por
Mario
Note Valencia
Quién entiende a la gente. O dicho de otra
manera: no hay quien la aguante. Sin embargo, me agradan las ocurrencias
populares. Me dan gracia, me mantienen ocupado entre que hago y no otras tareas
cotidianas. Por ejemplo la reciente muerte de Juan Gabriel, ícono de la
garnachería mexicana, que ha generado una fiebre de opiniones entre los
fanáticos que se acordaron de él justo en su muerte y entre los otros que les
daba igual desde el principio. Al enterarme de la noticia vinieron a mí varios
recuerdos y quise escribir un texto in
memoriam, pero se me fueron las ganas cuando vi la sarta de cursilerías que
los usuarios publicaban en redes sociales y portales web de noticias. En fin:
me abrieron los ojos y me salvaron del ridículo.
En mi provincia, uno puede andarse por las
calles escuchando comentarios fantasiosos, como ése que Juan Gabriel, óigalo
bien, fingió su muerte. ¿Cómo cree? Sí, así como le digo. Luego traen a colación
otros casos parecidos para fundamentar la hipótesis: dicen que Pedro Infante no
murió, lo mismo Michael Jackson y Elvis Presley; que el mismo fin tuvo la luchona
Jenny Rivera y que la han visto por ahí bien campante, como si nada.
Dice el señor de la esquina y su esposa
cachonda que no es más que un teatrito de Juanga para descansar un rato de la gente y de las cámaras. La gente fríe
la noticia como si preparan chicharrón y fritangas en un cazo que también dará
manteca pa’ frijoles y tamales. Las conversaciones, elucubradas por el
imaginario televisivo, son entretenidas, ideáticas y sirven, como los calmantes, para pasar el rato,
sirviéndolos con limón, sal y salsa Valentina, con pausas que van de engullir
la botana a chuparse los dedos para limpiarse el picante. Una cerveza, joven,
¿gusta? A veces, le digo, por lo general yo soy el que va detrás de la
muchacha.
He comprendido más la mecánica de la
realidad escuchando a los carniceros, los destazadores y las personas que
preparan las carnitas. El tiempo que trabajé en el Rastro Municipal de Tecomán me
enseñó que los comerciantes de res y de cerdo, así como la gente que vive del
sacrificio y la destaza, no
desperdician ni un gramo de la carne que rebanan. Aquí en el Rastro, el Diablo
nunca chupa las cosas cuando caen al suelo, porque entonces no quedaría nada
para vender. A todo le encuentran uso, comestible, con excepción del pelo de
los cerdos y los becerros que extraen de las reses sacrificadas.
Estoy habituado a escuchar las teorías que
se inventa la gente. Soy un espectador en cubierto. Aunque es entretenida la platicada, me alejo de la tertulia y las
fritangas cuando ya no le veo razón en eso de darle vueltas y vueltas a la
muerte de un mismo hombre. Yo sólo pasaba por aquí, les digo. Y ya paso a
retirarme. Una cerveza para el camino, joven, ¿gusta? Camino. Detrás de mí se
confunden las risas de mis antiguos comensales con el traqueteo de las
motocicletas y los coches. El semáforo. La densa neblina gris que respiro me
recuerda al aliento del mofle y el escape.
Pienso en la gente que pasa la tarde
reunida en ágoras hechas con sillas de plástico, pequeños bancos y echaderos
semidescosidos, con el cazo de carnitas en el centro, emulando al antiguo
oráculo, pero con dos mil años de retraso. La tarde cae con ellos; el sol se
hincha con pláticas que superan la cercanía de su realidad inmediata. Gente
como cualquier otra gente, con virtudes y defectos, pero exquisito y vago
sentido del humor. Podríamos invitar al Papa o al Presidente y estarían a la
misma altura que el señor de la esquina y su esposa cachonda.
La gente sincera no llora por la muerte de
sus ídolos. Pero hay harto de gente payasa y ridícula. Yo no he visto a ningún
intelectual y culto, sabedor de la alta cultura (alta mis verijas, espeta don Rigo), salir a la calle para darse
golpes de pecho y derramar lágrimas de cocodrilo. No pasan de escribir un
texto, nutrido de cursilerías, en las que uno ya no sabe si lo escribieron
llorando o embutidos en conservadores y resentimiento. Esta clase de cultos son
como una plaga que se reproduce salvajemente en internet. Dan su última palabra
y atacan a la gente que yo estimo, nada más porque en su vida han leído un
libro entero o porque su realidad no pasa de la televisión por cable, la
cerveza espumosa, el futbol de primera y segunda división o la brizna de quincena
que les llega.
Pues, mire usted, puedo estar en ambos
lados de la cortina. Lo mismo voy al teatro que a la tiendita. Converso más con
personas auténticas que con artistas disfrazados. No me cae bien la gente que
envidia, desde un librero o detrás de la pantalla, el exceso de placer que la
gente encuentra en una reunión amena, entre garnachas, risas y encuerados. Eso
sí, no estoy de acuerdo con la música a todo volumen y a todas horas del día.
A la gente no hay culto que la aguante ni la entienda, porque no se trata de eso. Arremeten
contra aquellos que cambiaron el voto de la Presidencia por una televisión
plana o un vale de despensa. La pregunta es: ¿en dónde están los que quieren educar a la sociedad desinformada? Yo le
digo, espere: detrás de un monitor, sudando aire acondicionado, mientras sus
educandos se rompen el lomo desde las seis de la mañana. Claro que si yo me
estuviera muriendo de hambre, también aceptaría la despensa e igual seguiría
votando por el Diablo. Todo en su momento: tampoco nos iremos de la boda de tu
prima nada más porque pusieron a Paquita.
¿Y qué pasó con Juan Gabriel? Hay que
dejarlo morir en paz. Que si está vivo, mejor para él y su familia. Creo que a
nadie le afecta que siga por ahí viviendo tranquilo y viejo, como dicen que
vive Elvis Presley. ¿Y qué si Michael Jackson sigue vivo? ¿Lo lincharían hasta
matarlo por haber mentido a sus fanáticos? No lo creo.
Es verdad que nadie se acuerda del muerto
hasta que está muerto de veras, porque entonces todos lo conocían y apreciaban.
Más o menos éste es el fenómeno que ocurre en el ambiente literario. Muere un
escritor y todos lo recuerdan, le erigen monumentos, lo incluyen en infames antologías
o le agregan a sus libros prólogos y estudios estilo Ediciones Cátedra, que nada
más entorpecen la lectura. Es perverso que el medio intelectual mexicano espere
la muerte de un despistado para honrarlo como Dios mandaría, si existiera. Acaso
existen muchos vivos importantes que no se dan abasto o la verdad es que el
orgullo afloja cuando el otro muere. Y todos opinan, porque al fin que el
muerto ya no respira ni se defiende.
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