por
Mario
Note Valencia
La televisión de los 90 y principios de
nuestro siglo nos permitió vivir una auténtica emoción por los Juegos
Olímpicos. Todo mundo ignoraba el rostro y nombre de los jugadores, pero reconocía,
en unos cuantos píxeles de la pantalla, la agitada bandera de su país. Afloraba
el orgullo y la esperanza. ¿Será posible? ¿Ganaremos?
Cuatro años son suficientes. No sabemos en
cuánto tiempo los Juegos Olímpicos dejarán de ser para siempre asombrosos, no
porque el público cambia, sino porque los medios de comunicación han cambiado
al público.
Retrocedamos 16 años. Sídney 2000,
Australia. Con la euforia de la tecnología y los avances en las
telecomunicaciones, se cierne un mercado de souvenirs
con motivo de los Juegos, que serán hasta el día de hoy el recuerdo de un asombro
perdido. Coca-Cola, por ejemplo, emitió una breve colección vasos de cristal
conmemorativos; en mi casa teníamos los demasiado frágiles, vasos de Atlanta
(1996) y los de Sídney.
Todos aquellos vasos se han perdido con
los temblores, el uso y el fregadero. Sólo se ha conservado uno de Millie, la
equidna australiana, instruyéndose en artes marciales sobre un fondo mentolado.
También se perdió mi favorito: Millie de ciclista en una pista cobalto. Ahora
caigo en la cuenta: su nombre significa “milenaria”, pero el nuevo milenio la
ha superado.
Antes del internet y los teléfonos
inteligentes, sabíamos que el periódico publicaría las victorias de México tan pronto
como consiguieran una presea (de oro, plata o bronce). El titular diría: "Medalla
para México", seguido del nombre y la disciplina en la que había ganado el
o la deportista. La televisión centraba sus focos y reportajes en la vida de
aquel, hasta entonces, deportista desconocido. La biografía resultaba a veces
dura e increíble, o inspiraba asombro y compasión.
Ahí venía una medalla, y a duras penas
otra, consuelo para la pérdida de muchas otras. El deportista laureado emergía
de su anonimato. Subía al pódium, llevándose la medalla a la boca para darle un
beso o morderla como asegurándose de que no se trataba de un sueño, una mentira.
El camarógrafo dirigía su lente para inmortalizar, por espacio de un minuto, las
banderas de los tres primeros lugares. En uno de aquellos lugares relucía un
tríptico de verde, blanco y rojo, con el águila devorando una serpiente.
Aquel ritual de la victoria fue el anzuelo
para justificar la plusvalía de Coca-Cola (compra mi producto, consigue puntos
y canjéalos por regalos). El truco funcionaba con los Mundiales y las Olimpiadas.
Cuatro años después de Sídney, es decir Atenas 2004, el diseño de las mascotas
decepcionaron un poco pero también se prestaron para la publicidad. En ese año
la televisión luchaba con el alcance que poco a poco tenía el internet en la
vida de todos los mexicanos. Tras la progresiva disminución de audiencia, la
pantalla chica dio el último intento por glorificar a Ana Gabriela Guevara, como
lo había hecho con Soraya Jiménez en el 2000.
Pero crecimos y la vida cotidiana también se
ajustó a la nueva ola de innovación y tecnología. Para Beijing 2008 ya no impresionaba
el uso de teléfonos inteligentes, tanto como que las noticias no eran
exclusivas del periódico y la televisión. En medio de la popularidad del
internet, resistimos sólo la mitad de la transmisión de los Juegos Olímpicos de
Beijing y una que otra noticia importante para México.
Para el 2010 las Redes Sociales se
establecieron como el nuevo paradigma sobre cómo nos comunicaríamos. Los
adultos se habituaban a las TIC y los niños prestaban más atención a los
teléfonos que a la vida de su vecindario. Sobra decir que para Londres 2012
vimos algunas imágenes retransmitidas de la inauguración y acaso la mítica actuación
de Michael Phelps. No creo que entre mis lectores exista alguno que se acuerde
del medallero; no los culpo: fue un evento olvidable.
Las recientes Olimpiadas de Río de Janeiro
también fueron olvidables. La atención a los Juegos se debió más bien a los
escándalos, las noticias morbosas y los temas polémicos. Nadie vio venir el
evento. De un día para otro todo estaba listo. Y así finalizaron. Imagino la
desolación que pintará sobre el paisaje de los estadios, edificaciones millonarias,
que se construyeron únicamente para los Juegos Olímpicos 2016.
A todo esto, si la modernidad pretende que
pongamos atención en las Olimpiadas de Tokio 2020, supongo que tomarán en
cuenta la fugacidad y sincretismo de la cultura, así como el veloz intercambio
de información digital. En internet somos libres, pero esclavos de un libre
albedrío que agobia y satisface o encanta y desespera. Las noticias caducan en cuestión
de días o de horas.
El mundo digital nos ha permitido
desplazar la atención hacia todas partes; en otras palabras, nos ha vuelto más
vagos, solitarios y metomentodos. Cuenta la leyenda que, después de todo,
internet se reduce a dos etiquetas: los gatos y las tetas.
Las nuevas tecnologías arruinaron el
asombro de la audiencia y acabó con la epicidad de los Juegos Olímpicos. Inspiración
de la Grecia Clásica, la gloria comenzó en Atenas en el año de 1896 (primeras
Olimpiadas modernas) y finalizó con su ocaso (fatídico retorno al origen) en
los últimos Juegos de Atenas 2004.
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