lunes, 21 de diciembre de 2015

Galimatías para acabar con la navidad

por Mario Note Valencia


Me gusta la época decembrina para que pinte como una farsa. Después de la natividad llega pronto el Año Nuevo, y esto ya es demasiado, considerando que una fiesta ampulosa sobrevive en la memoria a expensas de una gutural distancia entre uno y otro festejo, bien o mal vividos. No advertiría esto si no fuera porque afecta directamente en el sistema socioeconómico de la ciudad; al siguiente día los videoclubs están cerrados o la pequeña fonda de confianza no abre sino hasta que pase el rigor y jugo de las bacanales. No así los cines y los casinos, cuya regulación sobre derechos y obligaciones de estos lugares de entretenimiento estipula que días feriados deben laborar en horario común. Haga usted la prueba y saque su billetera.

En el lugar donde vivo es así de claro y directo. Es difícil vivir en una pequeña sociedad unilateral, porque entonces los prejuicios resortean sobre un mismo eje: las pequeñas cocinas económicas se atienen a la vigilia de Semana Santa y no ofrecen sino tortas de camarón en caldo o rudimentarios tacos de pescado que sólo saben hacer bien en el puerto del pez vela. Aquí no, en Tecomán, con excepción del pescado zarandeado cuya receta muy celosamente guardan las cocineras de las enramadas y restoranes del balneario.

Noticias de prostíbulo llegan a mi mente ociosa, tratando de refugiarse en el mar de ruidos inoportunos de mi provincia, pueblo o como sea que se le llame a este híbrido urbano hecho de calles polvorientas y olor a copal cítrico. Leo la noticia, en un periódico invisible que compré en la tienda de ningún lugar, que Papá Noel ha sido aprehendido por la Policía Estatal tras una denuncia de activistas frente a la Comisión de Derechos Humanos. Se le acusa de haber abusado laboralmente de los enanos, quienes, con presteza, fabrican los juguetes para los niños que se han portado bien durante el año. Cosa curiosa es que sólo Santa Claus haga caso a los hijos de consumidores capitalistas o católicos mitómanos, que para el caso es lo mismo.

Como nací en una casa católica recibí un pequeño carbón al primer año en que empecé a dudar de un dios omnipotente, y cambié mi asombro de un hombre que resucitaba al tercer día por la fascinación de una diosa, Afrodita, que se ensartaba alegre aun con los mortales. ¿Por qué no nací en tiempos grecorromanos? Como sea, de esa manera fui enviado al catecismo impartido por viejas aburridas que se llenaban la boca asustándonos con cuentos sobre el limbo y el infierno, la báscula en el juicio de nuestra muerte que valuaría el tiempo de pena en el Averno y un itinerario de castigos increíbles, como sacado de un libro de Superación Personal para Estoicos.

Mi pasión desbordada por ser un incipiente legionario de Cristo se volvió locura cuando creí que debíamos ponerle velas a Benito Juárez; es de fácil adivinación saber que me gané sin mucho esfuerzo la etiqueta de blasfemo. Pero las cosas han cambiado, pues hoy veo que la enseñanza religiosa es un negocio redondo y grande, como Dios, y que las autoridades eclesiásticas se preocupan ahora por la imagen y la mercadotecnia: las nuevas catequistas son muchachas guapas y jóvenes, y los sacerdotes son más liberales y pedófilos… ¡Oh, por Deus, que los alejen del niño Jesús!

Que nos guarden y nos cuiden los nacimientos de heno y figuritas de proporciones descomunales. Mi madre solía poner cada diciembre el nacimiento en el patio de la casa, con esmero de mujer prendida de la fe y la esperanza. Aunque yo sólo ayudara a colocar los corderos en una diminuta parcela guiados por su pastorcito petrificado, siempre me pareció abominable que el niño Jesús fuera más grande que José y María, y apenas cupiera en el pesebre hecho de palitos. Nunca me supieron explicar por qué siempre tenía que acechar en las alturas, o escondido, un diablito del tamaño de un pecado (no como la ley matrimonial que dicta: el tamaño del regalo a la pareja es proporcional al tamaño del adulterio cometido). No lo entendí, o me convino creer que entendí, hasta que vi pastorelas, esas representaciones teatrales que terminan en pitorreo público gracias a que el diablito hace de comediante entre tanta aburrición clerical.

Lo más interesante en la vida de Cristo son los episodios de ira, el aislamiento o la crucifixión, y no necesariamente el nacimiento, por más que se haya tomado como el año 1 para contabilizar la historia de Occidente. Pero en mis delirios infantiles observaba el nacimiento en tardes ventosas y solitarias de diciembre. Atestigüé cómo corrían presurosos los pastores, cómo los tres magos seguían una estrella por el desierto de aserrín. Ahora sólo me queda la cuenta del carbón de mis navidades, suficiente para preparar una carne asada, acompañado de personas de confianza a las que no les interese más que conversar y esperar al siguiente día, empiernados, el bendito recalentado.

A los seis o siete años sospeché de las intermitencias de Papá Noel. Lo sospeché porque aquí no cae nieve, no hay osos polares que beban Coca-Cola y ninguna casa que cuente con chimenea. Excepto, eso sí, la casa lejana de la abuela, cuyos primeros recuerdos los guardo con cierto agrado y nostalgia. Si me acuerdo de mi abuela, sobrevuelan mis sueños en imágenes de una casa enorme, fresca, dos plantas, perdida entre las zonas conurbadas y pastosas de Guadalajara. Hacía mucho frío en su casa, y durante las fiestas de diciembre la calle era poblada por los vecinos que invitaban a quebrar la piñata, siempre rebosante de dulces, cañas y mandarinas. Mis padres, con humildes regalos, remediaron el hecho de que Santa Claus fuera inconstante o no pasara, como dios, por los parajes trasquilados de mi provincia. En más de una ocasión mi hermano mayor descubrió el lugar donde pernoctaban los regalos comprados por mis padres, y sin embargo eso no escindía la emoción de verlos sobre mi zapato en el amanecer del día 25.

Era un gusto y triunfo visitar la casa de mi abuela. Toda mi familia tenía que ir al corte de limón y después, ahorrado el dinero, viajar doce horas, lo que dura la noche redonda, en el extinto ferrocarril pasajero. Todavía recuerdo recargar mi cabeza en la ventanilla, afuera un azul profundo, morros oscuros y cerros iluminados por el claro de la luna; esto lo imagino acompasado al sonido de las ruedas sobre los rieles como incansable máquina de escribir, solitaria, en un pasillo abovedado. Las vías férreas que me vieron viajar, de Tecomán a Guadalajara, hoy ya sólo transporta minerales e indocumentados.

Algunos indocumentados que vienen de Centroamérica se han establecido en los perímetros de mi provincia, como si el sueño americano hubiera tropezado a medio camino. Me gustaría que no sólo esta Noche Buena sea “buena” para quienes tenemos dónde caernos muertos. ¿Y los que no tienen casa y comida? Pues los que vivimos como lobos esteparios podemos sobrevivir sin abrazos durante mucho tiempo, la cueva y las tundras son demasiadas cálidas para nosotros, pero los hay quienes transitan por ahí como almas que no tienen ni para una pena; es más triste si, por ejemplo, no tienen muerto a quién llorarle o ponerle velas.

Sólo para quienes nos ha costado saber cuánto vale un garrafón de agua, pensamos dos veces en qué gastar la quincena o el aguinaldo. Desde no hace mucho, cada vez que observo una escena de hambruna en las películas, me duele la humanidad hasta lo más recóndito y hago una mueca de desagrado. Para sobrevivir a tribulaciones al respecto fuera de casa, por suerte tuve una educación hogareña que consistía en atenernos a lo que hubiera ni preguntar qué era lo que íbamos a comer; de mi padre sólo sé decir que no sé cómo le hizo para no dejarnos sin comer ningún día, o mi madre que estiraba el dinero para toda la semana. Nunca faltó, durante mi infancia, una olla de frijoles y tacos de, cuando no sal, queso.

He pensado en una manera de festejar, con ciertos consumibles y simbolitos, las fiestas que van de noviembre a enero: en un pan de muerto pongo dentro figuritas de niños, hechos de azúcar y calavera, para partirla en doce, la madrugada de Año Nuevo. Así de sencillo. A quien le toque niño, que ponga la capirotada el 10 de mayo. Con un pan bien elaborado puedo reventarme una multitudinaria caterva de impresiones que mezcle las distintas fechas para justificar el gasto por el gusto (y no al revés).


Éste y otros motivos me dan la pinta para una farsa: pequeña obra de teatro cuyo fin es ridiculizar lo grotesco de los comportamientos humanos. Como la pastorela, este género me parece ingenioso y divertido, mucho más que las diatribas entre parejas y solteros, y uno que otro sancho volador (ustedes saben, queridos renos), poblando de bullicio los aparadores del centro comercial, la misma algarabía de la que huyo formulándome noticias de cantina. Si hay posibilidad de reír, me gusta; si hay posibilidad de recalentado, mucho mejor, pero de eso hablaré en otra ocasión. Felices fiestas patrias.

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