viernes, 19 de diciembre de 2014

Cuidar la ciudad



por Mario Note Valencia


En una publicación pasada (“Des-abordar la ciudad”) hablé de una experiencia terrible, pero al mismo tiempo catártica, sobre cómo las ciudades pueden librarse, por diversos avatares citadinales, de nosotros.

No es que nosotros seamos inadecuados para la ciudad o que, en un último momento, la ciudad se desprenda por algún reproche de nuestra contingencia solitaria sobre ella. Sostengo la intuición, con mucho embargo, de que sucede porque algo sale mal (cómo saberlo) en nuestro ritual de despedirnos. No hay ritual precisa para la despedida, sólo se abandona por el simple paso.

De la misma manera como cuando pasamos tiempo feliz con nuestras amistades y al final de la noche algún comentario nos deja en malos planes o, en el peor de los casos, adoloridos en nuestra humanidad. La amistad se despide sobria y taciturna esa misma madrugada, un viernes a las tres de la mañana, con la incertidumbre en el rostro de si un sueño nos reparará tan pronto como nos volvamos a necesitar de nuevo. De este dolor humano y asequible en los viajes, me refiero al mismo hecho de cuando las ciudades nos abortan.

El camino para abordar la ciudad (cada ciudad tiene sus claves y acertijos) es naturalmente sinuoso, ambiguo. Si es una satisfacción momentánea poder estar en ella, ser para ella, entonces la ritual de la despedida, siempre intuitiva y solitaria, es imprescindible. No hay viajero que sea el mismo después de haber llorado o sonreído en el fondo de su alma por llegar o por irse, por estacionarse en la periferia, o por haber construido una escalera invisible que lo llevara al corazón urbano.

Como es inevitable la posibilidad de no surcar la ciudad sin ser desabordados por ella, no echemos culpa a nada en específico. Pero reconozco que hay acciones que disminuyen la posibilidad de un aborto: cuidar la ciudad, viajero.

Cuidar, desholgados y sinceros, con el lenguaje de la palabra. El ritual inicia cuando se le invoca a la ciudad por su nombre, y su evocación no es en vano si nuestras labios pueden sostenerla: un amor por la boca. Las ciudades no prometen nada, su deseo en parte se vela en esa espera de ser revisitadas como si se le fundara por vez primera. La ciudad es de quien la visita y puede, sin someter ni sujetar, nombrarla para que venga.

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