sábado, 24 de septiembre de 2016

La endemoniada novela de Salinger (o de cómo casi pierdo la cabeza)

por Mario Note Valencia


Desde hace dos semanas mi concentración ha sido apaleada por lo que voy a relatar ahora. Quiero aclarar que me he resistido a contarlo, a dejarlo escrito en alguna parte, pero mi situación espiritual se ha agraviado hasta el punto que no veo otra opción. Sólo espero que después, cuando finalice, repose mi memoria y concilie el sueño. Ya veremos.

Hace dos libros leí El guardián entre el centeno del escritor estadounidense J. D. Salinger, publicado en 1951. Los tres días que ocupé para leerlo, entre lecturas pausadas y otras ocupaciones, en la noche, entre eso de las doce y dos de la mañana, comencé a tener pensamientos con tintes fatídicos y odiosos; sin embargo, para no manchar mi experiencia de lectura, evité atribuir a la obra el origen de estas cavilaciones.

Pese a mi reserva, aconteció el primer incidente. En la novela hay un pasaje en el que hablan del centeno como una epifanía, pero no sé por qué vino a mi mente el suicidio de Vincent van Gogh. Imaginé las horas angustiantes después de que el pintor se disparó en la cabeza, sólo para fallar y arrastrarse, desangrado, hasta la casa de su hermano Theo, en cuyos brazos moriría más tarde. La última pintura que dejó después de terminar con su vida, fue la famosa Campo de trigo con cuervos, compuesta de colores macizos y profundos que luchan a retazos entre el campo, las aves y el cielo. La melancolía invadió aquellas primeras imágenes que me hacía del centeno. (Para quienes hayan leído el libro de Salinger, esta asociación les parecerá desmesurada y patética, pero les digo a ellos que ya, como a los que no, que aguarden para lo que viene).

Eso no fue todo ni lo más agresivo. En la segunda noche de los tres días de lectura, tuve un sueño muy extraño –bueno, creo que todos los sueños son extraños y, si me preguntan, sueño locuras como si no hubiera vigilia–: caminaba muy despacio, sin hacer ruido, adherido a la pared de un estrecho callejón; era de noche o muy de madrugada; hacía frío; la calle a la que daba el callejón y a la cual me dirigía, taimado, se veía sofocada por una espesa neblina e iluminada únicamente por el débil fulgor de la luna; mientras más me aproximaba, más se aceleraba mi corazón; fui un temblor entero, de pies a cabeza, cuando detrás de lo que parecía un coche estacionado, sobre la acera de enfrente, advertí la silueta de un desconocido; él era mi objetivo, la razón de que en mi mano, envuelta en un pañuelo de franela rojo, cargaba un arma de fuego.

Todos pueden imaginarse en una situación parecida, pero aseguro que es muy distinto cuando el alma y el cuerpo se vuelven un amasijo de pulsiones, imposibles de reparar o detenerlas, aunque se trate de una simulación onírica. No hay duda, todo es más violento cuando las energías del espíritu demandan una sola cosa, así en el amor como en la guerra. Iba a asesinar a un hombre en aquel turbio y cenagoso sueño, un sueño que bien hubiera sido, no el mío sino el de Dostoievski.

Antes de que pudiera terminar la faena, desperté entre sábanas de sudor y escalofríos. Una terrible sensación de desconcierto me mantenía entre la realidad y el sueño, con réplicas de la extrañísima, fantástica y demencial ensoñación. Sólo después del desayuno, de vuelta en mi habitación, mi escritorio y mi café, supuse mi sueño como un jirón de éxtasis, arrancado de Crimen y castigo.

Como tenía muy tibia la pasión del homicidio, traté de recurrir al sentimiento de la culpa. Hecho un ovillo, en mi silla, fumé nervioso un cigarrillo; a través del humo, desfilaron mis emociones torcidas. Me acordé de El extranjero de Camus, de su mortal indiferencia; de la venganza de Hamlet; los celos de Juan Pablo Castel en El Túnel, de Sabato; y también de la ambición de Julien Sorel, un vástago de Stendhal. Pero al final, como todos ellos, me rehusé a declararme culpable e inocente; muy en el fondo no podía calmar los ánimos de una justicia oscura y viciosa. Hoy pienso: ¡qué extraña es la naturaleza del alma! ¡Qué poco sabemos de ella!

Terminé de leer la novela de Salinger. En la tercera noche me dormí asimilando el efecto del libro o lo que fuera que estuviera sucediendo. ¿Se trataba acaso de una coincidencia? No lo sabía. A la mañana siguiente, creyendo que las aguas de mi alma se habían sosegado, gracias a la fuerte escollera que construye la razón y el uso reflexivo de la ética, busqué en libros e internet otras opiniones con respecto a la obra y al autor para ponerlas en diálogo con las mías. Y es aquí, amigo, donde las emociones (el sueño del asesinato y el suicidio de van Gogh) volvieron a mi espíritu con mayor intensidad.

Encontré, por ejemplo, que desde su publicación, en 1951, El guardián entre el centeno había estado relacionado con varios asesinatos. Reales y documentados. Esto no significaba que los asesinos se hubieran inspirado en el libro, porque de eso no va la historia ni mucho menos, pero daba la casualidad que se encontraba un ejemplar muy cerca de los hechos o en el departamento de los criminales. Ya sé lo que estás pensando: si lo vemos con literalidad, lo mismo podría decirse de la Biblia. Sin embargo, tengamos en cuenta que se trata de un libro que en un principio escandalizó a Estados Unidos, no por los asesinatos (que ocurrirían después), sino por su contenido provocativo para una época herida, magullada por la Segunda Guerra Mundial.

La más intrigante de estas especulaciones (book = murder) es sin duda la de un tipo llamado Mark David Chapman, el asesino de John Lennon. De acuerdo con la biografía del homicida, leyó El guardián entre el centeno por recomendación de un amigo. La obra lo cautivó hasta el punto de que deseaba ser como el adolescente, protagonista, Holden Caulfield. (El protagonista no es un asesino; he aquí lo raro de todo). Chapman tenía a la mano cuanto podía encontrar en la novela de Salinger, es decir, por el lugar en el que se desenvuelve Holden Caulfield, Nueva York y sus hoteles con bar; Central Park y los patos que no sabemos adónde van cuando es invierno; las amistades y los phonies; y, por último, un insoportable paso hacia la madurez.

Mark David Chapman adoptó el nombre de Holden Caulfield para escribir, con su puño y letra, “Ésta es mi declaración…” en uno de los forros de otro libro que compró, antes de dirigirse a la casa de su víctima, esa mañana del 8 de diciembre de 1980. Ya en la noche, después de dispararle cuatro veces a John Lennon, Chapman permaneció en el lugar, tratando de leer el libro que había comprado esa mañana: The Catcher in the Rye. O para su publicación en español: El guardián entre el centeno por J. D. Salinger. La policía interrumpió su lectura. Lo detuvieron. Hoy día sigue preso bajo cadena perpetua.

Yo creo que Chapman era un tipo tocadísimo, de por sí. Otros aseguran, como sostenía un ex-agente de la CIA (Agencia Central de Inteligencia), que Chapman había participado, a sus 19 años, en uno de los campamentos militares y ultra secretos de EUA, dedicado a la experimentación con seres humanos y supuestamente a operaciones de control mental. Según lo relacionado con el ya desaparecido expediente MK-Ultra (uno de los mayores escándalos publicados por el New York Times en 1974), la novela de Salinger tenía la capacidad de alterar la conciencia de los individuos que antes habían sido manipulados o torturados psicológicamente, o lo que sea que les hayan hecho, en aquellos campamentos del demonio.

A todo esto, si bien es cierto que yo no he sido enviado a ningún campamento ultra secreto y que, antes bien, vivo una locura sana, no descarto que todo se trate de una serie de coincidencias entre el libro, el sueño y el recuerdo de un pintor que atiende su propia muerte.

Después de todo, El guardián entre el centeno es una novela que ahora se encuentra lejos de mis prejuicios y paranoias de temporal. Debo admitir que después de enterarme de todas estas locuras alrededor de la obra, más rica lo encontré y de inmediato quise verificar si yo había escrito algo como “Ésta es mi declaración…” en alguno de los forros. Ahora que lo he contado, me siento mucho más tranquilo, aunque a veces me pregunto: adónde irán los patos en invierno. 

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