por
Mario
Note Valencia
La llegada de Donald Trump a la Casa
Blanca ha despertado todavía más el recelo de la oposición. Lo que alguna vez
se pensó imposible ahora es una realidad… incómoda, pues su llegada se vaticinó
como el peor de los escenarios posibles. El paso de este presente nos lo dirá
todo; no hay oráculo más preciso que el presente mismo.
Sabemos que las políticas de Trump
afectarán directamente las relaciones entre sus países aliados (incluyendo
México). Sobre cómo afectarán, aún no lo sabemos. Lo que sí sabemos es que
muchos compatriotas indocumentados temen su repatriación a México porque (en
realidad) aquí no existen programas gubernamentales que resuelvan el problema
de ser enviados de regreso y, como en muchas ocasiones, en plan de desecho
social.
La unión capitalista de primeras potencias
y países tercermundistas ha cosechado la constante migración de civiles. En el
caso de Estados Unidos y América Latina las razones son económicas. Si vemos a
Europa: las guerras por el control de regiones africanas y otras orientales más,
convocadas por las primeras potencias (tradición que lleva más de cien años
desde el Imperialismo), han estimulado la violenta migración de miles de
personas, tal y como ha sido el caso de Siria. Los refugiados de Siria no
buscan una nueva casa, sino precisamente un abrigo provisional a la guerra que
no convocaron ellos.
Tijuana, B. C. (México), se ha convertido
en el principal conducto por el cual regresan los latinoamericanos después de
ser deportados. Sin tener a dónde ir, viven en los canales de la ciudad esperando
una oportunidad para volver a cruzar o, bien, mantenerse al día porque no
tienen recursos para volver a su lugar de origen (sureste de México, Guatemala,
etc.). Frente a tal escenario, las organizaciones civiles e independientes cumplen
su labor de asistencia social recibiendo a cientos de indocumentados en sus
comedores todos los días.
La deportación es un problema: los
deportados llegan a Tijuana y vuelven a pisar su tierra, pero ésta no se abre
como refugio sino como penitencia. No hay trabajo en la ciudad para todos ellos;
no hay suficiente ciudad para todos. El instinto por sobrevivir conduce al robo
y, por otro lado, al uso de drogas que, a cambio de unos cuantos pesos, les
calme el dolor, el hambre y la sed. La heroína,
por ejemplo, es de uso común entre los grupos más marginados. Las
organizaciones civiles no pueden hacer más que repartir entre ellos jeringas
nuevas, comida y condones. Moraleja: alguien tiene que hacer algo por nuestros hermanos
porque el gobierno (¡su gobierno!) aún no sabe qué hacer.
Hay quienes se mantienen en la frontera de
Tijuana (y en las condiciones precarias ya mencionadas) porque no tienen otro
objetivo que regresar a Estados Unidos y volver a ver a su familia que se quedó
del otro lado. Hay quienes estuvieron
en la cárcel; otros, en cambio, sirvieron al ejército de Estados Unidos, pero
que los repatriaron por algún problema legal, sin derecho a réplica o negociar
después de servir al país vecino durante muchos años. Así ha sido, incluso, sin
Donald Trump en el poder.
En mi viaje a Tijuana (en el 2013) no pude
ignorar la cantidad de indocumentados al filo de las carreteras fronterizas. Los
recuerdo como sombras encorvadas, flacas y lentas por la cantidad de tierra y
grasa que habían acumulado en sus ropas. ¿Cuánto tiempo llevaban así? Sentados
en una piedra, bajo un árbol sin hojas, sus cuerpos calientes por el sol de
mediodía.
¿El nuevo muro de Trump acabará
definitivamente con la esperanza de los deportados? Son presas de la vigilancia
policial y de las organizaciones criminales. Presas de los polleros que, estafándolos, los dejan a su suerte en el desierto o
los venden a otro grupo criminal en calidad de secuestrados. Presas en su
propio país y en el otro. ¿Cuál será el escenario después de que Donald Trump
cumpla su palabra?
Recuerdo el famoso adagio que vi pintado
en la frontera laminada: “También de este lado hay sueños”.