por
Mario Note Valencia
El ser humano, por naturaleza,
busca romper los límites que conoce, siempre ir más allá. Antes fue una Torre
de Babel, ahora un acelerador de partículas con el cual se pretende emular la
Gran Explosión. Quien recuerde la película Annie
Hall, entenderá que si el Big-Bang en teoría es cierto, entonces el
universo se expande, y si se expande algún día estallará de nuevo. Esa misma
angustia expresada por el director de la película, termina por reflejarse en la
pequeña ciudad de Manhattan de ese entonces, en una detonación de un explosivo
de verdad, digamos, en Central Park; o en México el mismo sentimiento: la
angustia de que nos cague una paloma en el Bosque de Chapultepec. Ojalá se
tratara sólo de una ajena digestión de alimentos, pues hoy hasta tenemos miedo
de que nos explote un pato. De eso se trata nuestro contexto actual histórico-social,
de factores como: desconcierto, miedo, insensibilidad, desconfianza y, sobre
todo, angustia, que determinan nuestra manera de actuar en el tiempo: con
‘rapidez’.
La preocupación por la caca es
quizá un ejemplo muy burdo, pero es la única manera de situar al lector en mi
trabajo; si es así, comprenderá el otro ejemplo que lo sustituye: el de los
patos que le tiran a las escopetas. Si también lo entiende y se angustia por
eso, entonces trato con un lector existencialista en plena época del desfogue
corporal (el cuerpo hace lo que el espíritu esconde). Cuando este inadecuado existencialista (y no
por lo del cuerpo) esté a punto de morir por las cuatro paredes de su cuarto,
habrá lamentado una cosa más: no haber salido nunca. “Muchachos, ya no hay
tiempo para existencialismo”, dijo un filosofastro.
Ahora ya no hay tiempo para aislarse
y explorar el aforismo socrático. La falta de introspección, del
autoconocimiento, nos hace perder el equilibro; perdemos poco a poco la
historicidad rápidamente, al grado de falsear hechos personales.
Las hormigas trabajan todo el
tiempo y mueren anónimas infinitamente, ése es su sentido de vida; las orugas
deben soportar las tempestades de la tierra para luego verse como una mariposa
que en promedio sólo viven menos de lo que merecen, ése es su sentido de vida; al
contrario, los artesanos de México deben hacer fieles figuritas de barro en
donde se representan ellos mismos en el trabajo, para luego venderlas a un
precio mediocre… Ése, crudamente, no sabemos si es el sentido de la vida.
La historia se nos escurre
de las manos.
Aceptamos los tratados de libre
comercio y, por consecuente, alimentamos la globalización inadecuada. De pronto
en una avenida de Manzanillo vemos que ya no hay necesidad de viajar a Estados
Unidos para sentirnos en tierra del american
way of life: hay establecimientos de comida rápida a discreción y cientos
de anuncios en spanglish. Lo que México nos devolvió fueron empleos en esos
establecimientos, e inclusive en los super-center
precios bajos; lo que no nos dijeron es que iba a ser como el extranjero dijera
y que manosearían nuestra esperanza cada vez que quisieran. A esto le llamo
‘democracia repartida’ y no ‘engendrada’ como debería ser.
Quiero decir que nuestra naturaleza
es la velocidad. La presión nos impide pensar; por no pensar se han cometido
varios errores. Es la falsa tautología del “mientras más pronto, mejor”. Fue
Gandhi quien dijo: “hay algo más importante en la vida que acelerarla”. En las
ciudades más importantes transitan las personas de arriba para abajo, todas
chocan pero nadie se mira. A veces es necesario adoptar el “vive en una ciudad
alguna vez, pero múdate antes de que endurezcas”.
Aceptar las frustraciones de otros
(desde la perspectiva del peatón) es correr para que los coches pasen sin
problemas. Ahí está el detalle. En las taquerías de la capital de Colima: los
meseros piensan, o son instruidos así, que el mejor servicio es el que se sirve
y se quita rápido; en Tecomán, otro municipio subdesarrollado, los servicios
son más lentos: al ritmo del cliente. Pero todo esto se debe a factores
determinantes de la cultura.
El milenario filósofo Heráclito
nunca imaginó un río como el actual, tan rápido y estacionario, ni Zenón de
Elea consentiría reducir la palabra infinito
a la pereza mental de nuestros días.
La misma producción cultural de las
masas crea esa imposición de rapidez ideológica. Todo indica que la vida es
corta y que por eso debemos consumir lo más que podamos.
La hidromedusa Turritopsis nutricola
–suponen los científicos– goza de vida eterna: al verse en riesgo de morir, es
capaz de revertir su estado de madurez; el ser humano ha querido o necesitado hacer
eso, moverse a voluntad en el tiempo. Aunque uno no quiera, pensar en la muerte
nos permite concederle más valor a los artificios humanos y, digamos, a la
costumbre de lo cotidiano. Si no soportamos la rutina y si no hacemos nada por
romperla, podría parecernos tan tedioso vivir en las profundidades de los mares
sin una cronología de tiempo mortal, acabable; pero tampoco significa que nos
guste que nos cuenten los días.
Ser Dios sería aburrido, eterno,
eso decía Borges, si tiene que contar cada grano de arena o de café que se
vacía en una taza de agua caliente, al mismo tiempo, infinitamente. Mientras no
seamos Dios, de no remediar el tornado de rapidez que existe más allá de
nuestro tranquilo hogar, después del monitor, tarde o temprano seremos
atropellados por la incapacidad emocional.
San Agustín observó que siempre vivimos
en un presente que es el pasado y futuro a la vez; esto nos ayuda comprender a
Blas Pascal cuando sentencia sobre la condición del ser humano frente al mundo:
de no saber vivir en el presente: de recordar el pasado para negarse el
presente o anhelar el futuro para adelantarlo. El hombre sin dios (también llamado Conocimiento general del hombre)
del mismo Blas, es la angustia de ese ser ante los dos infinitos:
el todo y la nada. No sabemos qué tan rápido se acaba uno e inicia el otro, o
si alguna vez han iniciado. No sabemos, incluso, cuándo nos sorprenderá la caca
de una paloma para comprender que pudo haber sido peor, quiero decir, pudo
haber sido un pato. Honestamente.
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