por Mario
Note Valencia
Existen, como todo,
distintos tipos de lectores. Existen los que se vanaglorian de que leen. Todos pueden leer una tesis
filosófica pero algunos cuantos pueden abordarla adecuadamente, ni siquiera por
un determinado bagaje de información, sino porque se encuentran (y se han
preparado para eso) en la situación propicia para que el conocimiento se
revele.
Podemos decir que se aborda una obra en el momento en que
hay un choque de sentido estético y, sobre todo, adosado a su propia lógica.
Aquí nuestra personalidad trabaja y con justa razón puede pronunciar que ha
abordado, como navío en altamar, una obra.
“Leer” es un verbo que
puede desorientar mucho a nuestros pensadores antecesores, pues “leer” en bocafloja desilusionaría a muchos en la
intimidad. Decir “abordé una obra” no significa, por supuesto, que ya se tiene
una conclusión de la lectura o que ya ha finalizado.
Lo más curioso de quien
se vanagloria con tantas y tantas lecturas bajo la lengua, se deja ver cuando
nos enteramos, sin querer, de la torpeza con que este lector se enreda en las cuestiones
básicas de fonética. La simple falta de pronunciación de una pregunta o un
énfasis escrito, tal y como el mundo cotidiano nos enseña, nos hace sospechar si
acaso todo el libro leído (por este lector diletante) ha sido abordado ni
siquiera en su 10 por ciento.
Quien (además de jactarse
lector profesional) transcribe a la oralidad el complejo lingüístico de las
letras con la deficiencia de desconocer, por ejemplo, en qué sílaba recae la
entonación de las palabras, se le puede estimar ridículo porque a nuestros ojos
este peculiar personaje no aborda las
obras, sino que se desvive inútilmente por leer y comprenderlo todo de manera
llana.
Tantas lecturas bajo la
lengua tiradas a la basura. En cuántas lagunas, espacios oscuros, no ha de
estar divagando en honor al sofisma natural este espíritu pretencioso. Tal
venganza se revela frente nuestra mirada cotidiana y sin esfuerzo. Uno puede
ofrecerle una lectura que tuviera juegos del lenguaje (quizá Cabrera Infante) y
éste tratará de abordar la novela en un océano de oscuridades ofrecidas por su no
dedicación a la reflexión básica, elemental, sobre la lengua. Así sucede con
los lectores diletantes de Julio Cortázar.
A estos personajes hay
que ofrecerles libros de breve enseñanza a la ortografía (por cierto, también
hay indeseables correctores diletantes) con una que otra asesoría, teniendo la
gentileza de no revelarle la torpeza de la que era víctima. Cuando el instruido
pueda hacer una tesis completa sobre cuál es la diferencia metafísica y física
entre círculo, circulo y circuló,
entonces podrá dar la vuelta a su pasado espantoso; quizá podrá reírse incluso
de sí mismo, que es mucho mejor y terapéutico.
Pero si no toman el
camino de su salvación, a estos pretenciosos no se les ofrezca poesía. Sería
ridículo que sabiendo la deficiencia alimentemos la distancia a la redención.
Un lector que no es lector, podrá decir que lee poesía. Quien deje ver en su
lectura oral y su escritura la automática e inadecuada reflexión sobre el
lenguaje que se olvide, mientras tanto y por el bien de todos, de la
literatura.
Este lector ciego junto
con sus camaradas (otros lectores ciegos) se recomendarán literatura traducida
y en reuniones fortuitas concordarán en que su lengua materna no le es posible
convertirse –declaración fuerte– en literatura; de ahí que engendren un desprecio
por los escritores de su lengua. Sin duda (y por ellos no siento nada) están
muy lejos de experimentar las posibilidades del lenguaje.
Catastrófico sería escuchar
de ellos algunas lecturas de escritores ingeniosos en el uso de los signos,
como en el caso de José Saramago. Por fortuna, ellos sólo existen para el
consumo de ediciones pobres en el cuidado de las obras. De ellos es el reino de
los profesionistas en literatura.
En toda esta reflexión
comparto mi desaprobación a estos lectores diletantes, por si alguien en la
calle se los encuentra y no sabe cómo sobrellevar el convivio. No son lectores
sinceros, buscan cantidad y no calidad de la lectura tanto del libro como de
quien lo lee (aunque nunca lo acepten), incluso en sus manos el libro se vuelve
fetiche. Hago hincapié en estos puntos porque son los lectores que complican
nuestro camino al conocimiento de más personas que, con un solo libro leído en
su vida, han revelado más detalles auténticos. Abur a esos lectores.
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