lunes, 1 de febrero de 2016

Miento, tengo la nariz grande

por Mario Note Valencia


A mi entrada, escamoteo la casa y afirmo: aquí huele a tamales. No podría cerrar la boca ahora. No culpe, señora, dueña de mis noches aciagas y consultas matinales en el diccionario de los sueños, a las circunstancias de la experiencia sino más bien a la Filosofía que, con masaje y oprobio, hace dialéctica sobre todas las cosas del Universo, como, por ejemplo, ese olor a maíz cuya causa primordial debe ser la sagrada olla de tamales. Sólo vine a molestarla un rato, nada más. Tiro la piedra y me voy; pero usted puso el motivo, usted envuelve mi materia, cariñosamente, como hoja de tamal (de mazorca o plátano, según el estilo y lugar donde cocine). Aristóteles hubiera dicho que el tamal es imagen de las tres almas, que nacen y mueren con nosotros: la hoja sería el alma nutritiva; la masa, el alma sensitiva; el relleno, alma racional.

Soy un “metiche”, como usted me llama, y vivo de la libre asociación de ideas. También dice que meto la nariz en todas partes. Tengo una objeción: habrá notado ya, por la sombra, mi natural fisiología. Mi nariz es desproporcionalmente más grande y llega antes que yo a todas partes, incluso a su corazón. Quizá por eso olisco demasiado, atravieso paredes, cruzo el puente antes de poner un pie en la escalinata, detecto el temor de los otros como los perros, y quizá, de nuevo, por la nariz se deberá que yo mienta, y mienta rico. Me gusta mentir que podría estar mintiendo ahora. ¿Qué le vamos a hacer? Bien me queda de consuelo ese extraño verso de Quevedo a Góngora: “érase un hombre a una nariz pegado”.

–Señora, le propongo un juego: si le digo que soy un completo mentiroso, ¿me creería suponiendo que por ahora estoy diciendo la verdad? Fíjese, si digo:
            “Todos los Mario son mentirosos”.
            Mario es un Mario.
            Y si Mario es un Mario, es un mentiroso.
          Pero suponiendo que dije una verdad, entonces no todos los Mario son mentirosos y este Mario ha echado una mentira. En fin, se trueca a una verdad desesperada, luego a mentira, verdad, mentira, verdad, etcétera.
            –Ay, cariño, hasta los tamales chistaron…
        –Guarde la calma, señora, las paradojas fueron inventadas sólo por ocio, sólo para incomodar la razón.
–Estoy considerando llamarte Mario Note Nasón, por Ovidio.
–¿Leerá El Arte de amar a mi lado?
–Cierra la boca, hijo, los tamales ya están casi listos.

Uno de mis mejores amigos también es narigón, pero más honesto. Es un loco, también, pero sincero. Dice la verdad desencarnada. Él, apasionado a los croissants, me compartió una máxima de Charly García: “Si tenés la nariz grande, hacé algo con ella, y no te encojas”. Y sí, desde luego, a veces lo mismo afloja que aprieta; lo mismo da curiosidad que aberración. Ese adagio, de inclinación “cínica y despreocupada”, aliñó la resistencia del rock argentino en tiempos de dictadura. Volviendo, a propósito, si se tratara de proporción, o “el hombre es la medida de todas las cosas”, no atribuyo estéticas informes del cuerpo con enfermedades socioculturales, o lo que digo es: miento y obro por cuenta propia.

La psicología social sugiere que los seres humanos mentimos incluso sin darnos cuenta. Engañamos al otro y, al hacerlo, nos engañamos a nosotros mismos; resolviendo la ecuación, prefiero ser el prestigiador. Prefiero ser la incógnita que el resultado. Y aquí difiero casi con todos, señora: desde mi punto de vista una mentira es una mentira cuando se conjetura para dañar. Yo no hago eso (no sé si miento ahora). ¿Qué peligro corre un viejo amigo al que le insuflé un recuerdo ficticio y alegre? Ninguno. A usted le gusta, por ejemplo, que describa las partes de su cuerpo como si describiera los buenos portes de la naturaleza.

El pasado es una moneda de dos caras: la verdad y la memoria. La memoria se construye como se recuerda un sueño. ¿Me llamarán hipócrita porque no pueda diferenciar el sueño de la vigilia en un estado de delirio amoroso? Falcitas somnis parit, o como dije: la falsedad engendra sueños. In vino veritas. La realidad se va de bruces. Meto las manos para protegerme la nariz.

Pero si se miente por diversión y sin perjuicio, daño alguno, y no tiene encrucijadas existenciales, o no comprende las razones de la hoguera, entonces es lo mismo que asistir a la plaza pública para escuchar al cuentacuentos, a una obra de teatro de carpa o a un espectáculo de ilusionismo. Se paga para que alguien más nos mienta, para que exageren la verdad. Como la publicidad, como las compras, como todo aquello que sirve para no pensar ni preguntarnos si ésta era la vida que deseábamos. Una vez, a los dieciséis años, conocí a un publicista nato, casi pordiosero, que me dijo secretos que escribiré en otro lugar. Me explicó, cuando intentó venderme un ladrillo como obra de arte, que para los grandes vendedores hay una gran diferencia entre la realidad (que se vende) y la verdad (que se entrega); para el comprador sólo existe la realidad, una necesidad injertada por el publicista, esto es: una obra de arte y no un simple ladrillo.

Ahora soy un ladrillero, sin la desventaja del sol y las jornadas a campo raso. Disfruto mentirle a su hija, a mi cuñado, a mi padre y madre, a mis hermanos. Me gusta porque al final dirán que se trata de mi nariz. Procuro, en todo, no jugar con los sentimientos, pero lo apuesto todo si de enemigos se trata en las mesas de un garito, si hay un cubilete de por medio en una taberna encumbrada de humanoides, falsos, como yo, que les he dicho tener un nombre, oficio, lugar, cualquiera.

Sólo guardo remordimiento con un hombre, diez años mayor, al que le mentí diciéndole que podía adivinar el futuro, que en mi vida pasada había sido, al menos tres veces, un gusano y un tahúr. El alcohol se nos había subido a la cabeza, escupíamos ensueños, babeábamos pesadillas. Me acordé de Villoro y un cuento, en donde dos hombres apuestan el sueño de sus esposas o algo por el estilo. Él me apostó que podía ganar una pelea. Le dije que no lo intentara porque perdería. Fue por una linda muchacha de la barra y, al parecer, un exmilitar la acompañaba. El resto es, precisamente, una nariz rota. Me fui al hotel, solo, en una cobarde noche del Distrito Federal.

No juego con los sentimientos porque es aburrido, porque todo el juego de descalabrar la realidad se anula con el llanto. Yo por eso chillo tranquilo de martes a jueves y de seis a siete de la tarde, para “no llorar de amor” y sinsentido los otros días de la semana. A la gente le gusta que le engañen sin peligro, no que la hagan llorar. Debería dedicarme tiempo completo a este deporte del lenguaje, abrir una clínica, tener sesiones prolongadas con hombres sin punto fijo ni proyectos, de sueños mutilados, con mujeres corneadas, y corneadoras, con niños y adolescentes aficionados a los cuentos de hadas, con todos, para así romper la monotonía de sus miserables vidas cotidianas. Les gusta que por su oreja escurra un elogio como caricia.

Por todos lados se cuecen habas. En los trópicos por lo general se hacen tamales cada dos de febrero en honor al fin de la cuarentena de María. Igual aquí y allá, en oriente y occidente mexicano, se dilata la verdad por el calor. Calienta cabezas de los jefes y los capos, o las armas se disparan solas en las calles. Los cuerpos gotean, como la sangre, se bañan dos o tres veces al día con la verdad. Como globo, “pesa menos y sube más”, la mentira. Se pincha la indulgencia. Entre tanta verdad sobria del mundo, la mentira es un refugio. Pregunte a los poetas. Sospecho que al final se trata de un problema del lenguaje: si digo que la silla es roja, pero por una disfunción visual no detecto que es azul o que ni siquiera existe (ni lo rojo ni la silla), entonces miento por naturaleza. Los animales hacen trampa para acechar a su presa. Miento cuando le digo, señora, que a usted la quiero un poco, aunque la quiera mucho.
           
–¿Quedaron buenos los tamales?

–En esto no me engaño, quedaron ricos.

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