miércoles, 24 de septiembre de 2014

Desagravio al suicidio

por Mario Note Valencia


De acuerdo con la física moderna lo único inamovible es lo completamente muerto; de acuerdo con la antropología es el ser humano que al verse morir existe. Dijo Jaime Sabines que uno muere un poco cada día desde que nace, también aseguró que el acto amoroso es “matarse el uno al otro”. La continuidad de las cosas, su futura abyección a lo acabable, lo finito, se despliega en formas cromáticas asociadas al sentimiento de las ruinas. La flora universal crece repetida en fractales, su arquitectura crecida en genealogías, familias y subfamilias, primeras y últimas. Fractal: la fractura general de nuestro consenso es la extensión sobre la muerte, lo que aparentemente acaba en ecos: nosotros mismos somos las paredes de ese antiguo dolmen donde se refleja el eco hasta que éste escapa.

La muerte es una fuerza creadora, pero la muerte voluntaria es la que crea y destruye esporádicamente. El suicido es la situación acabada, imprevisible en sus ecos, todavía más extraña. La muerte une, desata, corrompe y resuelve. En cualquier caso persiste el encabalgamiento de una pena del Otro que somos Nosotros mismos; aquí atraviesa la aseveración de John Donne: “No preguntes por quién doblan las campanas, las campanas doblan por ti”.

Hubo suicidas (qué manera despectiva de llamarlos) milenarios, a los que su muerte entra en el ámbito del sacrificio. En el pueblo mesoamericano, los dioses dieron su sangre para renovar el mundo, excepto Xólotl, quien infundado por el miedo a la muerte, se escabulló en la tierra de los mortales hasta que alguien más, sobre el agua, le dio muerte. El desprecio por la vida del Otro, dice Roger Bartra, es un acto más del miedo a la muerte propia.

México se tiñe todavía de creencias fútiles dirigidas por la Cultura Oficial, argumentando que desde siempre los mexicanos tendemos a reírnos de la muerte, ya que “si la vida no tiene sentido, la muerte tampoco”. Es esta misma pobre idea que puede opacar a la comprensión de la muerte voluntaria. La muerte voluntaria no entraría entonces en los casos de suicidio común.

Pero sí hay, por qué no decirlo, los suicidios alienados. Recordemos al sociólogo francés Durkheim que realizó quizá el primer estudio sobre el suicidio a inicios del siglo XX. Comprendió que la cultura del supuesto progreso moderno no incluía la vida de todas las personas y, por lo tanto, las alienaba hasta extinguirlas. La angustia de ir al cambio o al ritmo de la cultura oficial desemboca en actos físicos cuantificables. Algo hay en el suicidio y no un supuesto acto de hastío contra el mundo ni mucho menos un sinsentido de la vida. ¿Acaso no Blas Pascal y Albert Eistein sintieron el terrible silencio de la eternidad en el rostro?

En la esfera de las muertes conocidas, hay un sesgo sobre la perspectiva de la muerte dolida, quiero decir, de la supuesta muerte infundada por el hastío de lo vivo. Desde esta perspectiva no se contemplan las otras muertes de la balanza polifacética, la del suicidio que se comprende, la que no se apoya ni se reprime. ¿Cómo entender la muerte de quien abogaba por la vida? Incluso van Gogh entra en este tipo de muerte, no precisamente una muerte por el hastío.

Me adentro a las impresiones de los libros como un paseo en la ciudad, el volumen cartográfico de palabras me dan sentido de esa topografía del suicidio, la de las muertes comunicables, el arranque de sueño para entrar al otro gran sueño que al menos aquí no se conoce. En las obras veo sobre todo personas y miradas, espejos, rubores y soledades. Si hay algo de oquedad en la estructura narrativa o si hay eso que los suicidas alcanzan a llamar el instante de la voluntad y del silencio, la nombro.

La voluntad del silencio, el punto cardinal centrífugo y quintaesencia, el rellano de la palabra, el descansillo perverso de la humanidad, la nostalgia, diría Villaurrutia, de la muerte, melancolía feliz y gozable.

Durante un paseo fortuito, cuando me adentro a los edificios lo primero que noto quizá es el juego de las sombras, el juego inmediato cuando los objetos aparecen y desaparecen con el continuo andar de la luz, las fuentes verticales por donde se deja pasar a las luminarias naturales, y pienso que, como todo, como un producto cultural, alguna creencia actual o abolenga se respira desde el fondo.

El suicidio es el andamio puesto sobre el suelo, la posible caída vertical, la tensión de la flama lúcida, el ensueño de la decoración mortífera. Alguna contradicción provoca echar una mirada sobre la boca del río lanzada al océano, profundo, suave, azul, salino, grávido. Hay quienes coleccionan jardines, sueños, formas, temas y en esta ocasión podemos armar la colección de suicidios, cuyo estímulo radicará en una relectura de lo que aparentemente pasa por el sinsentido de la vida. 

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