sábado, 14 de septiembre de 2013

Lo vulgar de la rápido

por Mario Note Valencia


El ser humano, por naturaleza, busca romper los límites que conoce, siempre ir más allá. Antes fue una Torre de Babel, ahora un acelerador de partículas con el cual se pretende emular la Gran Explosión. Quien recuerde la película Annie Hall, entenderá que si el Big-Bang en teoría es cierto, entonces el universo se expande, y si se expande algún día estallará de nuevo. Esa misma angustia expresada por el director de la película, termina por reflejarse en la pequeña ciudad de Manhattan de ese entonces, en una detonación de un explosivo de verdad, digamos, en Central Park; o en México el mismo sentimiento: la angustia de que nos cague una paloma en el Bosque de Chapultepec. Ojalá se tratara sólo de una ajena digestión de alimentos, pues hoy hasta tenemos miedo de que nos explote un pato. De eso se trata nuestro contexto actual histórico-social, de factores como: desconcierto, miedo, insensibilidad, desconfianza y, sobre todo, angustia, que determinan nuestra manera de actuar en el tiempo: con ‘rapidez’.

La preocupación por la caca es quizá un ejemplo muy burdo, pero es la única manera de situar al lector en mi trabajo; si es así, comprenderá el otro ejemplo que lo sustituye: el de los patos que le tiran a las escopetas. Si también lo entiende y se angustia por eso, entonces trato con un lector existencialista en plena época del desfogue corporal (el cuerpo hace lo que el espíritu esconde).  Cuando este inadecuado existencialista (y no por lo del cuerpo) esté a punto de morir por las cuatro paredes de su cuarto, habrá lamentado una cosa más: no haber salido nunca. “Muchachos, ya no hay tiempo para existencialismo”, dijo un filosofastro.

Ahora ya no hay tiempo para aislarse y explorar el aforismo socrático. La falta de introspección, del autoconocimiento, nos hace perder el equilibro; perdemos poco a poco la historicidad rápidamente, al grado de falsear hechos personales.

Las hormigas trabajan todo el tiempo y mueren anónimas infinitamente, ése es su sentido de vida; las orugas deben soportar las tempestades de la tierra para luego verse como una mariposa que en promedio sólo viven menos de lo que merecen, ése es su sentido de vida; al contrario, los artesanos de México deben hacer fieles figuritas de barro en donde se representan ellos mismos en el trabajo, para luego venderlas a un precio mediocre… Ése, crudamente, no sabemos si es el sentido de la vida.

La historia se nos escurre de las manos.

Aceptamos los tratados de libre comercio y, por consecuente, alimentamos la globalización inadecuada. De pronto en una avenida de Manzanillo vemos que ya no hay necesidad de viajar a Estados Unidos para sentirnos en tierra del american way of life: hay establecimientos de comida rápida a discreción y cientos de anuncios en spanglish. Lo que México nos devolvió fueron empleos en esos establecimientos, e inclusive en los super-center precios bajos; lo que no nos dijeron es que iba a ser como el extranjero dijera y que manosearían nuestra esperanza cada vez que quisieran. A esto le llamo ‘democracia repartida’ y no ‘engendrada’ como debería ser.

Quiero decir que nuestra naturaleza es la velocidad. La presión nos impide pensar; por no pensar se han cometido varios errores. Es la falsa tautología del “mientras más pronto, mejor”. Fue Gandhi quien dijo: “hay algo más importante en la vida que acelerarla”. En las ciudades más importantes transitan las personas de arriba para abajo, todas chocan pero nadie se mira. A veces es necesario adoptar el “vive en una ciudad alguna vez, pero múdate antes de que endurezcas”.

Aceptar las frustraciones de otros (desde la perspectiva del peatón) es correr para que los coches pasen sin problemas. Ahí está el detalle. En las taquerías de la capital de Colima: los meseros piensan, o son instruidos así, que el mejor servicio es el que se sirve y se quita rápido; en Tecomán, otro municipio subdesarrollado, los servicios son más lentos: al ritmo del cliente. Pero todo esto se debe a factores determinantes de la cultura.

El milenario filósofo Heráclito nunca imaginó un río como el actual, tan rápido y estacionario, ni Zenón de Elea consentiría reducir la palabra infinito a la pereza mental de nuestros días.

La misma producción cultural de las masas crea esa imposición de rapidez ideológica. Todo indica que la vida es corta y que por eso debemos consumir lo más que podamos.

La hidromedusa Turritopsis nutricola –suponen los científicos– goza de vida eterna: al verse en riesgo de morir, es capaz de revertir su estado de madurez; el ser humano ha querido o necesitado hacer eso, moverse a voluntad en el tiempo. Aunque uno no quiera, pensar en la muerte nos permite concederle más valor a los artificios humanos y, digamos, a la costumbre de lo cotidiano. Si no soportamos la rutina y si no hacemos nada por romperla, podría parecernos tan tedioso vivir en las profundidades de los mares sin una cronología de tiempo mortal, acabable; pero tampoco significa que nos guste que nos cuenten los días.

Ser Dios sería aburrido, eterno, eso decía Borges, si tiene que contar cada grano de arena o de café que se vacía en una taza de agua caliente, al mismo tiempo, infinitamente. Mientras no seamos Dios, de no remediar el tornado de rapidez que existe más allá de nuestro tranquilo hogar, después del monitor, tarde o temprano seremos atropellados por la incapacidad emocional.

San Agustín observó que siempre vivimos en un presente que es el pasado y futuro a la vez; esto nos ayuda comprender a Blas Pascal cuando sentencia sobre la condición del ser humano frente al mundo: de no saber vivir en el presente: de recordar el pasado para negarse el presente o anhelar el futuro para adelantarlo. El hombre sin dios (también llamado Conocimiento general del hombre) del mismo Blas, es la angustia de ese ser ante los dos infinitos: el todo y la nada. No sabemos qué tan rápido se acaba uno e inicia el otro, o si alguna vez han iniciado. No sabemos, incluso, cuándo nos sorprenderá la caca de una paloma para comprender que pudo haber sido peor, quiero decir, pudo haber sido un pato. Honestamente.

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