por
Mario
Note Valencia
Me gustan las temporadas de fiestas porque
después de acababa una al día siguiente suele darse el tradicional y no oficial
recalentado. Me pregunto, desde lo más recóndito y eximio de mi ser, ¿existe ya el Día del Recalentado? Sobre este
gusto gastronómico sólo cuento con lacónicas impresiones, pero incontables
experiencias al respecto, de enero a diciembre (y también de regreso), todos
los años, sobre las cuales devaneo un poco para saber por qué reflexiono acerca
de texturas y sabores justo cuando meriendo y preparo, o me reclino para ver
pasar el tiempo, asomándose por la ventana, después de acabado mi platillo.
Para el ritual es necesario vivir la
fiesta, génesis del recalentado; del mismo modo, y acabada la cena, se puede
pernoctar en la misma casa o salón donde se llevó a cabo el festín. Durante las
dos primeras horas del alba, el iniciado en el ritual puede ponerse de pie y
caminar a la cocina, sin otra encomienda que esperar a los demás comensales y a
que el fuego haga lo suyo en la comida que quedó de la noche pasada.
Sería hablar de más, pero de una vez es
necesario aclarar las condiciones básicas para que suceda: la comida en primer
lugar debe ser rica, abundante y contar con esa gracia de que si se recalienta
sabe mucho mejor que recién preparada. Lugares para el ritual: el patio, la
cocina, en un cuchitril de una apretada ciudad o en el comedor principal de un
rancho abierto. Los invitados pueden ser los mismos, o los que llegan recién
florida la mañana, a buena hora, con el único fin de platicar y desayunar
juntos.
Si se desea una conversación, la plática
puede girar en torno a las cosas de la vida, al sentido o sinsentido que
queramos darle, a la explicación y predicción del clima, las cabañuelas y el
estío, o alguna que otra conjetura sobre la eternidad del cangrejo, en fin,
conversaciones que no constriñan el ambiente, sino que, por el simple hecho de excitar
la mandíbula, relaje los músculos, ablande el corazón. En Annie Hall de Woody Allen, el protagonista avisa a su acompañante, mientras
recorren las calles centrales de Manhattan, que será mejor darse su primer beso
antes de la cena en el restaurante para no infligir, por la ansiedad, la
ingesta común de la comida.
Cierto gusto agregado al recalentado
radica en que es síntoma visible y vivo de la abundancia. Algo bien dijo mi
padre, con respecto al dinero y la comida: “es mejor que siempre sobre a que
falte”. En el recalentado las sobras nunca fueron tan esperadas, aquí no hay
plato de segunda mesa, sino más bien la oportunidad de repetir el gusto con el
asombro de quien ha encontrado maná en medio del Sahara. Esto me recuerda al
especial sentido arábigo de convivios vecinales, en los que la mesa principal
se ensambla en la calle y se vuelve imprescindible atiborrar de platos servidos
de panes con dátiles, formas, texturas y aromas. En México no sólo en convivios
se vive la opulencia culinaria, sino sobre todo el Día de Muertos cuando un
altar se ve bien servido de sopa, arroz, frijoles machucados y fritos,
enchiladas dulces y saladas; por ese motivo se nota el buen gusto que tenía el
difunto.
Con respecto a la abundancia de comida, un
buen degustador sabe que no hay compromiso inquebrantable. No por servido el
plato somos proclives acérrimos a consumirlo entero o a probarlo siquiera. Ver
la comida preparada y oliscarla es bueno, renace deseos, pero consumirla es, obviamente,
dos veces bueno. Me encanta comer con personas que no se sienten acarreadas por
el tiempo, el trabajo, los días; con quienes hacen un paréntesis en su vida
cotidiana y pueden mirar la compañía como con ojos que escamotean el paisaje novedoso
desde la ventanilla de un autobús en tránsito. Pero si soy yo el que al tiempo
lo aprisiona, prefiero no molestar a nadie con mis inconveniencias de tiempo
cronometrado, aunque, si usted acepta, puedo quedarme a su lado hasta que
cierren la cenaduría.
La comida rápida es insalubre; sólo es
buena cuando no se consume. Y para acabar con los mitos que atosigaron mi
adolescencia, olvidé la ruda métrica que contaba mi abuelo sobre eso de
masticar cuarenta veces la comida antes de pasarla. Una cosa por otra, o más
bien ninguna de las dos. La comida rápida es más insalubre para la comunión, quiero decir, a pulso de
ensoñación, que arribar a un comedor de la plaza comercial no es tan acogedor que
llegar a una casa familiar que la hicieron restaurante. Usted puede hacer la
prueba observando el servicio de las taquerías en las calles de la ciudad,
cuyos puestos sólo pueden valuarse si se instalan en la noche y por experiencia
propia de los asiduos. Claro, tiene mucho que ver el sabor, ya que al
experimentarlo nos hace olvidar vicisitudes nimias, como comer de pie en un
paraje a media ciudad desértica; aunque, por otro lado, la buena experiencia se
hace añicos si se trata de una pequeña y tranquila mácula urbana y las mesas
del local están ocupadas.
De una ciudad a otra, hablando de los
tacos chicos y de asada, las atenciones varias no pasan desapercibidas, como el
mismo mal presentimiento que nos asalta al tratar de ensartar algo típicamente
popular en el automatismo de la industrialización. El servicio de mesero para
restaurante de gala y caché no se acopla, se vea por donde se vea, en un puesto
callejero, y sin embargo he visto ridículas aproximaciones. Incluso la
distribución de los cubiertos y su uso restringido son convulsiones de la
burguesía, cosa que, a la primera, se difumina en un buen puesto al pie de las
aceras. Déjenme comer a gusto.
Sólo una cosa sobrevive a los riesgos de
comer en la calle: las bacterias; pero, como no todo puede caber en una nuez (excepto
si lo cuenta Alfonso Reyes), existimos los estómagos de acero. Hay algo que no
se consigue genéticamente: el gusto auténtico, pues sólo a través del gusto se
devana cualquier injuria cometida por manos ajenas a nuestra cocina. Me
contaron que en Zapotlán el Grande se reunieron, hace mucho tiempo, capitalistas
avezados a quienes les sirvieron como entrada una sopa preparada con agua
puerca de la llave. Al preguntarles qué les había parecido la primera vianda,
contestaron animosos que no habían probado cosa parecida y que les parecía
exquisita la preparación de los oriundos. A veces el compromiso de buena
conducta es más pernicioso que la opinión sesgada de un amigo cercano.
La comida recalentada no es una injuria,
es una oportunidad. Lust for feed. Por sus hechizos algunos dirán que es
hierática o sacrílega; pero otros escribiremos de lo que a menudo no sabe el
cerebro: degustar, paladear, andar como pajarito de aquí para allá, reconocer,
entregarse sin tapujos, desnudos y abiertas, blandas y duros, trastornados
todos y todas. La comida, sobre todo la del recalentado, une a las personas,
como la muerte, sólo que da vida, confirma y anima cuerpos. Erige silencios
como puentes, flamígeras conversaciones y juegos entre los que se aman. Los
enamorados saben bien que otro cuerpo se puede consumir con el amor por la boca…
Santo Vatsiaiana, incendia con tu sabiduría todos los rincones frígidos del
mundo; Rumi, puebla nuestra lengua y dinos que el mundo tampoco se sacia de
nosotros.
No es tan exagerado creer que por comida
uno se puede enamorar de otra persona; al menos es igual de cierto que de puro amor
no se vive, no se come. No soy tajante en ese aspecto, porque por amor podría
comer todos los días, a mis horas, con servicio de cocina las 24 horas, de
lunes a domingo, los 365 días. Como soberanos de nuestro tiempo, decidimos si
despilfarramos las horas o invertimos en activos para que la casa, nuestra
boca, nunca pierda; soberanos como el César o Apio Claudio, el Ciego, pensar
que por ocio en lo que dura el mal de puerco (ese estado de letargo que da
después de comer) el emperador decide colocar señalamientos y calzadas a través
de todo el imperio para que, efectivamente, todos los caminos lleven a Roma.
Otras calles, por cierto, nacieron en Roma
gracias a Trajano, que adoptaron nombres según el comercio que por ahí transportaban.
Herramientas, frutas, verduras y atavíos. Esas mismas calles tendrán todavía
alguna ensoñación peculiar, como la que tuve cuando visité Tijuana y me contaron
que enfrente del hotel donde me hospedaba había nacido un platillo hecho de sobras.
Me refiero a la ensalada césar, y no porque en su origen tuvo lechuga romana,
sino por el nombre del chef, Caesar Cardini, hombre de origen italiano que,
viéndose en aprietos al tener invitados, hizo la primera versión de ensalada
con el resto de comidas pasadas. Esta ensalada data de los años veinte del
siglo pasado y ahora es mundialmente conocida.
Un motivo persiste en todo nuestro viaje
por descubrir por qué nos gusta el recalentado: las errancias afortunadas por
las que pasa la comida una vez que se vuelve platillo y permite ser un todo, homogéneo,
de sus partes. Hablé como si hablara de una obra de arte, caso de la pintura, pues
completada la hazaña del pintor el lienzo deja de ser un simple lienzo y se
convierte en obra de arte para degustación de los contempladores. Otro motivo
más: la obra culinaria es flexible, ecléctica y apunta a las necesidades
primigenias del ser humano. Sólo hay un paso para que la comida sea un deseo
real y no un deseo neutro: el ritual. Alguna vez dijo Wittgenstein que podíamos
conocer el espíritu de alguien más por lo que hace, y la degustación forma
parte de los hábitos. También dijo que lo que realmente importa, por ser inaudito
para nuestro ser, no puede decirse, no hay palabras. Hablé, entonces, poco de una
pasión, casi nada de lo que realmente siento. Buen provecho.
También puede leer: Comer como quien ama.
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