por
Mario
Note Valencia
Desde hace dos semanas mi
concentración ha sido apaleada por lo que voy a relatar ahora. Quiero aclarar
que me he resistido a contarlo, a dejarlo escrito en alguna parte, pero mi
situación espiritual se ha agraviado hasta el punto que no veo otra opción. Sólo
espero que después, cuando finalice, repose mi memoria y concilie el sueño. Ya
veremos.
Hace dos libros leí El guardián entre el centeno del escritor estadounidense J. D.
Salinger, publicado en 1951. Los tres días que ocupé para leerlo, entre
lecturas pausadas y otras ocupaciones, en la noche, entre eso de las doce y dos
de la mañana, comencé a tener pensamientos con tintes fatídicos y odiosos; sin
embargo, para no manchar mi experiencia de lectura, evité atribuir a la obra el
origen de estas cavilaciones.
Pese a mi reserva, aconteció el primer
incidente. En la novela hay un pasaje en el que hablan del centeno como una
epifanía, pero no sé por qué vino a mi mente el suicidio de Vincent van Gogh. Imaginé
las horas angustiantes después de que el pintor se disparó en la cabeza, sólo
para fallar y arrastrarse, desangrado, hasta la casa de su hermano Theo, en
cuyos brazos moriría más tarde. La última pintura que dejó después de terminar
con su vida, fue la famosa Campo de trigo
con cuervos, compuesta de colores macizos y profundos que luchan a retazos entre
el campo, las aves y el cielo. La melancolía invadió aquellas primeras imágenes
que me hacía del centeno. (Para quienes hayan leído el libro de Salinger, esta
asociación les parecerá desmesurada y patética, pero les digo a ellos que ya,
como a los que no, que aguarden para lo que viene).
Eso no fue todo ni lo más agresivo. En la
segunda noche de los tres días de lectura, tuve un sueño muy extraño –bueno, creo
que todos los sueños son extraños y, si me preguntan, sueño locuras como si no hubiera
vigilia–: caminaba muy despacio, sin hacer ruido, adherido a la pared de un
estrecho callejón; era de noche o muy de madrugada; hacía frío; la calle a la
que daba el callejón y a la cual me dirigía, taimado, se veía sofocada por una
espesa neblina e iluminada únicamente por el débil fulgor de la luna; mientras
más me aproximaba, más se aceleraba mi corazón; fui un temblor entero, de pies
a cabeza, cuando detrás de lo que parecía un coche estacionado, sobre la acera
de enfrente, advertí la silueta de un desconocido; él era mi objetivo, la razón
de que en mi mano, envuelta en un pañuelo de franela rojo, cargaba un arma de
fuego.
Todos pueden imaginarse en una situación
parecida, pero aseguro que es muy distinto cuando el alma y el cuerpo se
vuelven un amasijo de pulsiones, imposibles de reparar o detenerlas, aunque se
trate de una simulación onírica. No hay duda, todo es más violento cuando las
energías del espíritu demandan una sola cosa, así en el amor como en la guerra.
Iba a asesinar a un hombre en aquel turbio y cenagoso sueño, un sueño que bien
hubiera sido, no el mío sino el de Dostoievski.
Antes de que pudiera terminar la faena, desperté
entre sábanas de sudor y escalofríos. Una terrible sensación de desconcierto me
mantenía entre la realidad y el sueño, con réplicas de la extrañísima,
fantástica y demencial ensoñación. Sólo después del desayuno, de vuelta en mi habitación,
mi escritorio y mi café, supuse mi sueño como un jirón de éxtasis, arrancado de
Crimen y castigo.
Como tenía muy tibia la pasión del
homicidio, traté de recurrir al sentimiento de la culpa. Hecho un ovillo, en mi
silla, fumé nervioso un cigarrillo; a través del humo, desfilaron mis emociones
torcidas. Me acordé de El extranjero de
Camus, de su mortal indiferencia; de la venganza de Hamlet; los celos de Juan Pablo Castel en El Túnel, de Sabato; y también de la ambición de Julien Sorel, un vástago
de Stendhal. Pero al final, como todos ellos, me rehusé a declararme culpable e
inocente; muy en el fondo no podía calmar los ánimos de una justicia oscura y
viciosa. Hoy pienso: ¡qué extraña es la naturaleza del alma! ¡Qué poco sabemos
de ella!
Terminé de leer la novela de Salinger. En
la tercera noche me dormí asimilando el efecto del libro o lo que fuera que
estuviera sucediendo. ¿Se trataba acaso de una coincidencia? No lo sabía. A la
mañana siguiente, creyendo que las aguas de mi alma se habían sosegado, gracias
a la fuerte escollera que construye la razón y el uso reflexivo de la ética, busqué
en libros e internet otras opiniones con respecto a la obra y al autor para
ponerlas en diálogo con las mías. Y es aquí, amigo, donde las emociones (el
sueño del asesinato y el suicidio de van Gogh) volvieron a mi espíritu con mayor
intensidad.
Encontré, por ejemplo, que desde su
publicación, en 1951, El guardián entre
el centeno había estado relacionado con varios asesinatos. Reales y
documentados. Esto no significaba que los asesinos se hubieran inspirado en el
libro, porque de eso no va la historia ni mucho menos, pero daba la casualidad
que se encontraba un ejemplar muy cerca de los hechos o en el departamento de
los criminales. Ya sé lo que estás pensando: si lo vemos con literalidad, lo
mismo podría decirse de la Biblia. Sin embargo, tengamos en cuenta que se trata
de un libro que en un principio escandalizó a Estados Unidos, no por los
asesinatos (que ocurrirían después), sino por su contenido provocativo para una
época herida, magullada por la Segunda Guerra Mundial.
La más intrigante de estas especulaciones
(book = murder) es sin duda la de un
tipo llamado Mark David Chapman, el asesino de John Lennon. De acuerdo con la
biografía del homicida, leyó El guardián
entre el centeno por recomendación de un amigo. La obra lo cautivó hasta el
punto de que deseaba ser como el adolescente, protagonista, Holden Caulfield.
(El protagonista no es un asesino; he aquí lo raro de todo). Chapman tenía a la
mano cuanto podía encontrar en la novela de Salinger, es decir, por el lugar en
el que se desenvuelve Holden Caulfield, Nueva York y sus hoteles con bar; Central
Park y los patos que no sabemos adónde van cuando es invierno; las amistades y
los phonies; y, por último, un insoportable
paso hacia la madurez.
Mark David Chapman adoptó el nombre de
Holden Caulfield para escribir, con su puño y letra, “Ésta es mi declaración…” en
uno de los forros de otro libro que compró, antes de dirigirse a la casa de su
víctima, esa mañana del 8 de diciembre de 1980. Ya en la noche, después de
dispararle cuatro veces a John Lennon, Chapman permaneció en el lugar, tratando
de leer el libro que había comprado esa mañana: The Catcher in the Rye. O para su publicación en español: El guardián entre el centeno por J. D. Salinger. La policía interrumpió
su lectura. Lo detuvieron. Hoy día sigue preso bajo cadena perpetua.
Yo creo que Chapman era un tipo tocadísimo,
de por sí. Otros aseguran, como sostenía un ex-agente de la CIA (Agencia
Central de Inteligencia), que Chapman había participado, a sus 19 años, en uno
de los campamentos militares y ultra secretos de EUA, dedicado a la experimentación
con seres humanos y supuestamente a operaciones de control mental. Según lo
relacionado con el ya desaparecido expediente MK-Ultra (uno de los mayores
escándalos publicados por el New York
Times en 1974), la novela de Salinger tenía la capacidad de alterar la
conciencia de los individuos que antes habían sido manipulados o torturados
psicológicamente, o lo que sea que les hayan hecho, en aquellos campamentos del
demonio.
A todo esto, si bien es cierto que yo no
he sido enviado a ningún campamento ultra secreto y que, antes bien, vivo una
locura sana, no descarto que todo se trate de una serie de coincidencias entre
el libro, el sueño y el recuerdo de un pintor que atiende su propia muerte.
Después de todo, El guardián entre el centeno es una novela que ahora se encuentra lejos
de mis prejuicios y paranoias de temporal. Debo admitir que después de enterarme
de todas estas locuras alrededor de la obra, más rica lo encontré y de
inmediato quise verificar si yo había escrito algo como “Ésta es mi declaración…”
en alguno de los forros. Ahora que lo he contado, me siento mucho más tranquilo,
aunque a veces me pregunto: adónde irán los patos en invierno.