jueves, 26 de enero de 2017

De este lado del muro

por Mario Note Valencia


La llegada de Donald Trump a la Casa Blanca ha despertado todavía más el recelo de la oposición. Lo que alguna vez se pensó imposible ahora es una realidad… incómoda, pues su llegada se vaticinó como el peor de los escenarios posibles. El paso de este presente nos lo dirá todo; no hay oráculo más preciso que el presente mismo.

Sabemos que las políticas de Trump afectarán directamente las relaciones entre sus países aliados (incluyendo México). Sobre cómo afectarán, aún no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que muchos compatriotas indocumentados temen su repatriación a México porque (en realidad) aquí no existen programas gubernamentales que resuelvan el problema de ser enviados de regreso y, como en muchas ocasiones, en plan de desecho social.

La unión capitalista de primeras potencias y países tercermundistas ha cosechado la constante migración de civiles. En el caso de Estados Unidos y América Latina las razones son económicas. Si vemos a Europa: las guerras por el control de regiones africanas y otras orientales más, convocadas por las primeras potencias (tradición que lleva más de cien años desde el Imperialismo), han estimulado la violenta migración de miles de personas, tal y como ha sido el caso de Siria. Los refugiados de Siria no buscan una nueva casa, sino precisamente un abrigo provisional a la guerra que no convocaron ellos.

Tijuana, B. C. (México), se ha convertido en el principal conducto por el cual regresan los latinoamericanos después de ser deportados. Sin tener a dónde ir, viven en los canales de la ciudad esperando una oportunidad para volver a cruzar o, bien, mantenerse al día porque no tienen recursos para volver a su lugar de origen (sureste de México, Guatemala, etc.). Frente a tal escenario, las organizaciones civiles e independientes cumplen su labor de asistencia social recibiendo a cientos de indocumentados en sus comedores todos los días.

La deportación es un problema: los deportados llegan a Tijuana y vuelven a pisar su tierra, pero ésta no se abre como refugio sino como penitencia. No hay trabajo en la ciudad para todos ellos; no hay suficiente ciudad para todos. El instinto por sobrevivir conduce al robo y, por otro lado, al uso de drogas que, a cambio de unos cuantos pesos, les calme el dolor, el hambre y la sed. La heroína, por ejemplo, es de uso común entre los grupos más marginados. Las organizaciones civiles no pueden hacer más que repartir entre ellos jeringas nuevas, comida y condones. Moraleja: alguien tiene que hacer algo por nuestros hermanos porque el gobierno (¡su gobierno!) aún no sabe qué hacer.

Hay quienes se mantienen en la frontera de Tijuana (y en las condiciones precarias ya mencionadas) porque no tienen otro objetivo que regresar a Estados Unidos y volver a ver a su familia que se quedó del otro lado. Hay quienes estuvieron en la cárcel; otros, en cambio, sirvieron al ejército de Estados Unidos, pero que los repatriaron por algún problema legal, sin derecho a réplica o negociar después de servir al país vecino durante muchos años. Así ha sido, incluso, sin Donald Trump en el poder.

En mi viaje a Tijuana (en el 2013) no pude ignorar la cantidad de indocumentados al filo de las carreteras fronterizas. Los recuerdo como sombras encorvadas, flacas y lentas por la cantidad de tierra y grasa que habían acumulado en sus ropas. ¿Cuánto tiempo llevaban así? Sentados en una piedra, bajo un árbol sin hojas, sus cuerpos calientes por el sol de mediodía.

¿El nuevo muro de Trump acabará definitivamente con la esperanza de los deportados? Son presas de la vigilancia policial y de las organizaciones criminales. Presas de los polleros que, estafándolos, los dejan a su suerte en el desierto o los venden a otro grupo criminal en calidad de secuestrados. Presas en su propio país y en el otro. ¿Cuál será el escenario después de que Donald Trump cumpla su palabra?

Recuerdo el famoso adagio que vi pintado en la frontera laminada: “También de este lado hay sueños”.

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