martes, 22 de diciembre de 2015

El amor es un mal negocio

por Mario Note Valencia


Tengo 24 años y puedo decir que alguna vez me he enamorado. No es la gran cosa, pero la noticia, si se reflexiona, invita a pensar en la necesidad que tenemos los humanos, algunas veces, de creer en eso que llamamos continuidad de la especie. Continuidad, ya se sabe, ilusoria, pues engendrar no es perpetuarnos, pero cuando hacemos el amor lo demás ya está dicho: fingir que nos prolongamos, mujer, como para mirarte luminosa entre las vetas oscuras de la habitación que nos refugia. Sin embargo, cuando no estamos en la cópula instantánea, lo demás es una suerte de errancia distendida en la búsqueda por el encuentro, la concordancia, la confluencia de explicaciones quijotescas sobre las que ponemos voluntad al universo y sus conspiraciones.

En tu espalda encontré, alineada, una constelación hecha de lunares, supe entonces que estaba destinado a dar fuego, por aquello de que sagitario es pura sombra de aire y cenizas. No sé qué animal soy en el horóscopo chino, pero supongo que debería ser una especie de sincretismo entre hombre y animal, como los sátiros de la antigua Grecia. En la cosmogonía nahua busqué mi dirección y di con que soy ollín, es decir, movimiento. Ni esto ni lo otro ayudan tanto si en el amor auténtico por los viajes se olvidan manuales y conjeturas.

De un viaje a otro, creo que ya lo he dicho en otras conversaciones, me dedico a reconocer los síntomas de las ciudades que visito. Hay señales que la ciudad nos coloca en el camino y basta con tener suficiente amor y delirio para advertirlas, dormir y amanecer con ellas. A veces puedo sostener una ciudad en los últimos momentos, o una estancia de tres semanas me descubre como el habitante de un amor inconmensurable y vagabundo. Sólo este amor por las ciudades disemina los límites especificados en el Kama Sutra, en la que una mujer vaca no podría vivir satisfecha con un hombre galgo, corredor.   

Somos insuficientes para las ciudades, como para aquella que Italo Calvino describió y que atosigaba a los viajeros atolondrados, volviéndolos esclavos de su belleza. Sospecho que uno de los dolores de los enamorados consiste en reconocer que no somos los primeros en explorar ni que los demás están libres de indulgencias del pasado; pero ante ello surge una vaina reveladora: puedes volver a fundar, renombrar las calles, hacerlas tuyas, ganarlas y perderlas. Una vez, mientras paseaba con la noche sobre mis hombros, la Ciudad me dijo al oído: “No intentes sujetar las calles”. Entonces la perdí, naturalmente.

Creo que el amor consiste en la correspondencia, una suerte de serendipia más que una insistencia por querer y que te quieran. De esa manera el amor no sólo es filial a las personas, sino a los objetos mismos (sin contar el fetiche) y a las escenas inauditas de la vida cotidiana. Me puedo enamorar de un evento del cual fui testigo o partícipe, así como de un hábito, como viajar, que renueve mi estadía en el mundo. Me puedo enamorar de tu manera como desayunas todos los días, o de tu asombro sobre cosas a las que nadie más, en mi camino, he visto nombrar a tu manera.

Cotejo, ahora, algunas visiones cotidianas sobre el amor con las que no estoy de acuerdo:

a) Del odio al amor hay un paso. Supongo que quienes la dicen no odian de verdad o nunca se han enamorado en serio, porque si no: ¡cuántos amores he dejado ir! (Risas). Hay quienes perdonan pero no olvidan; a lo mejor, como contaba un comediante, me pasa al revés: odio a ciertas personas, pero no me acuerdo por qué.

b) Déjalo ir. Si regresa es tuyo; si no, nunca lo fue. Qué ocio de andar indagando en donde no hay nada que hacer. Si se fue, se fue. No hay ciencia. Si regresa, le gustó cómo cocinas.

c) El primer amor es siempre el verdadero. Qué visión tan reducida: la madre naturaleza nos perdone por encontrar después amores falsos. En dado caso, esto sólo se lo creo a Dante Alighieri.

ch) La “ch” no es una letra, no te hagas ilusiones.

d) El amor duele. No, definitivamente no, porque entonces no es amor ni mucho menos. Lo que duele es creerse un mártir y darse cuenta de que esa actitud, por lo demás fastidiosa, al final no sirve de nada.

e) Las peleas entre parejas son normales, son parte de la madurez de la relación. ¿Entonces el amor, como con Cristo, evoluciona a base de sufrimiento? (A la Madre Teresa le gusta esto).

 f) Si te ama de verdad, va a aceptarte con todo y tus defectos. Bueno, entonces busca una persona lo suficientemente estúpida. (Véase: Supuestos defectos de la personalidad).

g) Recordar experiencias pasadas. Además de ser un mal gusto, denota la insania psicológica de quien tiende a suponer que como le fue le irá. Qué egocentrismo. Nietzsche habló al respecto: de un amor a otro sólo sobreviven unas pequeñas ramitas, nada más.

h) Fidelidad. Sobre esto podría surgir un texto independiente, sólo adelantaré (si llego a escribirlo) que la fidelidad está asociada con el enorme deseo que tenemos por una persona. Por ejemplo, si me encantas, no me gustaría perder el tiempo buscando a alguien más. Esto, a menos que sea Florentino Ariza, de El amor en los tiempos del cólera, en la que para sobrevivir más de 50 años de espera, tuvo que verse en el ir y venir de amores carnales y fugitivos.

La espera y la paciencia son ahora, entre tanta rapidez abominable, aptitudes valiosísimas. Sólo un enamorado sabe esperar hasta que el deseo desaparece. Cuando se va el deseo, no hay nada que hacer. Ocurre por dos motivos: por simple fugacidad o por no haber cuidado la renovación del deseo. El deseo, alimento del amor auténtico, puede durar una hora, un día, una semana, un mes, diez años… No se le puede obligar al Otro a que nos desee, o que permita que su amor se transfigure sin nosotros. No hay normas ni leyes, es un juego; el amor es un accidente.

Por otro lado, es también válido confesar “estoy enamorado(a)”. Sólo quien esté enamorado que arroje la primera señal, de una serie de hábitos increíbles: comer a gusto, sonreír a fondo, cuidarse mucho o ver con estoicismo las inclemencias del trabajo y de los días. Traigo, a propósito de escopeta, una visión que hace sufrir a los más susceptibles:

i) No es posible que puedas cambiar el amor que sentías por mí de la noche a la mañana. Tengo una noticia: así como aparece el deseo, se va (si es que se va). No intentes sujetar las calles, me lo ha dicho una ciudad.

Disfruta el momento: así la búsqueda, el riesgo y la espera. Hay que estar a la altura de las circunstancias. Necesitamos más locos enamorados que pueblen las calles de la ciudad. Incluso, sólo plantaría un árbol (o dos) porque sé que los enamorados buscan la oscuridad y la sombra. A los enamorados les pertenece el mundo, el derecho de procrear y vivir la ilusión de la continuidad. No hay que interrumpirlos, dejemos que se vayan y se escondan, se chupen y se muerdan o, como Sabines, “se maten el uno al otro”.

Hay cada tipo de amor y de loco. Me casé con la literatura hace muy poco tiempo; es un amor que comparto y se lleva bien con mi amor por las ciudades y los cuerpos. Todos los días me exige ser un buen lector, como un buen viajero. La llevo en mi mochila de viaje, me acompaña y la siento en mis sueños. Ella me abrazó y me dejó llorar tendido, al contarle del dolor que sentí por aquello que la Ciudad me musitó al oído, paseando con la noche sobre mis hombros, tu recuerdo en mi cabeza. Por ese motivo guardo en el amor, como en los negocios, la enseñanza que aprendí de Groucho Marx cuando fue increpado por cobrar un servicio: “Señor, yo no trabajo por amor al arte; una vez me enamoré y fue un mal negocio”. (Risas).



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