por Mario Note Valencia
Todo cabe en un lugar sabiéndolo acomodar.
La ida y venida de los años pueden resumirse en este dicho. El emporio laminado
del hogar que encarna esta sentencia es, sin duda, el horno de la estufa, pues
ahí van a parar los trastes y cazuelas que en mucho tiempo no se usan o sólo se
buscan cuando existe un motivo execrable, como la fiesta de Año Nuevo.
Doce uvas no bastan para eximir el sabor aguardentoso
que significa vivir a contracorriente. Aunque no haya mal que por bien no venga,
si usted piensa despertarme a bofetadas, prefiero estar un poco más ausente de
la vigilia. Tenga en cuenta que allá, en la vigilia, la gente es más rara en
comparación con los monstruos que me formulo durante el sueño. Cuando la vida
no es un garito, es apenas un carnaval de caricaturas y cuasimodos.
¿A qué hora empiezan a repartir la comida?
Ya va haciendo hambre. En cualquier fiesta la comida es free, es decir “libre y gratis”. Los europeos nos dieron gratis la
cuenta del Año Nuevo occidental, accidentado. Los tenderos nos regalan nuevos
calendarios con fotografías de muchachas en bikini recargadas en coches último
modelo o paisajes naturales exentos de mezquindad humana.
Existen las agotantes discrepancias entre
lo que debe sujetarse antes de que culmine el año, como la vida, o lo que debe
irse, como las amistades parasitarias; si usted es una pulga, no se preocupe,
puede buscar vida en otros perros. Año Nuevo, vida nueva –dijo un recién
nacido.
La víspera del Año Nuevo es como la
envoltura de un regalo: no sirven más que para hacer drama. Los regalos que más
me llaman la atención (y me inyectan ansiedad) son los globos inflados de helio;
piense en esto: son completamente ornamentales, pero no tienen la bondad de los
lapiceros; no se comen, no se mastican ni se escupen; hay una preocupación
latente de que el globo se desinfle a destiempo o que al primer descuido se fugue por el aire. No hay
nada más triste que los regalos vuelen sobre nosotros como nimbándonos de
trivialidad.
El año viejo tampoco se escupe ni se tira,
a lo mucho alguien saca un arma y le dispara doce veces. ¡Qué manera de despedirlo!
Por otro lado, las balas perdidas no se buscan, pero bien se sabe que regresan
a la tierra. Hágase a un lado. Como diría Mr. Raveli a Groucho: ¡Dios, que mi padre siempre fue una bala perdida!
Conozco personas que bien podrían
apuntarme al pecho porque no creo en las supercherías de “los ciclos de la vida”
(y aquí que, en plena fiesta de Año Nuevo, creamos estar entre tanto cerrajero metafísico).
Sólo hay alguien al que le creo hablar de “ciclos” (que comienzan o terminan).
Se trata del chofer del microbús urbano. Ya quisieran muchas amigas casarse con
un chofer de los que hablo: es fiel a una ruta y no anda de amoroso con otras
calles.
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