por Mario
Note Valencia
En una publicación
pasada (“Des-abordar la ciudad”) hablé de una experiencia terrible, pero al
mismo tiempo catártica, sobre cómo las ciudades pueden librarse, por diversos
avatares citadinales, de nosotros.
No es que nosotros
seamos inadecuados para la ciudad o que, en un último momento, la ciudad se
desprenda por algún reproche de nuestra contingencia solitaria sobre ella. Sostengo
la intuición, con mucho embargo, de que sucede porque algo sale mal (cómo
saberlo) en nuestro ritual de despedirnos. No hay ritual precisa para la
despedida, sólo se abandona por el simple paso.
De la misma manera como
cuando pasamos tiempo feliz con nuestras amistades y al final de la noche algún
comentario nos deja en malos planes o, en el peor de los casos, adoloridos en nuestra
humanidad. La amistad se despide sobria y taciturna esa misma madrugada, un
viernes a las tres de la mañana, con la incertidumbre en el rostro de si un sueño
nos reparará tan pronto como nos volvamos a necesitar de nuevo. De este dolor
humano y asequible en los viajes, me refiero al mismo hecho de cuando las
ciudades nos abortan.
El camino para abordar
la ciudad (cada ciudad tiene sus claves y acertijos) es naturalmente sinuoso, ambiguo.
Si es una satisfacción momentánea poder estar
en ella, ser para ella, entonces la ritual de la despedida, siempre intuitiva y
solitaria, es imprescindible. No hay viajero que sea el mismo después de haber
llorado o sonreído en el fondo de su alma por llegar o por irse, por
estacionarse en la periferia, o por haber construido una escalera invisible que
lo llevara al corazón urbano.
Como es inevitable la
posibilidad de no surcar la ciudad sin ser desabordados por ella, no echemos culpa
a nada en específico. Pero reconozco que hay acciones que disminuyen la
posibilidad de un aborto: cuidar la ciudad, viajero.
Cuidar, desholgados y sinceros,
con el lenguaje de la palabra. El ritual inicia cuando se le invoca a la ciudad
por su nombre, y su evocación no es en vano si nuestras labios pueden
sostenerla: un amor por la boca. Las ciudades no prometen nada, su deseo en
parte se vela en esa espera de ser revisitadas como si se le fundara por vez
primera. La ciudad es de quien la visita y puede, sin someter ni sujetar,
nombrarla para que venga.
u.u
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