viernes, 2 de septiembre de 2016

El efecto Juan Gabriel, los cultos y la gente

por Mario Note Valencia


Quién entiende a la gente. O dicho de otra manera: no hay quien la aguante. Sin embargo, me agradan las ocurrencias populares. Me dan gracia, me mantienen ocupado entre que hago y no otras tareas cotidianas. Por ejemplo la reciente muerte de Juan Gabriel, ícono de la garnachería mexicana, que ha generado una fiebre de opiniones entre los fanáticos que se acordaron de él justo en su muerte y entre los otros que les daba igual desde el principio. Al enterarme de la noticia vinieron a mí varios recuerdos y quise escribir un texto in memoriam, pero se me fueron las ganas cuando vi la sarta de cursilerías que los usuarios publicaban en redes sociales y portales web de noticias. En fin: me abrieron los ojos y me salvaron del ridículo.

En mi provincia, uno puede andarse por las calles escuchando comentarios fantasiosos, como ése que Juan Gabriel, óigalo bien, fingió su muerte. ¿Cómo cree? Sí, así como le digo. Luego traen a colación otros casos parecidos para fundamentar la hipótesis: dicen que Pedro Infante no murió, lo mismo Michael Jackson y Elvis Presley; que el mismo fin tuvo la luchona Jenny Rivera y que la han visto por ahí bien campante, como si nada.

Dice el señor de la esquina y su esposa cachonda que no es más que un teatrito de Juanga para descansar un rato de la gente y de las cámaras. La gente fríe la noticia como si preparan chicharrón y fritangas en un cazo que también dará manteca pa’ frijoles y tamales. Las conversaciones, elucubradas por el imaginario televisivo, son entretenidas, ideáticas y sirven, como los calmantes, para pasar el rato, sirviéndolos con limón, sal y salsa Valentina, con pausas que van de engullir la botana a chuparse los dedos para limpiarse el picante. Una cerveza, joven, ¿gusta? A veces, le digo, por lo general yo soy el que va detrás de la muchacha.

He comprendido más la mecánica de la realidad escuchando a los carniceros, los destazadores y las personas que preparan las carnitas. El tiempo que trabajé en el Rastro Municipal de Tecomán me enseñó que los comerciantes de res y de cerdo, así como la gente que vive del sacrificio y la destaza, no desperdician ni un gramo de la carne que rebanan. Aquí en el Rastro, el Diablo nunca chupa las cosas cuando caen al suelo, porque entonces no quedaría nada para vender. A todo le encuentran uso, comestible, con excepción del pelo de los cerdos y los becerros que extraen de las reses sacrificadas.

Estoy habituado a escuchar las teorías que se inventa la gente. Soy un espectador en cubierto. Aunque es entretenida la platicada, me alejo de la tertulia y las fritangas cuando ya no le veo razón en eso de darle vueltas y vueltas a la muerte de un mismo hombre. Yo sólo pasaba por aquí, les digo. Y ya paso a retirarme. Una cerveza para el camino, joven, ¿gusta? Camino. Detrás de mí se confunden las risas de mis antiguos comensales con el traqueteo de las motocicletas y los coches. El semáforo. La densa neblina gris que respiro me recuerda al aliento del mofle y el escape.

Pienso en la gente que pasa la tarde reunida en ágoras hechas con sillas de plástico, pequeños bancos y echaderos semidescosidos, con el cazo de carnitas en el centro, emulando al antiguo oráculo, pero con dos mil años de retraso. La tarde cae con ellos; el sol se hincha con pláticas que superan la cercanía de su realidad inmediata. Gente como cualquier otra gente, con virtudes y defectos, pero exquisito y vago sentido del humor. Podríamos invitar al Papa o al Presidente y estarían a la misma altura que el señor de la esquina y su esposa cachonda.

La gente sincera no llora por la muerte de sus ídolos. Pero hay harto de gente payasa y ridícula. Yo no he visto a ningún intelectual y culto, sabedor de la alta cultura (alta mis verijas, espeta don Rigo), salir a la calle para darse golpes de pecho y derramar lágrimas de cocodrilo. No pasan de escribir un texto, nutrido de cursilerías, en las que uno ya no sabe si lo escribieron llorando o embutidos en conservadores y resentimiento. Esta clase de cultos son como una plaga que se reproduce salvajemente en internet. Dan su última palabra y atacan a la gente que yo estimo, nada más porque en su vida han leído un libro entero o porque su realidad no pasa de la televisión por cable, la cerveza espumosa, el futbol de primera y segunda división o la brizna de quincena que les llega.

Pues, mire usted, puedo estar en ambos lados de la cortina. Lo mismo voy al teatro que a la tiendita. Converso más con personas auténticas que con artistas disfrazados. No me cae bien la gente que envidia, desde un librero o detrás de la pantalla, el exceso de placer que la gente encuentra en una reunión amena, entre garnachas, risas y encuerados. Eso sí, no estoy de acuerdo con la música a todo volumen y a todas horas del día.

A la gente no hay culto que la aguante ni la entienda, porque no se trata de eso. Arremeten contra aquellos que cambiaron el voto de la Presidencia por una televisión plana o un vale de despensa. La pregunta es: ¿en dónde están los que quieren educar a la sociedad desinformada? Yo le digo, espere: detrás de un monitor, sudando aire acondicionado, mientras sus educandos se rompen el lomo desde las seis de la mañana. Claro que si yo me estuviera muriendo de hambre, también aceptaría la despensa e igual seguiría votando por el Diablo. Todo en su momento: tampoco nos iremos de la boda de tu prima nada más porque pusieron a Paquita.

¿Y qué pasó con Juan Gabriel? Hay que dejarlo morir en paz. Que si está vivo, mejor para él y su familia. Creo que a nadie le afecta que siga por ahí viviendo tranquilo y viejo, como dicen que vive Elvis Presley. ¿Y qué si Michael Jackson sigue vivo? ¿Lo lincharían hasta matarlo por haber mentido a sus fanáticos? No lo creo.

Es verdad que nadie se acuerda del muerto hasta que está muerto de veras, porque entonces todos lo conocían y apreciaban. Más o menos éste es el fenómeno que ocurre en el ambiente literario. Muere un escritor y todos lo recuerdan, le erigen monumentos, lo incluyen en infames antologías o le agregan a sus libros prólogos y estudios estilo Ediciones Cátedra, que nada más entorpecen la lectura. Es perverso que el medio intelectual mexicano espere la muerte de un despistado para honrarlo como Dios mandaría, si existiera. Acaso existen muchos vivos importantes que no se dan abasto o la verdad es que el orgullo afloja cuando el otro muere. Y todos opinan, porque al fin que el muerto ya no respira ni se defiende.


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