por
Mario
Note Valencia
Ahora mismo en Tecomán se libra una
batalla entre distintos grupos de crimen organizado. Silenciosos, invisibles,
se abren fuego individual y orquestado entre ellos para arrancarse el dominio
de la distribución y venta de estupefacientes, y así dejar tranquilos a los
consumidores. El mapa gira en torno a pequeñas máculas que caen como lúgubre
rocío de una floja, fatídica llovizna púrpura. Dicen todos que hay que andarse
con cuidado: la tierra caliente pide sangre; no vaya a ser que en una de ésas a
nosotros mismos se nos escape la vida y la noche eterna cierre nuestros ojos.
El único chaleco antibalas, infalible, es
el de no pertenecer a esos trabajos, así como no ser familiar de ninguna
persona que haya estado dentro del mercado ilícito. Después de muerto el
implicado, los familiares enlutados saben que vale más huir al norte, dejar los
trabajos, cambiar de residencia y nombre. Por otro lado, no formar parte del
conflicto pero compartir el mapa nos deja a merced de la Fortuna que nos puede
poner en la hora y lugar menos indicados. Si durante el día se rompe un plato o
cae la taza del café al suelo sin motivo alguno, considérelo como mal agüero y
no salga de casa.
Ayer fue en un expendio de pollos
rostizados: los hambrientos bajaron de una moto, abrieron su paso entre la
gente, como Moisés al mar, y asesinaron al tendero; hoy, hace unos minutos,
hicieron lo mismo a un kilómetro de donde vivo. La seguridad pública apremia en
cerrar las calles y los zancudos voladores sondean los cielos para averiguar la
fuga de los asesinos. En vano, todos los demás presenciamos la gradual
disminución de las alarmas de los coches rociados de balas y las sirenas de las
ambulancias recogiendo a los heridos; el mecanismo de defensa ante la realidad
nos hace dibujar constelaciones con la suerte de los cartuchos en piso.
Los conflictos de este tipo no son nuevos
ni exclusivos de Tecomán. Hace apenas una semana que se han intensificado. Una
noche, cuando jugaba ajedrez con mi padre, al mover un caballo en L y ponerlo
en su lugar de defensa contra las jugadas avasallantes de mi contrincante, se
escucharon ráfagas de armas de fuego cerca de la casa y apenas nos vimos a los
ojos para disertar que, efectivamente, no habían sido cohetones. Al siguiente día
me enteré del nerviosismo de algunos compañeros del trabajo que aseguraban
habían sido cinco balaceras sincronizadas, con el extraño saldo de un herido e
inútil movilización policiaca. Pero esa noche, contigua a la madrugada
intranquila, mi padre y yo batallábamos sobre el tablero, devaneándonos en
servir a la victoria o a la muerte bella, diferida. Es ahí cuando uno descubre
que esta guerra civil se ha vuelto común y cosa cotidiana.
Los taxistas, como suele suceder frente a
los acontecimientos inauditos, han cambiado su discurso. Semanas antes me
hablaban de sus historias personales, de sueños truncados, esperanzas, de amor
o cómo servían de alcahuetes, sobre las cuales yo los animaba a que me
siguieran contando durante el viaje. Ahora, y la pena es efímera, me hablan de
cómo han visto desaparecer a familiares de compañeros o cómo ellos estuvieron a
punto de estar en medio del fuego. Me hablan y, sin buscarlo, confiesan
delitos.
–Pero si ya sabes que andas en malos pasos
–me platica el taxista– deberías cargar un arma. Así, cuando vayan por ti, te
llevas a otros contigo…
Otro más me confiesa su pudor a la muerte
ajena.
–Me hago pa’trás cada vez que veo un
velorio. Yo no podría dormir tranquilo… No sé cómo ellos pueden matar, así sin
más.
Recuerdo, cuando la ciudad se deprime en
luces amarillas y las calles vacías resbalan en nuestras puertas, el poema de
John Donne en el que el hundimiento de una isla hace perder a todos por igual el
suelo sobre el que caminan.
–La vida ha dejado de valer. Por cincuenta
o mil pesos pueden matarte. Hemos dejado de ser benditos.
Voy al trabajo y me desgarro. El salón de
clases es un simple laboratorio, pero al cabo de unas horas salimos al mundo,
donde la infección es real y flota en el aire, de día y de noche, en que uno ya
no puede caminar a media carretera, como cuando con mis amigos nos salíamos en
la madrugada a espolear la ciudad dormida con nuestros pasos adolescentes. En
la memoria recuerdo a un antiguo amigo con la cabeza iluminada como lámpara incandescente,
entonces superpongo el presente y lo encuentro muerto desde hace ya unas
semanas.
Supongo que el taxista tuvo razón al decir
que dejamos de ser benditos. El cuerpo, único instrumento que nos pertenece,
sumergido en contextos de poderío e intereses individuales pierde su
sacralidad. Somos instrumentos o somos los que mueven la máquina. Mientras el “progreso”
de la modernidad continúa sin retorno, al menos también la necesidad de
resistir a las jornadas de trabajo ha incrementado el número de consumidores de
estupefacientes. Todo se resume al control de los medios de producción y venta.
Así funciona el negocio.
En unas semanas, entradas las vacaciones
de Semana Santa, los conflictos deberán calmarse o el territorio deberá estar
dominado ya por un solo grupo (al menos provisionalmente), porque de ello
depende que los turistas vengan a Tecomán de vacaciones. Se sabe muy bien que
si un lugar está caliente, se entorpece
la distribución y la venta. Así funciona, por ejemplo, en Cancún: los sicarios conducen
a sus víctimas a las afueras de la zona turística para que la gente no se
espante. Estos grupos, como ellos mismos han dicho, saben arreglárselas
solas.
El mundo vuelve a los orígenes: destruirse
y renacer infinitamente. Lo que fue creado en siete días, se termina en uno y el
luto dura otros nueve. El calendario nos enseña que el tiempo discurre y las
cosas vuelven con otro rostro. El fuego de Tecomán se irá y volverá como las
temporadas de lluvia.
Sin embargo, el hábito de volver termina
por entregar un ultimátum. Las culturas han sabido bien, hasta ahora, migrar de
una época a otra, cargando en sus espaldas a sus muertos, construyendo
ciudadelas y rotondas, condominios sobre los cementerios. La Historia, en fin,
se hace y escribe gracias a las guerras.
*
Hay otra historia que también agota y hurta
al Tiempo. Me refiero a la del amor, antídoto contra la violencia. Hay quienes
se buscan para quitarse la vida; hay otros que nos buscamos para inmolarnos en
el presente. En el jardín de la esquina, una mano dispara el arma que arrebata
vidas; en el hotel, a media cuadra, otra mano acaricia el rostro para cuidarlo.
El amor procura y atiende la vida: conducir los cuerpos, mimarlos, vacacionar
en el paraíso. Y, pese a todo, aquí en Tecomán nos aprisiona el conflicto; los
enamorados del mundo nos repelemos, buscamos la oscuridad en los cuerpos que
amamos y aman la vida. Nos sujetamos. Desnudos, en las aguas de la eternidad, nos
olvidamos de la otra muerte.
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