sábado, 26 de diciembre de 2015

¿Por qué nos gusta el recalentado?

por Mario Note Valencia


Me gustan las temporadas de fiestas porque después de acababa una al día siguiente suele darse el tradicional y no oficial recalentado. Me pregunto, desde lo más recóndito y eximio de mi ser,  ¿existe ya el Día del Recalentado? Sobre este gusto gastronómico sólo cuento con lacónicas impresiones, pero incontables experiencias al respecto, de enero a diciembre (y también de regreso), todos los años, sobre las cuales devaneo un poco para saber por qué reflexiono acerca de texturas y sabores justo cuando meriendo y preparo, o me reclino para ver pasar el tiempo, asomándose por la ventana, después de acabado mi platillo.

Para el ritual es necesario vivir la fiesta, génesis del recalentado; del mismo modo, y acabada la cena, se puede pernoctar en la misma casa o salón donde se llevó a cabo el festín. Durante las dos primeras horas del alba, el iniciado en el ritual puede ponerse de pie y caminar a la cocina, sin otra encomienda que esperar a los demás comensales y a que el fuego haga lo suyo en la comida que quedó de la noche pasada.

Sería hablar de más, pero de una vez es necesario aclarar las condiciones básicas para que suceda: la comida en primer lugar debe ser rica, abundante y contar con esa gracia de que si se recalienta sabe mucho mejor que recién preparada. Lugares para el ritual: el patio, la cocina, en un cuchitril de una apretada ciudad o en el comedor principal de un rancho abierto. Los invitados pueden ser los mismos, o los que llegan recién florida la mañana, a buena hora, con el único fin de platicar y desayunar juntos.

Si se desea una conversación, la plática puede girar en torno a las cosas de la vida, al sentido o sinsentido que queramos darle, a la explicación y predicción del clima, las cabañuelas y el estío, o alguna que otra conjetura sobre la eternidad del cangrejo, en fin, conversaciones que no constriñan el ambiente, sino que, por el simple hecho de excitar la mandíbula, relaje los músculos, ablande el corazón. En Annie Hall de Woody Allen, el protagonista avisa a su acompañante, mientras recorren las calles centrales de Manhattan, que será mejor darse su primer beso antes de la cena en el restaurante para no infligir, por la ansiedad, la ingesta común de la comida.

Cierto gusto agregado al recalentado radica en que es síntoma visible y vivo de la abundancia. Algo bien dijo mi padre, con respecto al dinero y la comida: “es mejor que siempre sobre a que falte”. En el recalentado las sobras nunca fueron tan esperadas, aquí no hay plato de segunda mesa, sino más bien la oportunidad de repetir el gusto con el asombro de quien ha encontrado maná en medio del Sahara. Esto me recuerda al especial sentido arábigo de convivios vecinales, en los que la mesa principal se ensambla en la calle y se vuelve imprescindible atiborrar de platos servidos de panes con dátiles, formas, texturas y aromas. En México no sólo en convivios se vive la opulencia culinaria, sino sobre todo el Día de Muertos cuando un altar se ve bien servido de sopa, arroz, frijoles machucados y fritos, enchiladas dulces y saladas; por ese motivo se nota el buen gusto que tenía el difunto.

Con respecto a la abundancia de comida, un buen degustador sabe que no hay compromiso inquebrantable. No por servido el plato somos proclives acérrimos a consumirlo entero o a probarlo siquiera. Ver la comida preparada y oliscarla es bueno, renace deseos, pero consumirla es, obviamente, dos veces bueno. Me encanta comer con personas que no se sienten acarreadas por el tiempo, el trabajo, los días; con quienes hacen un paréntesis en su vida cotidiana y pueden mirar la compañía como con ojos que escamotean el paisaje novedoso desde la ventanilla de un autobús en tránsito. Pero si soy yo el que al tiempo lo aprisiona, prefiero no molestar a nadie con mis inconveniencias de tiempo cronometrado, aunque, si usted acepta, puedo quedarme a su lado hasta que cierren la cenaduría.

La comida rápida es insalubre; sólo es buena cuando no se consume. Y para acabar con los mitos que atosigaron mi adolescencia, olvidé la ruda métrica que contaba mi abuelo sobre eso de masticar cuarenta veces la comida antes de pasarla. Una cosa por otra, o más bien ninguna de las dos. La comida rápida es más insalubre para la comunión, quiero decir, a pulso de ensoñación, que arribar a un comedor de la plaza comercial no es tan acogedor que llegar a una casa familiar que la hicieron restaurante. Usted puede hacer la prueba observando el servicio de las taquerías en las calles de la ciudad, cuyos puestos sólo pueden valuarse si se instalan en la noche y por experiencia propia de los asiduos. Claro, tiene mucho que ver el sabor, ya que al experimentarlo nos hace olvidar vicisitudes nimias, como comer de pie en un paraje a media ciudad desértica; aunque, por otro lado, la buena experiencia se hace añicos si se trata de una pequeña y tranquila mácula urbana y las mesas del local están ocupadas.

De una ciudad a otra, hablando de los tacos chicos y de asada, las atenciones varias no pasan desapercibidas, como el mismo mal presentimiento que nos asalta al tratar de ensartar algo típicamente popular en el automatismo de la industrialización. El servicio de mesero para restaurante de gala y caché no se acopla, se vea por donde se vea, en un puesto callejero, y sin embargo he visto ridículas aproximaciones. Incluso la distribución de los cubiertos y su uso restringido son convulsiones de la burguesía, cosa que, a la primera, se difumina en un buen puesto al pie de las aceras. Déjenme comer a gusto.

Sólo una cosa sobrevive a los riesgos de comer en la calle: las bacterias; pero, como no todo puede caber en una nuez (excepto si lo cuenta Alfonso Reyes), existimos los estómagos de acero. Hay algo que no se consigue genéticamente: el gusto auténtico, pues sólo a través del gusto se devana cualquier injuria cometida por manos ajenas a nuestra cocina. Me contaron que en Zapotlán el Grande se reunieron, hace mucho tiempo, capitalistas avezados a quienes les sirvieron como entrada una sopa preparada con agua puerca de la llave. Al preguntarles qué les había parecido la primera vianda, contestaron animosos que no habían probado cosa parecida y que les parecía exquisita la preparación de los oriundos. A veces el compromiso de buena conducta es más pernicioso que la opinión sesgada de un amigo cercano.

La comida recalentada no es una injuria, es una oportunidad. Lust for feed. Por sus hechizos algunos dirán que es hierática o sacrílega; pero otros escribiremos de lo que a menudo no sabe el cerebro: degustar, paladear, andar como pajarito de aquí para allá, reconocer, entregarse sin tapujos, desnudos y abiertas, blandas y duros, trastornados todos y todas. La comida, sobre todo la del recalentado, une a las personas, como la muerte, sólo que da vida, confirma y anima cuerpos. Erige silencios como puentes, flamígeras conversaciones y juegos entre los que se aman. Los enamorados saben bien que otro cuerpo se puede consumir con el amor por la boca… Santo Vatsiaiana, incendia con tu sabiduría todos los rincones frígidos del mundo; Rumi, puebla nuestra lengua y dinos que el mundo tampoco se sacia de nosotros.

No es tan exagerado creer que por comida uno se puede enamorar de otra persona; al menos es igual de cierto que de puro amor no se vive, no se come. No soy tajante en ese aspecto, porque por amor podría comer todos los días, a mis horas, con servicio de cocina las 24 horas, de lunes a domingo, los 365 días. Como soberanos de nuestro tiempo, decidimos si despilfarramos las horas o invertimos en activos para que la casa, nuestra boca, nunca pierda; soberanos como el César o Apio Claudio, el Ciego, pensar que por ocio en lo que dura el mal de puerco (ese estado de letargo que da después de comer) el emperador decide colocar señalamientos y calzadas a través de todo el imperio para que, efectivamente, todos los caminos lleven a Roma.

Otras calles, por cierto, nacieron en Roma gracias a Trajano, que adoptaron nombres según el comercio que por ahí transportaban. Herramientas, frutas, verduras y atavíos. Esas mismas calles tendrán todavía alguna ensoñación peculiar, como la que tuve cuando visité Tijuana y me contaron que enfrente del hotel donde me hospedaba había nacido un platillo hecho de sobras. Me refiero a la ensalada césar, y no porque en su origen tuvo lechuga romana, sino por el nombre del chef, Caesar Cardini, hombre de origen italiano que, viéndose en aprietos al tener invitados, hizo la primera versión de ensalada con el resto de comidas pasadas. Esta ensalada data de los años veinte del siglo pasado y ahora es mundialmente conocida.

Un motivo persiste en todo nuestro viaje por descubrir por qué nos gusta el recalentado: las errancias afortunadas por las que pasa la comida una vez que se vuelve platillo y permite ser un todo, homogéneo, de sus partes. Hablé como si hablara de una obra de arte, caso de la pintura, pues completada la hazaña del pintor el lienzo deja de ser un simple lienzo y se convierte en obra de arte para degustación de los contempladores. Otro motivo más: la obra culinaria es flexible, ecléctica y apunta a las necesidades primigenias del ser humano. Sólo hay un paso para que la comida sea un deseo real y no un deseo neutro: el ritual. Alguna vez dijo Wittgenstein que podíamos conocer el espíritu de alguien más por lo que hace, y la degustación forma parte de los hábitos. También dijo que lo que realmente importa, por ser inaudito para nuestro ser, no puede decirse, no hay palabras. Hablé, entonces, poco de una pasión, casi nada de lo que realmente siento. Buen provecho.

También puede leer: Comer como quien ama.


No hay comentarios:

Publicar un comentario