por
Mario
Note Valencia
Hace poco más de un año doña María viajaba
por los alrededores de Veracruz en compañía de su esposo, ahora jubilado. Después
de criar a sus hijos, verlos crecer, madurar, casarse y hacer su vida en otra
parte, vio bien en dar un respiro una vez al año en ese tipo de viajes que
organizan las agencias turísticas de provincia. Excursiones que siempre reparan
en la Ciudad de México y de ahí hacia otros estados de la República. Aunque
ella conocía a detalle la gran Basílica de Guadalupe, todas y cada una de las
iglesias de Cholula, todas las rocas de La Quebrada, en Acapulco, (puntos
comunes de estos viajes turísticos), en esa ocasión, recuerda, visitarían
Veracruz después de conocer la frontera de Guatemala.
Hace más de un año, en octubre de 2015. Eso
me platicaba doña María después de que ambos terminamos de comer en el patio de
su casa bajo la sombra fresca de un almendro. Con la yema de sus dedos acarició
lentamente el borde de su plato redondo de cristal. Cuando llegó al punto donde
reposaba su cuchara de aluminio, se detuvo y guardó silencio, con la mirada de
quien piensa más a fondo o de quien se pregunta cuán extraña es la vida. Absorta
durante unos segundos, segundos que usé para ir del tallo del árbol a las bonitas
marcas que los años han puesto en su frente, me hizo sentir transparente y
fuera de su tiempo. Por experiencia comprendí que deseaba monologar un rato.
Entonces recuerda que había sido en un
restaurante de Xapala, sí, en uno de esos que se llenan de turistas ansiosos
por comer y despistados en que la calidad de la comida corresponda con el
precio. Todos los comensales provenían de Tecomán. En la televisión del
establecimiento transmitían reportes especiales sobre el paso del huracán
Patricia por las costas de Colima. La suerte había querido que todos ellos,
incluyendo a doña María y su esposo, estuvieran lejos de casa para cuando el
fenómeno tocara tierra. Algunos cuantos preferían ignorar las noticias, pues de
algún modo la ansiedad se apoderaba de ellos cuando anunciaban en varias
ocasiones que, acaso, sería el ciclón más poderoso registrado en la historia
del Océano Pacífico.
–Y ya sabes –me decía– nunca falta el que
grita: “¡No te acabes, Tecomán!”. No pasó nada, tú estabas aquí cuando pasó.
Fue más el argüende. Y fíjate –siguió–, ahora se está acabando de verdad, pero por
tanta matazón que hay en las calles.
Cuando lo dijo no pude estar más de acuerdo.
Tecomán es actualmente el municipio más violento del país. Meses antes, cuando
apenas comenzaba a recrudecerse la cifra de asesinatos, me imaginaba cómo sería
vivir según lo contado sobre Ciudad Juárez, por ejemplo, o Tamaulipas. Ahora no
sé si es así como lo imaginé. La cierto es que nos estamos acostumbrando a los
muertos.
Aunque evites leer los periódicos o ver el
noticiario en la televisión, en todas partes donde se reúne la gente siempre
hay una voz que anuncia a quién han matado el día de hoy o a quién andan
buscando todavía. Es imposible evitarlo si el deceso ocurre en tu calle, en los
alrededores de tu manzana o si se trata, tristemente, de alguien que conocías.
Vidas arrancadas. Nadie distingue si el ruido sonoro en el aire proviene de
simples explosiones de cohetones o detonaciones de armas largas.
Mucha muerte involucrada con el crimen
organizado no se cuenta ni se suma a las estadísticas. Parece que todos la
merecían al estilo de quien la hace la
paga o porque, como dicen, ya debía
otras vidas. En esas reflexiones estaba doña María cuando llamaron a la
puerta de su casa. Se trataba de otra señora mayor, vecina suya (quien, a
propósito, ha perdido dos nietos de mi edad en un mismo mes). Sólo fue a
preguntarle si asistiría más tarde al velorio en la casa de otra vecina que
tienen en común:
–Acaba de llegar de la SEMEFO. Una de sus
hijas vino a avisarme. Que reconoció el cuerpo de su hijo por un tatuaje de su
espalda. Que le dejaron la cara desfigurada y que también…
Vidas arrancadas. Doña María la interrumpe
y le contesta que más tarde le avisa. Luego regresa a la mesa y me dice que ya
está cansada. Noto su pesar en los ojos. Un muro de desánimo. ¿Cansada de qué? –le
pregunto. Cansada de esto: no termina un novenario cuando ya hubo otro
desgraciado que perdió la vida. Tan es así que si en una misma calle coinciden
dos velorios, los familiares en luto se ponen de acuerdo para no chocar en
horarios y permitir que los vecinos asistan a todos los novenarios posibles.
–Es que hay que apoyar, hay que estar
presente –me contesta–, como luego una espera que respondan cuando, Dios no lo
quiera, pase algo y tengan que venir a mi casa para velar a alguien.
Su visión me hace guardar silencio. La
vida cotidiana en Tecomán sigue su curso, a pesar de todo. Disfruto con doña
María una tarde agradable de sobremesa y a la vez extraña por los temas que ha
tocado. Quienes aquí vivimos ya nos hicimos a la idea. Rezar ya no sirve, Dios
no responde. No opera el no buscar donde no debes. Igual muere gente inocente.
La sangre es regada en cualquier parte y a cualquier hora del día. Pero a vista
de turista: “aquí no pasa nada”. Aunque la gente no tenga miedo, se comporta
como el recluso al que le permiten salir al patio de recreo pero vuelve a su
jaula cuando cierra la noche.
Te vuelvo a oír, Jiménez, cantar que la
vida no vale nada. Los muertos aparecen en los campos donde juegan los niños.
Aunque no todos están de luto, la Navidad pasada ha sido de las más apagadas
que he visto. No hay mucho qué festejar, al menos en los barrios donde me muevo
y vivo. ¿Hasta cuándo viviré? ¿Me tocará ser una de esas… vidas arrancadas? ¿De
qué hablarán mis sobrinos cuando sean mayores y recuerden con nostalgia las
navidades del pasado?
Me hundo en las reflexiones. Miro a doña
María sonreír al decirme “¿qué le vamos a hacer?”. Y suspira. Yo le respondo
con una sonrisa. Me gusta cuando sonríe. Recorro con la yema de mis dedos su
cabello lacio y corto. En esa proximidad le pregunto:
–¿Te sirvo más agua, mamá?
* * *
Nota: Sólo he querido dejar una chispa,
una visión general, de cómo la difícil situación de mi municipio ha invadido
las esferas de comunicación humana más íntimas. Me hubiera gustado nunca
haberlo escrito por razones obvias. A cualquiera que tenga un poco de amor por
la vida le hubiera gustado vivir en un lugar libre de violencia o que, al
menos, no hubiéramos llegado a este punto. Cada muerto al que he hecho alusión
no es producto de la ficción; lo triste es que son reales y ocurridas en las
circunstancias que he contado. La realidad es ésta. Ojalá pronto pase y mi
texto pierda vigencia.
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