por
Mario
Note Valencia
“única patria en la que creo,
única puerta al infinito”
–Cuerpo, Octavio
Paz
Sólo porque Joaquín Sabina cantó que hay
más de cien mentiras en el mundo que valen la pena, no me cortaré de un tajo
las venas ni me salvaré para la otra vida. Suponiendo que existe una vida
después de ésta, y no me refiero a la muerte, sino aquella que dice
reencarnarnos en otra cosa, animal o, para nuestra fortuna (au revoir, Buda / aufidersen, Krishna) en otra persona, estamos condenados al eterno
retorno.
Es curioso que quienes confían en la
reencarnación la evitan a toda costa, mediante ritos de libación y purificación
anímicas, pues para ellos el infierno es nada menos que este mundo. Anulación
del yo, de la vitalidad, para morir
tranquilos, sin pena ni gloria, morir y nada más, para ver si a un dios se le
ocurre que, por portarnos enteramente bien de acuerdo a su escala de valores,
no nos devuelva a la Tierra y nos acoja para siempre, nimbados de laureles
invisibles. Sólo acaso hay algo de interesante en la religión secreta que
enfundan los tántricos en oriente cuya unión carnal, también anulación del yo a partir del placer sexual, es un
“anticipo” de lo que nos espera en el otro mundo. En parte budistas, en parte
hinduistas, los adeptos al Tantra nos han hecho llegar a voces, jadeos
amatorios, la realidad jugosa de saberse dioses en la tierra: “Dios era uno –cuentan–
pero tuvo que inventarse a otro para llegar al goce”.
La apariencia de la reencarnación, como la
de un cielo y un infierno, sujetan al ser a conductas normadas y normativas, por
el miedo que suscita el juicio después de la muerte. Un juguete tóxico es el
karma: lo que ya debes y otros no han cumplido, lo que cargas nada más porque
sí de tus vidas pasadas.
Siguiendo la lógica de la Reencarnación, nosotros
debimos haber estado ya desde los orígenes del tiempo, en el cuerpo del gran
Gengis Kan o vendido como esclavo en Roma. Será mejor que nuestro padre haya
sido Julio César y no Cristo. O, por qué no, a lo mejor fuimos Mahoma, Rama, María
Magdalena, Doña Perfecta, la entrañable Odette de Swann o Swann mismo. Aunque
la mayoría de los creyentes prefieren no haber sido Nerón o Napoleón, porque piensan
que su culpa a limpiar sería enorme y no les alcanzaría una vida humana para la
esperada expiación. En fin, esto nos pone en algo que no cuadra: el número de
humanos que han poblado la Tierra ha crecido en los últimos 500 años que parece
absurdo, como muchas otras cosas que no entendemos de los dioses, enviar más
vidas originales (sin karma, sin vida pasada) para hacerlos desvivirse en este
infierno florido.
El error y el pecado son ideas humanas,
igual que los mitos y las leyendas, imaginación y deseo por entender lo que
pasa; aceptar el pecado es una actitud reducida, egocéntrica, aislada, porque
la simple búsqueda por la autenticidad del ser, cuya única rectora es la
Filosofía, ya presupone un cuidado entre el Uno y la otredad. En dado caso,
Sophia, la sabiduría, sería la única deidad sin ataduras ni intereses ambiguos,
ni siquiera con imagen humana, credos, sacrificios o veladoras para un altar. Eso
me lleva a buscar, como José Saramago, la dimensión humana de los seres que se
dijeron y contaron divinos. Imagino, como el portugués me contó en un libro, a
José orinar en la mañana, salpicando el horizonte de un campo abierto, antes de
fecundar a María; imagino así a Jesús adolescente repantigado en un pozo que
haga de sanitario o a Mahoma escarbándose la nariz. Pero esto no debería
alarmar, para nada. Incluso antes, los griegos, quienes dieron a Occidente,
entre otras cosas, una manera de ver la divinidad (como la dicotomía de “cuerpo
y alma” que adoptaron los cristianos) que les permitía soportar mejor el
devenir humano y, entre chispas de luz y sombras, ser más sinceros: suponían
que Zeus era igual de pasional y tramposo que cualquiera de los mortales (sólo
que sin el peligro de la muerte). Envidias, celos, lujuria, soberbia, venganza,
muerte atravesaron a los dioses en su ámbito sin tiempo, dividiéndonos a los
humanos entre un decadente maniqueísmo, totalmente desprotegidos, a merced de
sus caprichos.
Los aztecas resintieron la huida de
Quetzalcóatl (por un error involuntario que cometió) y el fin de la espera a su
regreso, acorazado en el cuerpo de los españoles; los mayas, según las antiguas
leyendas del quiché, contaron cómo los primeros dioses, al vernos inteligentes
después de varios intentos de creación, nos hicieron torpes, ciegos, con
intelección limitada y corazón sensible. Capaces de amar, capaces de sacrificar
por amor y benevolencia, agradecimiento por la vida. En la concepción cristiana
Dios expulsó al hombre del Paraíso por desobedecer, e infundió el pecado
original, el dolor de la madre al parir y el resentimiento del género masculino
(semilla potencial del machismo); en cambio, los afanosos seguidores de la
Cábala creen que fue el mismo hombre quien expulsó a Dios y por ese motivo buscan
reconectarse con él, entablar conversación. Salvarse. Para los antiguos
griegos, la maldad vino al mundo por aceptar la inteligencia, el fuego que robó
Prometeo del Olimpo. En todos los mitos se cierne la creencia de que un bien no
viene sin un mal a sus espaldas, creencia tan arraigada del pensamiento mágico
en la que la suma de contrarios hace posible el movimiento.
Ya sé que toda fe consiste en cerrar los ojos y abrir el alma
(signifique lo que tenga que significar), pero me parece que los predicadores empedernidos
se lavan las manos muy fácilmente, usureros de la ley que le imponen a los
niños cuando ya pueden hacer preguntas: “No cuestiones a tus mayores; no
cuestiones a dios; no cuestiones el infinito”. Jugando con las emociones de los
asistentes, la mayoría de los líderes espirituales reconoce que tienen cierta
porción del mundo en sus manos si fraguan bien las mentiras o si comparten
enérgico su ceguera, un halo de fantasía, patologías e indicios de esquizofrenia.
Donde dicen tener fe, ven a Cristo en el reverso de una tortilla o en el culo
indiferente de un perro (¡nunca sabrán de la pareidolia!). Frente aquello que
no pueden entender anticipan la rodela de su magia, que nada cuesta, formada de
hábitos constantes, repetidos, rituales. Bien decía un antiguo maestro de
matemáticas: “Estudia diez veces la misma ecuación y terminarás aprendiendo el
camino. Yo, por ejemplo, leí diez veces el credo y terminé creyendo en Dios”.
Blasfemo. La primera vez que escuché una
blasfemia fue en la radio: “a Dios le pido que si me muero será de amor”. Era
Juanes, en sus inicios, y me sentí un poco más relajado que en la provincia se
escuchara un desafío en la que le piden a Dios (usando su nombre en vano) deseos
carnales, deseos de adultos, pero que yo entendía, o creía entender. Me acuerdo
que la sensación de tocar lo sacro y hacerles muecas a los santos se confirmó
con una niña de primaria que se sentaba a mi lado y me cantaba esa canción la
mayor parte de la clase. Se fue, como la Beatriz de Dante, para siempre, pero
ésa es otra historia. Yo sólo dije, pero “decir es desear” escribe Ruy. Desire.
¿Cómo reencarnar en el cuerpo del deseo? Supongo
que en la vida pasada fui la corona de Carlota, la guillotina de María
Antonieta, el hongo de María Sabina o la carnosidad de Mercedes Sosa. Fui cáustico,
Maestro Limpio, Pinol y Suavitel libre enjuague. O fui un niño Dios, del
nacimiento de tu abuela, fui el cáncer de una niña, el tumor que se extirpó del
hombre cuando lo sacudieron en Cananea. (Ilumina y asombra el centelleo del
disparo como el de una cámara fotográfica. Obtura el instante.) Fui el viento
de Benito Juárez; es cierto, no le hice nada. Fui la orina de Miguel Hidalgo y
después su aroma impregnado en los túneles de Guanajuato. O fui, Dios mediante,
los cartuchos que lo fusilaron. Fui el fusil, la piedra, la fusta, la puerta y
el fuego, los gritos, el error de Granaditas. O la concha de tu madre. Si no
los clavos, fui el agua trocada en vino, Lázaro o el romano que devanó a
Cristo. Grecia, Roma, Bizancio. La ola que acarició a Heráclito, la primera
tragedia de Esquilo; fui el iceberg que hundió al Titanic, el fuego que
consumió al Hindenburg, el que intentó asesinar a Francisco Fernando (maldita
cápsula de ciunuro) y el cloro en las trincheras de la Primera Guerra. Fui
Lenin, Trotsky y Stalin. Después la moneda de un capitalista nato. In God we trust. O más bien fui la
última fuma del Che, la casa de campaña, la traición, La Higuera, Bolivia, 1967.
El primer beso dado en la Tierra, eso fui.
Somos ciegos frente aquello a lo que no le
prestamos la más mínima atención. O en otras palabras: corazón que no ve, se lo
lleva la corriente. El amor es ciego, pero los vecinos no, corrigió Noel
Clarisó. Enamorados del mundo, únanse. Pero nos gusta imaginar, ensoñar
posibilidades. Son esas mentiras de ser otro, de parecernos a, de elucubrar
dimensiones distintas a las impuestas por nuestra historicidad común y
corriente. Las más grandes aventuras del arte iniciaron con un sueño, una idea,
un desperfecto de la vida cotidiana. Todo discurso valioso para contemplarse en
el Arte despega de una pregunta: ¿Qué haría el ser humano en determinadas
circunstancias? Vemos a los héroes, castigados por el mundo, soportar los más
grandes improperios.
Aun comprendiendo el azar, hay algo de
atractivo en ser la mala calaña del pasado, un antihéroe, ser como Pito Pérez,
borracho y pensador, o el Martín Fierro, que después de herido recogía sus
tripas para seguir tirando a los cobardes en los morros insolados de la Pampa.
Y aunque la historia contada por los burgueses condene, colme libros de
Educación Pública con suposiciones y prejuicios morales, el único valor que sobrevive
es la duración y causa de esa vida desaliñada. Para que dicha vida descomunal
se cierna en los discursos del secreto a voces, lejos de la opinión caché y
pública, lejos de los buenos modales, es necesario que demuestre una voluntad
por la vida, en hacer y deshacerse, recrearse y obrar de acuerdo a valores únicos
y superiores. Pero cada Pito Pérez en el mundo es un proyecto y, cuando no, un
intento ahogado. Un sacrificio.
Pienso en Judas, en su traición, dirigida
por el todopoderoso. Pienso en la prueba de fe que Dios encomendó a Abraham. En
la resignación de Job, en las incertidumbres de Moisés. En Babel, Gomorra y las
estatuas de sal. Pero más en Judas Iscariote. En el icónico musical de Broadway
Jesus Christ Superstar (Jesucristo
superestrella) vemos el momento en que Judas entrega a su maestro, convencido
de que el hijo de dios en ese momento se comporta haragán y ciego. “Aceptaré, no
vine por mi propia cuenta –canta Judas –, pero díganme que no seré maldito para
siempre”. La historia se cuenta sola. Incluso así, el acto lo redime, acepta el
extraño juego de los dioses.
Sólo porque el dios de los caballos debe
ser un caballo y el de las moscas una mosca, guardamos correspondencia con la
imagen que nos hacemos de los dioses y los extraterrestres. Las piedras callan,
los ríos suenan; cuando te acercas y resuellas cerca de mi oreja, me cultivas
en sueños de maldad, locura, amor y muerte. No tengas miedo. El tabú es un
engendro del miedo que sentimos por imaginar lo repetido en otros cuerpos. Tabú
puede ser que ahora mismo muera y regrese en el cuerpo de un joven, veinte años
después, y así enamore a la hija del primer amor de mi vida, la que, suponiendo,
no me ha olvidado. En dos cintas que traigo a la memoria, realizadas sobre este
conflicto, los guionistas traicionan la tragedia humana, anulándolo: Señora, si
atiende a su vida pasada ¿traicionaría a su hija para recuperar al amor que
creía perdido para siempre, pero que la reencarnación hizo posible? Eso no lo
responde el churro de The age of Adeline (2015).
Pero sí que hay otra, muy buena, del
director Aki Kaurismaki: The man without
a Past (2002, Un hombre sin pasado).
Un golpe nos borra la memoria; se traduce en comenzar una vida nueva, con todo
lo que implica, desde cero, sin moral, sin pasado, sin remordimientos, esto es:
sin acomplejarse por el karma que ya no nos pertenece porque no tenemos
conciencia de ello. Ciego el perro, se acaba la rabia. ¿Para qué, pues, revisar
con los adivinos una supuesta vida pasada? Si fui la reina de Gran Bretaña a
finales del XIX, supongo que no cobraré honorarios ni herencias ahora que soy
un simple joven de provincia, viviendo al otro lado del mundo.
La conciencia nos hace responsables y nada
más. Si olvido un daño hecho a otra persona, años atrás, aceptaré que no me
dirijan la palabra pero no así la culpa, porque lo he olvidado y ya no
significa nada. Si me olvido de rostros y nombres, soy ciego a ellos, olvido
direcciones y teléfonos que antes eran imprescindibles para mi agenda. Lo mismo
significa el sueño que la ignorancia natural. Ignorar es también parte de la
habilidad para adaptarnos: si paso entre mil personas y a ninguna saludo para
pedirle su número de teléfono, es porque sólo puedo invitar a cinco amigos a
cenar a mi casa un sábado cualquiera. Por suerte, solución equidistante, cada
uno de estos cinco invitados conoce a cinco más, y estos cinco a otros cinco,
hasta juntar mil. De ahí que el mundo parezca un pañuelo, por los ínfimos
grados de separación que nos comunican, influyen y desplazan.
Si somos humanos, seres sociales inmersos
en un contexto determinado, que los dioses se encarguen por quienes no podemos
hacer nada. Isaac Asimov escribió “La metáfora del cuarto de baño” para
explicar el fenómeno de la sobrepoblación, porque si dos personas viven en una
casa con dos cuartos de baño, entonces no hay problema, sino una libertad
completa para usarlo, cuanto y como se quiera; pero, por otro lado, si viven
más de veinte en el mismo lugar, entonces se establecen normas, estatutos que
derivan en la prohibición de tiempo y uso particular (exclusivamente para lo
indispensable). La libertad supuesta se anula, se acompleja.
La democracia entra en conflicto cuando
más de tres personas desean usar el baño al mismo tiempo. De ese modo, nada
puedo hacer por las vidas pasadas que me antecedieron. De una vez informo que no
me salvaré para la otra vida, porque aquí
hay mucho que hacer, mucho que disfrutar, al menos cien mentiras grandes y
ornadas. Espero que el otro que viene,
después de mí –según dicta la Reencarnación–, se encargue de mi vida y sufra o
ignore los estragos pasados, pero se ría tanto que se muera de lo mismo, y
nazca de nuevo para completar la carcajada en esta lerda, triste broma infinita.
(¿También en la otra vida entendería a David Foster Wallace?).
* * *
Algunas
evidencias de reencarnación: