de la naturaleza.
El pasado es una moneda de dos caras: la
verdad y la memoria. La memoria se construye como se recuerda un sueño. ¿Me
llamarán hipócrita porque no pueda diferenciar el sueño de la vigilia en un
estado de delirio amoroso? Falcitas
somnis parit, o como dije: la falsedad engendra sueños. In vino veritas. La realidad se va de
bruces. Meto las manos para protegerme la nariz.
Pero si se miente por diversión y sin
perjuicio, daño alguno, y no tiene encrucijadas existenciales, o no comprende las
razones de la hoguera, entonces es lo mismo que asistir a la plaza pública para
escuchar al cuentacuentos, a una obra de teatro de carpa o a un espectáculo de
ilusionismo. Se paga para que alguien más nos mienta, para que exageren la
verdad. Como la publicidad, como las compras, como todo aquello que sirve para
no pensar ni preguntarnos si ésta era la vida que deseábamos. Una vez, a los
dieciséis años, conocí a un publicista nato, casi pordiosero, que me dijo
secretos que escribiré en otro lugar. Me explicó, cuando intentó venderme un
ladrillo como obra de arte, que para los grandes vendedores hay una gran
diferencia entre la realidad (que se
vende) y la verdad (que se entrega);
para el comprador sólo existe la realidad, una necesidad injertada por el
publicista, esto es: una obra de arte y no un simple ladrillo.
Ahora soy un ladrillero, sin la desventaja
del sol y las jornadas a campo raso. Disfruto mentirle a su hija, a mi cuñado,
a mi padre y madre, a mis hermanos. Me gusta porque al final dirán que se trata
de mi nariz. Procuro, en todo, no jugar con los sentimientos, pero lo apuesto
todo si de enemigos se trata en las mesas de un garito, si hay un cubilete de
por medio en una taberna encumbrada de humanoides, falsos, como yo, que les he
dicho tener un nombre, oficio, lugar, cualquiera.
Sólo guardo remordimiento con un hombre,
diez años mayor, al que le mentí diciéndole que podía adivinar el futuro, que
en mi vida pasada había sido, al menos tres veces, un gusano y un tahúr. El
alcohol se nos había subido a la cabeza, escupíamos ensueños, babeábamos
pesadillas. Me acordé de Villoro y un cuento, en donde dos hombres apuestan el
sueño de sus esposas o algo por el estilo. Él me apostó que podía ganar una
pelea. Le dije que no lo intentara porque perdería. Fue por una linda muchacha
de la barra y, al parecer, un exmilitar la acompañaba. El resto es, precisamente,
una nariz rota. Me fui al hotel, solo, en una cobarde noche del Distrito
Federal.
No juego con los sentimientos porque es
aburrido, porque todo el juego de descalabrar la realidad se anula con el
llanto. Yo por eso chillo tranquilo
de martes a jueves y de seis a siete de la tarde, para “no llorar de amor” y
sinsentido los otros días de la semana. A la gente le gusta que le engañen sin
peligro, no que la hagan llorar. Debería dedicarme tiempo completo a este
deporte del lenguaje, abrir una clínica, tener sesiones prolongadas con hombres
sin punto fijo ni proyectos, de sueños mutilados, con mujeres corneadas, y
corneadoras, con niños y adolescentes aficionados a los cuentos de hadas, con
todos, para así romper la monotonía de sus miserables vidas cotidianas. Les
gusta que por su oreja escurra un elogio como caricia.
Por todos lados se cuecen habas. En los
trópicos por lo general se hacen tamales cada dos de febrero en honor al fin de
la cuarentena de María. Igual aquí y allá, en oriente y occidente mexicano, se
dilata la verdad por el calor. Calienta cabezas de los jefes y los capos, o las
armas se disparan solas en las calles. Los cuerpos gotean, como la sangre, se
bañan dos o tres veces al día con la verdad. Como globo, “pesa menos y sube más”,
la mentira. Se pincha la indulgencia. Entre tanta verdad sobria del mundo, la
mentira es un refugio. Pregunte a los poetas. Sospecho que al final se trata de
un problema del lenguaje: si digo que la silla es roja, pero por una disfunción
visual no detecto que es azul o que ni siquiera existe (ni lo rojo ni la
silla), entonces miento por naturaleza. Los animales hacen trampa para acechar
a su presa. Miento cuando le digo, señora, que a usted la quiero un poco,
aunque la quiera mucho.
–¿Quedaron buenos los
tamales?
–En esto no me engaño, quedaron
ricos.
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