jueves, 3 de marzo de 2016

Del golpe a la caricia (o cómo sobrevivir al crimen organizado)

por Mario Note Valencia


Ahora mismo en Tecomán se libra una batalla entre distintos grupos de crimen organizado. Silenciosos, invisibles, se abren fuego individual y orquestado entre ellos para arrancarse el dominio de la distribución y venta de estupefacientes, y así dejar tranquilos a los consumidores. El mapa gira en torno a pequeñas máculas que caen como lúgubre rocío de una floja, fatídica llovizna púrpura. Dicen todos que hay que andarse con cuidado: la tierra caliente pide sangre; no vaya a ser que en una de ésas a nosotros mismos se nos escape la vida y la noche eterna cierre nuestros ojos.

El único chaleco antibalas, infalible, es el de no pertenecer a esos trabajos, así como no ser familiar de ninguna persona que haya estado dentro del mercado ilícito. Después de muerto el implicado, los familiares enlutados saben que vale más huir al norte, dejar los trabajos, cambiar de residencia y nombre. Por otro lado, no formar parte del conflicto pero compartir el mapa nos deja a merced de la Fortuna que nos puede poner en la hora y lugar menos indicados. Si durante el día se rompe un plato o cae la taza del café al suelo sin motivo alguno, considérelo como mal agüero y no salga de casa.

Ayer fue en un expendio de pollos rostizados: los hambrientos bajaron de una moto, abrieron su paso entre la gente, como Moisés al mar, y asesinaron al tendero; hoy, hace unos minutos, hicieron lo mismo a un kilómetro de donde vivo. La seguridad pública apremia en cerrar las calles y los zancudos voladores sondean los cielos para averiguar la fuga de los asesinos. En vano, todos los demás presenciamos la gradual disminución de las alarmas de los coches rociados de balas y las sirenas de las ambulancias recogiendo a los heridos; el mecanismo de defensa ante la realidad nos hace dibujar constelaciones con la suerte de los cartuchos en piso.

Los conflictos de este tipo no son nuevos ni exclusivos de Tecomán. Hace apenas una semana que se han intensificado. Una noche, cuando jugaba ajedrez con mi padre, al mover un caballo en L y ponerlo en su lugar de defensa contra las jugadas avasallantes de mi contrincante, se escucharon ráfagas de armas de fuego cerca de la casa y apenas nos vimos a los ojos para disertar que, efectivamente, no habían sido cohetones. Al siguiente día me enteré del nerviosismo de algunos compañeros del trabajo que aseguraban habían sido cinco balaceras sincronizadas, con el extraño saldo de un herido e inútil movilización policiaca. Pero esa noche, contigua a la madrugada intranquila, mi padre y yo batallábamos sobre el tablero, devaneándonos en servir a la victoria o a la muerte bella, diferida. Es ahí cuando uno descubre que esta guerra civil se ha vuelto común y cosa cotidiana.

Los taxistas, como suele suceder frente a los acontecimientos inauditos, han cambiado su discurso. Semanas antes me hablaban de sus historias personales, de sueños truncados, esperanzas, de amor o cómo servían de alcahuetes, sobre las cuales yo los animaba a que me siguieran contando durante el viaje. Ahora, y la pena es efímera, me hablan de cómo han visto desaparecer a familiares de compañeros o cómo ellos estuvieron a punto de estar en medio del fuego. Me hablan y, sin buscarlo, confiesan delitos.

–Pero si ya sabes que andas en malos pasos –me platica el taxista– deberías cargar un arma. Así, cuando vayan por ti, te llevas a otros contigo…

Otro más me confiesa su pudor a la muerte ajena.

–Me hago pa’trás cada vez que veo un velorio. Yo no podría dormir tranquilo… No sé cómo ellos pueden matar, así sin más.

Recuerdo, cuando la ciudad se deprime en luces amarillas y las calles vacías resbalan en nuestras puertas, el poema de John Donne en el que el hundimiento de una isla hace perder a todos por igual el suelo sobre el que caminan.  

–La vida ha dejado de valer. Por cincuenta o mil pesos pueden matarte. Hemos dejado de ser benditos.

Voy al trabajo y me desgarro. El salón de clases es un simple laboratorio, pero al cabo de unas horas salimos al mundo, donde la infección es real y flota en el aire, de día y de noche, en que uno ya no puede caminar a media carretera, como cuando con mis amigos nos salíamos en la madrugada a espolear la ciudad dormida con nuestros pasos adolescentes. En la memoria recuerdo a un antiguo amigo con la cabeza iluminada como lámpara incandescente, entonces superpongo el presente y lo encuentro muerto desde hace ya unas semanas.

Supongo que el taxista tuvo razón al decir que dejamos de ser benditos. El cuerpo, único instrumento que nos pertenece, sumergido en contextos de poderío e intereses individuales pierde su sacralidad. Somos instrumentos o somos los que mueven la máquina. Mientras el “progreso” de la modernidad continúa sin retorno, al menos también la necesidad de resistir a las jornadas de trabajo ha incrementado el número de consumidores de estupefacientes. Todo se resume al control de los medios de producción y venta. Así funciona el negocio.

En unas semanas, entradas las vacaciones de Semana Santa, los conflictos deberán calmarse o el territorio deberá estar dominado ya por un solo grupo (al menos provisionalmente), porque de ello depende que los turistas vengan a Tecomán de vacaciones. Se sabe muy bien que si un lugar está caliente, se entorpece la distribución y la venta. Así funciona, por ejemplo, en Cancún: los sicarios conducen a sus víctimas a las afueras de la zona turística para que la gente no se espante. Estos grupos, como ellos mismos han dicho, saben arreglárselas solas.

El mundo vuelve a los orígenes: destruirse y renacer infinitamente. Lo que fue creado en siete días, se termina en uno y el luto dura otros nueve. El calendario nos enseña que el tiempo discurre y las cosas vuelven con otro rostro. El fuego de Tecomán se irá y volverá como las temporadas de lluvia.

Sin embargo, el hábito de volver termina por entregar un ultimátum. Las culturas han sabido bien, hasta ahora, migrar de una época a otra, cargando en sus espaldas a sus muertos, construyendo ciudadelas y rotondas, condominios sobre los cementerios. La Historia, en fin, se hace y escribe gracias a las guerras.

*

Hay otra historia que también agota y hurta al Tiempo. Me refiero a la del amor, antídoto contra la violencia. Hay quienes se buscan para quitarse la vida; hay otros que nos buscamos para inmolarnos en el presente. En el jardín de la esquina, una mano dispara el arma que arrebata vidas; en el hotel, a media cuadra, otra mano acaricia el rostro para cuidarlo. El amor procura y atiende la vida: conducir los cuerpos, mimarlos, vacacionar en el paraíso. Y, pese a todo, aquí en Tecomán nos aprisiona el conflicto; los enamorados del mundo nos repelemos, buscamos la oscuridad en los cuerpos que amamos y aman la vida. Nos sujetamos. Desnudos, en las aguas de la eternidad, nos olvidamos de la otra muerte. 

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