martes, 13 de junio de 2017

En la frontera

por 
José Calderón Mena


Vengo llegando de un viaje que tardó mucho más de lo planeado.

He vivido en Empalme por más de cinco años, pues tiene la ventaja de estar cerca de la frontera, la cual cruzo para trabajar en los tiempos de cosecha. Mi trabajo es en el campo, pero no estoy legalizado, así que tengo a mi familia de este lado y los visito dos veces al año. Vivo con mi mujer y mis dos hijos.

Tuve la mala suerte de ser sorprendido y apresado por la migra; estuve dos años en la cárcel y vengo a encontrarme con una historia que no entiendo, o, más bien, tengo miedo de entender.

Poco antes de volver supe por un amigo que había llegado mi hermano Juan a Empalme hacía cosa de un año, y sólo para pedirme que lo dejara vivir en mi casa en lo que podía pasar al otro lado. Mi mujer le explicó la situación y lo invitó a quedarse en la casa, de donde iba y venía a trabajar del mismo modo que yo lo hacía.

Pasó un año y me enteré que mi mujer tuvo un tercer hijo, que, según se dijo, murió al nacer.

Acabo de llegar y tengo ante mí los ojos sorprendidos de mi mujer y mi hermano y no sé qué pensar, por más que hago cálculos no me salen las cuentas, y tengo miedo de preguntar.

Siempre tuve una buena relación con mi hermano, era mi confidente y me enseñó muchas cosas. Siempre fue mi ejemplo a seguir.

¿En qué fecha nació el niño? ¿Es cierto que nació muerto? Alguien recuerda haberla visto cargando una criatura. ¿Cuándo llegó Juan? El llanto de mi mujer la delata, ¿por qué?

*

Dios mío, ¿qué hago? ¿Cómo le explico a Pedro lo que pasó? ¿Y si le doy otra fecha del nacimiento del niño para que crea que es suyo? No, no, porque va a investigar y se va a dar cuenta. ¿Por qué tuvo que encontrar a Juan aquí? Nos va a hacer algo porque todo nos acusa. Nunca lo había visto así; no quiero ni pensar qué va a ser de mí y de mis hijos.

*

No sé qué pensar ni qué decir. Tengo frente a mí a mi hermano y no encuentro la manera de justificarme. Yo sé que todo me acusa, pero no lo voy a aceptar, lo voy a negar todo. Que busque por otro lado, hay muchas cosas que pudieron haber pasado: un mal cálculo, una violación, un mal comportamiento de María al verse sola. ¿Por qué yo? ¿Por qué conmigo? No se va a arruinar esta buena relación de hermanos.

*

¿Qué pecado tan grande se cometió en esta casa que ni siquiera se puede respirar?

lunes, 1 de mayo de 2017

Dos tamales y un chocolate

por
José Calderón Mena


Era la madrugada del Martes Santo, 1950, cuando se escucharon las vociferantes llamadas de dos mujeres a unos pasos del molino del pueblo:

–¡Adolfo, ya es hora!
–¿Te quedaste dormido?

Nada. Sólo el silencio y el eco de sus gritos en la calle, desierta, apenas iluminada por la luna creciente. Como no obtuvieron respuesta, decidieron golpear la ventana del molino, aparentemente cerrada. Al hacerlo ésta cedió, abrió su oscura boca dejando ver la huella roja de una mano en el postigo. Alarmadas, regresaron a su casa con su nixtamal a cuestas para contar lo que habían visto y para que los hombres de la casa fueran a buscar a don Emilio, el dueño del molino, que vivía unas calles más arriba.

Adolfo era un muchacho muy bien parecido, de unos veinticuatro años, alto, de ojos claros y sonrisa fácil que se fue ganando la empatía y el aprecio de las clientas del molino. Había llegado de un pueblo cercano a solicitar el puesto de encargado del molino, y como no tenía familia en el pueblo, don Emilio le permitió vivir ahí, así que también tenía el cargo de velador. Serio y responsable con su trabajo, no se metía con nadie y aceptaba agradecido los bocaditos que le llevaban las señoras para que desayunara.

Elvira Guillén era una mujer aún guapa que andaba en sus cuarenta y cinco, y tenía dos hijos rondando los veinte, ambos de padres desconocidos. Formaba parte de esas familias que son señaladas como libertinas (y deshonestas) en el infierno grande que suelen ser los pueblos chicos.

Elvira se prendó a tal grado del joven molinero, que no pasaba día sin que le llevara algún obsequio o se ofreciera a ayudarle cuando faltaba alguna empleada, propiciando algunos roces que Adolfo esquivaba discretamente.

Por esos días empezaron a acompañarla sus hijos al molino. El mayor, Leonardo, no dejaba de mirarla con enojo y reprobación; mientras que Martín, el menor, no quitaba los ojos de Adolfo, por lo que éste empezó a cruzar miradas con él.

Cuando don Emilio llegó al molino y entró al cuarto donde dormía Adolfo, no podía creer lo que veía: el cuerpo desnudo de su empleado con la cabeza rota de un tubazo, un corte en la garganta y sus partes nobles incrustadas en la boca. Y sangre, sangre por todos lados, iluminada por una lámpara de petróleo al lado de un plato con dos tamales y una taza de chocolate.

Nadie supo a ciencia cierta lo que pasó, todo mundo hacía conjeturas y tenía su propia versión; pero el crimen jamás se aclaró. Sólo unas cuantas mujeres desmañanadas aseguraban haber visto a Elvira Guillén, en los lavaderos comunitarios del ojo de agua del pueblo, tallando con fuerza la ropa de sus hijos de la que, afirmaban, salía un líquido oscuro.


martes, 4 de abril de 2017

De bosques y mares

por
José Calderón Mena


Contemplando el apacible atardecer en éste, su nuevo y definitivo hogar, Yelapa, en la costa mexicana de Jalisco, José recordaba su infancia lejana. Primero en Inglaterra, en el castillo del gran amigo y socio de su padre: Lord Weetman Pearson, vizconde de Cowdray, quien amablemente los invitó a pasar una temporada en su casa cuando emigraron a Europa después de la dimisión y exilio de su abuelo, con quien, según lo acordado, se encontrarían meses después en Biarritz, País Vasco francés.

Por recomendación médica, la familia viajó de París al balneario con el fin de tomar unas vacaciones y, por otro lado, estabilizar la salud del anciano que empezaba a deteriorarse. Concluido el periodo de descanso regresaron a París con el abuelo y su esposa, y se establecieron en la nueva residencia del Patriarca, ubicada en el número 26 de la Avenida Foch.

El 26 de la Avenida Foch queda a pocos pasos del Bosque de Bolonia, donde la familia salía a pasear con frecuencia, añorando su amado y lejano Bosque de Chapultepec, hasta que el viejo general ya no pudo caminar más y se conformaba con contemplar el paisaje desde su ventana. Una mañana lo encontraron en esa misma contemplación, pero ya sin brillo en los ojos.

Después de la muerte del abuelo, la familia continuó viviendo en la misma casa, los padres, los hermanos y la viuda del General, llevando una vida normal y frecuentando amistades que compartían con ellos el exilio.

Luego de algunos años, José conoció a Christianne, nieta de un amigo de su abuelo. Luego de casarse, se fueron a vivir a un castillo del Valle del Loire que los padres de su ahora esposa compartían con los abuelos. José se dedicó a cultivar la tierra para de esa manera contribuir con los gastos de la casa.

José había nacido a principios del siglo XX en el Castillo de Chapultepec. Nació con cierta discapacidad en el sistema óseo que le impedía caminar erguido, lo que no le impidió llevar una vida más o menos normal, siempre tratando de adaptarse a los privilegiados entornos en los que le tocó vivir. Sin embargo, nunca se sintió totalmente integrado ni a su familia ni a una casa a la que pudiera llamar suya.

En su regreso a México, a mediados de los años 30, gracias a un decreto del General Lázaro Cárdenas que les concedía la amnistía, la familia se reintegró a su nueva realidad mexicana lo mejor que pudieron. Llegaban a un país muy distinto del que habían dejado; lo sabían suyo, pero lo sentían ajeno, extraño, a pesar de que conservaba gran parte de su patrimonio pasado.

Los padres de José se instalaron en la casa de su hermano Genaro por el rumbo de Chapultepec, y éste y su esposa, en la casa del abuelo de Christianne, en la calle de Héroes, colonia Guerrero.

Así transcurrieron algunos años en los que José intentó varios negocios sin éxito. Murió el abuelo; la abuela hacía tiempo que se había adelantado. Siguieron viviendo con los padres y la hermana de Christianne. Tuvieron dos hijos: Bernardo y Catalina.

José seguía fracasando en cuanto negocio emprendía, así que su esposa aceptó un empleo que le ofrecieron en el Servicio Exterior, y viajó a la embajada mexicana en París. En cuanto al hombre, éste dejó a sus dos hijos adolescentes a cargo de sus abuelos y salió a la calle sin rumbo fijo.

Deambulando con su soledad y su tristeza, buscando sin encontrar, fue a dar al más lejano origen que recordaba: el mar.

Alguien le había hablado de Yelapa, una aldea pequeña situada en la Bahía de Banderas, a donde se llegaba sólo por mar, saliendo de la Playa de los Muertos, en Puerto Vallarta. Viajó hacia allá y quedó asombrado por su descubrimiento: había dado con el paraíso primigenio, la naturaleza viva y desbordada, la playa solitaria, la espesa selva que ascendía hacia la montaña y el río que se despeñaba en cascadas.

No, no era el civilizado Biarritz, ni el domesticado Loire, ésta era la obra recién salida de las manos de Dios. Aquí es donde quería vivir, esto es lo que había buscado toda su vida.

*

–Disculpe, señor, ¿usted es el dueño de la panga?
–A sus órdenes, patrón.
–¿Me podría llevar a Yelapa?
–Sí, cómo no.
–Ando buscando a José Díaz, le traigo un mensaje de su familia, me dijeron que ahí vive. ¿Lo conoce?
–¡Ah, el "ladiao", sí, sí lo conozco, es un viejo loco que dice que’sque es nieto de Porfirio Díaz. Está re’loco, igual que los otros gringos que viven ahí. Pero no lo va a hallar, hace días que lo andan buscando, subió a la montaña y no ha bajado, se ha de haber desbarrancado. 

martes, 14 de marzo de 2017

Migrantes

por
José Calderón Mena


Ésta no es una crónica de viajes, tampoco un relato de aventuras en un crucero vacacional. Ésta es la historia de la muerte de Yuhanna Assis Mafud, quien partió de su amada ciudad de Hama, Siria, a principios del siglo XX, con la esperanza de encontrar una nueva forma de vida y con la fe puesta en el viejo refrán fi al-haraka, baraka ("el que viaja cosecha bienes").

La idea de emigrar no había sido totalmente suya. Él formaba parte de un grupo de parientes y amigos quienes, cansados de la situación política y económica de Hama, se aferraron al anhelo de iniciar una nueva vid en la lejana América, de la que no tenían una idea muy clara, pero intuían que era tierra de oportunidades.

Su primera escala la hicieron en el puerto de Marsella después de recorrer el norte de África. Tenían cierta familiaridad con el idioma, puesto que los franceses dominaban a su vecina Líbano, y así pudieron embarcarse hacia América, tocando La Habana, Cuba, antes de llegar al puerto mexicano de Veracruz.

En Veracruz alguien más los esperaba, alguien que había hecho el mismo recorrido unos años antes y que de alguna manera los había convencido de los beneficios que había obtenido al emigrar.

El nuevo guía estaba establecido al otro lado de la tierra mexicana, en el Istmo de Tehuantepec, bañado por las aguas del Pacífico, y hacia allá guio los pasos del grupo.

Eligieron el sur del país porque se sabía que el norte empezaba a ser inseguro a causa de la naciente Revolución.

Pronto se adaptaron a su nueva tierra, aprendiendo poco a poco el idioma español y el zapoteco, y ejerciendo el oficio que mejor conocían: el comercio.

A los pocos años (y sin conocimiento exacto de los medios de comunicación de que echaron mano) hicieron saber a sus familias el deseo que tenían porque viajaran y vinieran a reunirse con ellos.

Calculando el tiempo que duraría la travesía, se trasladaron a Veracruz para esperar el barco que les traería a sus esposas e hijos que se habían quedado en Hama, cuatro o cinco años atrás.

Hama está situada en una franja fértil entre la costa mediterránea y el desierto, cerca de Homs y Damasco. Es una ciudad pequeña atravesada por un río; tiene un sistema de distribución de agua a base de norias; su clima es templado y por las noches sopla un viento frío desde el desierto.

Con esas imágenes en su mente, y una rara opresión en el pecho, Yuhanna mira el horizonte esperando ver el barco que le trae a su mujer, Sara, y a sus hijos, Yuhanna y Kamil, con quienes ha hecho nuevamente la travesía en su imaginación: su embarque en el puerto de Lattaquié, su recorrido por el Mediterráneo hasta Marsella, de ahí a La Habana y, finalmente, Veracruz. Junto a él, sus primos y su cuñado Isaac, también esperan a los suyos.

Después de varios días de espera, por fin aparece el barco y con él la certeza de que jamás volverían a su tierra. Al lado de su familia, con mayor razón no tendrían por qué regresar a la ahora lejana tierra de Siria.

Cuando Yuhanna Assis vio aparecer a su mujer y a sus hijos, se le aceleró el pulso de forma incontrolada. No lo podía creer: los niños que había dejado en Hama se habían convertido en jóvenes adolescentes y su mujer había encanecido.

A medida que su familia se aproximaba al encuentro, el dolor en su pecho aumentaba hasta hacerse insoportable. El viento de su antiguo desierto lo fue llenando de frío, y las imágenes de sus hijos se desvanecieron hasta desaparecer.

domingo, 5 de marzo de 2017

Reflejos

por 
José Calderón Mena


Existe una creencia popular que sostiene que en el mundo hay, por lo menos, cinco personas físicamente iguales. No sé en qué se base esta suposición, pero como toda conseja popular tiene su grado de credibilidad, sobre todo cuando queremos suponer que es real. Yo, por lo menos, en una ocasión pude encontrarme con una de ellas.

A principios de los años 70 tuve la oportunidad de realizar un viaje al otro lado del mar, un viaje que había deseado y planeado durante mucho tiempo.

Al llegar a la ciudad, de la que alguien dijo alguna vez que bien valía una misa, el grupo del que yo formaba parte decidió dar un paseo en lancha por el río que la cruza, tranquilo y sereno como la tarde y el paisaje que transcurrían a través del cristal del techo del navío.

En esa contemplación estábamos cuando vimos que se acercaba, en sentido contrario, una lancha igual a la nuestra. En ella viajaba un grupo de muchachas que nos saludaron agitando las manos y gritando algo que no entendíamos a causa del ruido de los motores, pero que supusimos era un saludo a manera de bienvenida (o por lo menos eso quisimos creer).

Casi olvidado el incidente, nos dedicamos a recorrer la ciudad: a admirar sus palacios y monumentos, sus museos y maravillosas plazas y jardines, disfrutando su encanto y su perfume, y el lejano fondo musical de un acordeón callejero.

Como buenos y aplicados turistas nos dispusimos a visitar la emblemática torre de la urbe, símbolo y orgullo citadino, pero por la que el gran Maupassant sintió tanto repudio que decidió abandonar la ciudad porque "la horrorosa torre le aplastaba la cabeza con su vulgaridad".

Esperamos el elevador que nos llevaría a lo alto de la torre. Cuando por fin llegó y se abrió la puerta, dejamos pasar a quienes bajaban. Nuevamente sorprendidos vimos un grupo de chicas que nos saludaban. Tampoco entendimos nada, ya que mientras ellas bajaban nosotros subíamos al elevador; más intrigados continuamos nuestro recorrido.

Después de visitar los barrios de la ciudad, enclavados en los montes circundantes, nos dirigimos a la catedral que se encuentra en una isla a mitad del río. Contemplamos la belleza de su arquitectura y sus grandes vitrales que producen una luz casi irreal al interior del edificio. A un costado, dentro del templo, encontramos una descuidada capilla guadalupana y al centro, en lo alto, el Cristo delante del cual se dio un tiro Antonieta Rivas Mercado.

Al salir de la iglesia nuevamente el encuentro: los saludos y los gritos ininteligibles de muchachas que ya se estaban volviendo costumbre, pero que no dejaban de intrigarme.

Después de recorrer algunos otros países del continente, regresamos a México y me reintegré a mi trabajo.

A los pocos días atendí a una clienta que me comentó que acababa de regresar de un viaje y había sido testigo del gran éxito que estaba teniendo un cantante argelino, con quien, por cierto, me encontraba gran parecido. Se llamaba Enrico Macias.

Sorprendido por el comentario, me dirigí a la Sala Margolín, una de las pocas tiendas de discos importados que había en la ciudad de México. Pregunté si tendrían algún disco de Macias y, de pronto lo tuve ante mí: lo vi, me vi. Lo vi viéndome y, al fondo, la torre, la catedral, el río.


lunes, 27 de febrero de 2017

Valeria es Valentín (o por qué ser es mejor que y)

por 
Mario Note Valencia



La palabra es la sombra del pensamiento. Un pensamiento que nace y se nutre de la emoción vital. Una emoción sensible y domesticada en los atrios de nuestra vida cotidiana. Puesto en el origen: el mamut es la experiencia y el verbo es nuestro puro intento de cazarlo.

*

Regreso a las imágenes de mi infancia. Me veo de 9 años. Una mañana cualquiera. Una escuela primaria. Pantalón tinto, camisa blanca, cabello corto. El salón es, para mi ensueño, proporcionalmente correcto. Igual las mesas y las bancas. Los techos son altos y mi profesora chaparra, pero bonita. A mis compañeros les gusta la maestra. A mí no, no me gusta para nada. Yo la veo como mi segunda madre; la escuela, una segunda casa.

Cuando no ponemos atención al pizarrón, mis compañeritos y yo platicamos entre nosotros. Si la maestra nos regaña, entonces bajamos la cabeza. Aburridos. Rayamos garabatos en la última página de nuestro cuaderno. En silencio, el garabato se convierte en un corazón. Maltrecho. Escribo dentro el nombre de la niña que me gusta. Los demás también hacen lo mismo. Desconozco si las niñas... Yo creo que sí.

La maestra dice que “ahorita vuelve”, pero todos sabemos que “ahorita se va”. Sin moros en la costa empiezan los desmanes. A mí me encanta reír con las ocurrencias de los demás. El chico que no ha vuelto del baño y el resto dice que se lo ha tragado la taza. La chica que envía besos a discreción y te pisa los zapatos nuevos: pa’ que te duren. El chico que juega con el control de los ventiladores. Mi vida amenazada: esperando el momento en que van a caer, por viejas y defectuosas, las hélices sobre nuestras cabezas.

En diez minutos pasa de todo. Son más salvajes los niños de la escuela primaria. Uno ahorca a otro, sin apretarlo mucho. Un juego que a veces incomoda, o molesta; un juego que divierte al abusivo. Hay quien se roba los lápices y los esconde en su mochila. Otro que en un momento de distracción general avienta los abrigos a los ventiladores. Es divertido, sí, pero ése ha sido mi abrigo que ha salido volando, como mi vida.

En un minuto de silencio y reflexión los hombrecitos nos reunimos alrededor de una mesa. Las niñas no saben lo que tramamos. Es mejor que no lo sepan. Inspeccionamos juntos las páginas prohibidas del libro de Ciencias Naturales. Dos dibujos: una mujer y un hombre. Completamente desnudos. Damos vuelta a la página. No comprendemos el interior laberíntico del aparato reproductor femenino. Es un dibujo. Es un misterio dibujado. Pero es cosa de hombres, o eso dice el ahorcador certificado del salón (al que hay que decirle que sí, tiene razón, para que no nos ahorque). Entre risitas nerviosas y pensamientos precoces, cerramos el libro. Ha sido suficiente. Volvemos a la jungla.

Ahí viene la maestra, grita una chiquilla. Todos corremos a sentarnos. No era verdad, nos ha timado.

¿A quién le haremos la maldad el día de hoy? Los ahí reunidos pensamos en Valentín. Él ha salido a comprar a la cooperativa. Mi camarada de mesabanco me da el gis de la maestra. Hazlo tú, me dice, y él y otros se ríen en complicidad. Yo sólo dibujo el corazón, les digo. Entonces voy al pizarrón. Éste es mi día, pienso. Lo he practicado durante muchos días en mi cuaderno, aunque he olvidado perfeccionar la técnica. Dibujo un corazón. No me sale a la primera. Borro con mi mano lo que parece un pulmón y vuelvo a intentarlo. Listo. Ahora sí. Le devuelvo el gis a mi camarada, y él escribe “Valentín y Valeria”. Indiscretos volteamos a ver a Valeria. ¿Sabrá que es del gusto de Valentín?

Regresa Valentín. Se muere de vergüenza. Se enoja con nosotros. Un enojo que no durará mucho, porque somos niños, no rencorosos. Además, por decirlo de alguna manera, le ayudamos a dar el primer paso: la aceptación pública de su amor secreto. Valentín, sonrojado, borra con su mano el designio amoroso, borra “Valentín y Valeria” pero olvida borrar el corazón que dibujé. Mis amigos y yo sabemos que se ha abierto la Caja de Pandora: empezará una guerra de confesiones de secretos. ¡Qué bonita guerra, al fin! Pero qué bochornoso, porque Valentín sabe todo de nosotros. El maldito sabe que me gusta la mejor amiga de Valeria. A lo mejor yo soy la siguiente víctima y lo peor es que puede ser en cualquier momento. Cuando vaya al baño y la maestra se haya ido. Cuando vaya por el abrigo, quién sabe, a lo mejor cuando me ocupe en revisar otra vez el misterio del aparato reproductor femenino.

*

Los años han pasado. Quince años, nada más. Recibo en mi casa una invitación para la boda de un tal Valentín y una tal Valeria que conocí hace muchos años. Quince años, ha. Al final, cómo son las cosas, lo que escribimos en el pizarrón cuando niños, cuando no sabíamos nada, cuando no había manera de saber que la infantil maldad se convertiría en el único acierto de nuestro futuro, entre otras tantas cosas que siempre nos dijo la maestra sobre cómo funcionaba la vida, de dónde venían los niños, pero que, al final, otra vez, no resultaron tan ciertas ni tan prácticas. Y aunque el amor es complicado, la edad de mis 9 se reduce a esta pequeña tarjeta blanca.

Dentro de la tarjeta se especifica la fecha, hora y lugar del evento. El templo, la misa. Los padres y los padrinos. Mi nombre en el espacio de invitados. La parte inferior es ocupada por un marco de guirnaldas y en el centro un corazón de plata. Anuncio amoroso: “Valentín y Valeria”. Entonces pienso en el grado de acercamiento que supone la conjunción “y”, y si acaso existe una mejor manera de traducir, fielmente, en palabras lo que nos dice ese gesto juguetón de enamorados. No quiero la sombra del pensamiento, quiero el verbo, el mamut, el laberinto resuelto.

Para el caso me dirijo a la poesía. En la poesía una metáfora efectiva no consiste en decir que algo es “como”, sino sencillamente “es”. No es lo mismo decir “eres como la poesía” que “eres poesía”. Tampoco “el agua es como un espejo” que “el agua es espejo”, o más todavía: “agua, espejo”. La pequeña y precisa partícula “es”, bien usada, puede ser más poderosa, en el caso de Valentín y Valeria, que la conjunción “y”.

La conjunción “y” adiciona, une, pero en su unión, aparentemente inmediata, existe un lapso, una duración, una, pues, pequeña separación, por más que sea dúctil, suave o condescendiente a las formas espaciales del tiempo y su lectura. Entiendo que el orden de la oración es sólo azar, pero también es ocioso adivinar si todo fue por simple efecto fónico y conveniencia: “Valentín y Valeria” o “Valeria y Valentín”. ¿Cuál suena mejor? ¿Qué orden es justo y bellamente estético a la vez?  Mi respuesta la doy con el verbo ser, para este caso: “es”.

Ser, que no es parecer ni semejarse, que conserva el poder de la metáfora. Poesía. Entonces corregimos: “Valeria es Valentín”, “Valentín es Valeria”, que en mi opinión el orden ya no importa porque son equilibrio y sobre todo unidad. Que lo que Dios una, no lo separe el hombre. Ya me adelanté a la misa.

Considero positivas todas las ensoñaciones que la nueva construcción gramatical provoca. Aunque también implica responsabilidad con respecto a la metafísica aludida. Pues uno ya no es sin la otra, y viceversa. Dos seres que por fin encuentra su porción de paraíso.

La boda de Valentín y Valeria me recuerdan las nupcias entre Ares y Afrodita. Vuelvo al tiempo original. Hoy: Valentín es Valeria. A veces nos toca ser Eros (es decir Amor-Cupido, hijo de Afrodita) con el gis que usé como una de sus flechas y el pizarrón como mi lienzo. Y, ahora que lo pienso, quizás por eso nunca me gustó la maestra de mi escuela: ella que era la misma Diosa del Amor. Encarnada. Un misterio.


sábado, 25 de febrero de 2017

De música y metralletas

por 
Mario Note Valencia


Los antiguos griegos sugerían no decir nada para no caer en el error. Otros apuntaron que es más sabio el que no responde o el que sabe guardar silencio. En todas partes sabemos que frente momentos dolosos de terceros es mejor no decir, como los griegos, nada. Y tanto se ha advertido como para que dicha sabiduría popular no llegue a oídos de los funcionarios públicos: el pasado viernes 17 de febrero, sin aviso previo ni propaganda, una banda sinfónica de la Secretaría de Defensa Nacional (SEDENA) orquestó música en vivo en un centro comercial (al norte de la ciudad) y después en el Jardín Principal de Colima.

¿Cómo nos enteramos? Fue una sorpresa. En redes sociales se transmitió en vivo la hazaña musical de los militares. Miles de “likes” y “corazones rendidos” llovieron de todas partes de Colima. Unos llegaron a lamentar no estar ahí presentes; otros pocos, sin embargo, opinaron distinto. Ya advierto que con lo que diré a continuación iré en contra de la opinión de miles de personas (en contra de mi propia gente) a las que se les hizo agua la boca cuando vieron y escucharon esta semblanza (extraña) de militares tocando instrumentos.

Lo del viernes 17 de febrero ha sido, culturalmente hablando, un error. Un error que peca de inocencia e ignorancia. Un error garrafal y, sobre todo, de mal, muy mal gusto. Todo empieza a tener este sentido si ponemos en contexto la actuación de los militares: Colima tiene dos de los municipios más violentos del país (Tecomán y Manzanillo) y no hace más de un mes que, al menos en Tecomán, han llovido retenes de la SEDENA en todos los puntos de entrada y salida del municipio. Incluso con esta vigilancia la violencia no ha cesado y, para colmo, el mismo día de la llegada de estos refuerzos militares hubo secuestros a escasos kilómetros de sus puestos de control.

El error no es para nada de la SEDENA ni de los infantes que cumplen la labor que se les manda. Y digo que no es de la SEDENA porque ésta responde a los mandatos del Gobierno Federal, el mando superior que decide sobre toda la fuerza armada en México. Creo que fue en el año 2009, o antes, cuando el presidente de entonces, Felipe Calderón, sacó a los militares de sus cuarteles para patrullar las calles. La culpa de tantas violaciones a los Derechos Humanos en manos de los militares ha sido responsabilidad del Presidente de la República: en ningún momento se dijo que los militares se habían formado para detener ladrones callejeros o calmar manifestaciones, ellos, claro está, se formaron para defender a la nación en caso de una intervención extranjera, no para hacer lo que a otra fuerza judicial le corresponde.

Recuerdo que una de las campañas políticas de Andrés Manuel López Obrador era empezar a vaciar las calles de la vigilancia militar, propuesta que favorecía tanto a los ciudadanos como a los mismos militares que pierden la vida por una lucha que no les pertenece, o por las barridas y tropezones de la corrupción que los mismos políticos cometen. Eso propuso López Obrador para tener otra facción popular más de apoyo y ganar las elecciones presidenciales del año 2012; sin embargo, hubo un secreto a voces muy poderoso que, aunque fuera el hilo negro, me imagino que ayudó a Enrique Peña Nieto a ganar la presidencia.

Enrique Peña Nieto representaba el retorno del PRI y con él, dijeron muchos en secreto, vendría la calma, el reposo de las armas. Y ese bajar las armas significaba que ser policía o militar ya no sería un trabajo de riesgo. Pero vamos a ser claros: con el PRI en el poder, la corrupción iba a fluir sin sangre derramada, es decir que el narcotráfico no se vería detenida por la vigilancia militar y, en consecuencia, poco a poco (eso se supuso) la SEDENA se retiraría de las calles, aunque las operaciones militares en la sierra, claro está, serían una simulación pre-programada para la propaganda social y política: “decomisaron droga, quemaron plantíos”, pero detrás de cámaras tanto productores como capos entenderían que era parte del trato (teatro), como se hizo, especulo, antes de que Felipe Calderón alborotara el panal.

Desde el 2012 al presente (2017) el escenario no es ni un poco de lo que se esperaba. Es mucho peor. Les explotó la palomita en la mano a capos y políticos corruptos. En consecuencia, el negro plan maestro priista se ha ido al caño y todos los ciudadanos (civiles y uniformados) la estamos pagando caro. La justicia es, era, fue… Inocentes y culpables, la violencia también es ciega. Y no veo para cuándo se vaya a acabar.

Entonces, volviendo al tema, cuando vi la participación de la banda sinfónica de la SEDENA, hace una semana en Colima, no pude más que pensar: qué clase de perversión es ésta. Supongo que Secretaría de Cultura, coludida con el Gobierno Federal, quiso dar una “buena impresión” de la intervención militar en el Estado de Colima. Pero incluso esta acción desprovista de malas intenciones es contradictoria: ¿qué hacen los militares tocando instrumentos cuando les hacen falta refuerzos para detener la violencia en Tecomán y Manzanillo? Bueno, en sentido estricto eso es lo que se lee entre líneas, y hace falta ser pendejo para no darse cuenta.

Repito: estoy seguro que en dicha programación cultural no tuvieron que ver los militares y que el responsable de los músicos sólo respondió a los oficios del Gobierno Federal (como demanda la Constitución). Sé que dentro de la formación militar en México no todo es “apunta y dispara”, pues incluso existe una escuela militar gratuita que ofrece licenciaturas e ingenierías. El problema radica en que plantaron su concierto artístico y popular en un momento inadecuado, y no porque no sepan tocar (sí saben) o porque no nos gusten los conciertos, sino porque concuerda con el evidente fracaso del Gobierno por tratar de detener la violencia.

Buena imagen la de Octavio Paz con respecto a la poesía: el arco del guerrero y la lira del que canta. Terrible conjunción cultural: el uniformado… con trombón y metralleta.

*  *  *

Fotografía de Juan Carlos Cruz. Soldado mexicano cargando los cascos de sus compañeros caídos en la emboscada de Sinaloa (2016). Yo me pregunto, como en muchos otros casos: ¿era realmente necesario todo esto? 

jueves, 16 de febrero de 2017

El actor

por José Calderón Mena


El oficio actoral es una de las disciplinas artísticas que han acompañado al ser humano a lo largo de toda su historia.

Con toda seguridad tiene su origen en los juegos infantiles. Antes de aprender a leer y a escribir jugamos a actuar y a dibujar. Todos somos pintores y actores y ejercemos gozosamente esa libertad que vamos perdiendo con los años.

Tal vez perdamos el interés o la destreza para el dibujo, pero seguimos actuando a lo largo de nuestra vida según sea el interlocutor que tenemos enfrente: somos uno delante de nuestros padres, otro delante de nuestros hijos, de nuestros jefes, de nuestros amigos, etc. Es un comportamiento inconsciente pero real, no necesariamente poco auténtico sino humano.

Cuando se tiene el gusto o la vocación por el ejercicio dramático, el actor debe someterse a una serie de técnicas para aprender, hacer propias, toda una gama de emociones humanas, y poder transmitirlas al espectador y que éste las perciba como auténticas.

Se dice del actor que es un ser humano inadaptado y neurótico, inconforme de ser quien es y por eso quiere ser siempre otro.

Dice Albert Camus: "El actor es un ser existencial: mientras está en escena está vivo, fuera del escenario, sin empleo, está muerto. El actor es un ser absurdo por excelencia que, no contento con llevar a cuestas su propia piedra, carga con las de todos los personajes que representa, sólo vive mientras pisa las tablas del escenario".

Nada más cierto y más cruel: el proceso artístico creativo del actor es él mismo: es su propia hoja en blanco, su propio lienzo vacío. Cuando culmina su creación, se desvanece.

Recibe el aplauso a su esfuerzo, el reconocimiento a una catarsis momentánea y desaparece.

Existen en la memoria documental y colectiva los nombres de los grandes dramaturgos: de Sófocles y Esquilo hasta Shakespeare y Lope, de Moliére, de Ibsen de Miller, de Williams, de todos; pero ¿quién recuerda a los actores? El cine y las autobiografías nos reportan algunos, pero la mayoría está en el olvido, a pesar de ser la pieza más importante en una representación teatral.

Lo dijo hace años Jerzy Grotowsky en Hacia un teatro pobre: "Para que el teatro exista puede prescindir de casi todo: de obra, de local, vestuario, maquillaje, luces, tramoya, de todo: menos de un actor y un espectador”.

* * *

Fotografía de Javier Lester Abalsamo

lunes, 6 de febrero de 2017

Pequeñas noticias del rumbo

por Avelino Gómez


A dos calles de mi domicilio, en la fachada de una modesta casita de una planta, alguien colocó un colorido cartel rotulado con grandes letras. En él, se oferta un servicio a los vecinos. El anuncio, textual, dice: “Se ensayan valses a domicilio/ Informes aquí”.

Podría jurar que el cartel no estaba ahí la semana pasada. Si acaso lo colocaron hace dos o tres días. Es tan visible que toda persona que camina, o pasa en coche por esa calle, no puede evitar leerlo. En mi caso, ha sido un poco peor: no consigo alejar de mi memoria la imagen de ese letrero. El cartel no ha parado de bailar un eterno vals vienés en mi cabeza desde hace dos días.

Supongo que, para quien colgó el letrero, el impacto-beneficio será fuerte, porque los habitantes de mi colonia tienen una notable proclividad a celebrar los quince años de las jovencitas en fiestas que ameritan cerrar calles. Se añade el hecho que las celebraciones son sonorizadas con treinta bocinas que emiten un sonido horrible y repetitivo y que, a juzgar por el comportamiento de la gente cuando lo escucha, es música bailable.

Por entendido no daré detalles de la cantidad de mesas y sillas que se instalan, de banqueta a banqueta, sobre el arroyo de la calle. Pero imagino que ahora, gracias a los servicios de alguien con espíritu emprendedor, las fiestas de Quince Años lucirán más formales y bonitas, haciendo que la celebrada ejecute, acompañada de sus damas y chambelanes, un vals de 30 minutos. No me quejo, seguramente esto es una especie de avance.

Pasado el tiempo, a las mamás de las quinceañeras se le prenderá el foco y decidirán que danzar un vals en la calle no es algo propio para una jovencita que recién se incorpora a la vida social de los adultos. Por consiguiente, es probable que las mamás de las jovencitas quinceañeras optarán, en el futuro, por organizar el ágape en salones de fiestas, los cuales, dicho sea de paso, tienen grandes y lustrosas pistas de baile.

En nuestra colonia iremos pues mejorando la convivencia vecinal, gracias a la persona que ensaya valses a domicilio. Y ahora me pregunto por qué a nadie se le había ocurrido antes ofrecer un servicio así. Veamos: según el último censo del INEGI, en nuestra zona postal tenemos, por cada cuadra, un promedio de 22.5 jovencitas a punto de cumplir quince años. Ese es un potencial de mercado y clientela notablemente alto. Las oportunidades para emprender negocios relacionados con los servicios a fiestas de quinceañeras son sumamente alentadoras. Y, como ya lo he dicho, esta es una colonia esencialmente fiestera y cada uno de sus habitantes cultiva un marcado gusto por el baile, así sea de pasito duranguense.

Según los descendientes de las familias fundadoras, cuando se empezaron a edificar las primeras casas del rumbo y se hicieron las excavaciones de cimentación, los albañiles encontraron, casi a flor de tierra, figuritas de barro que representaban a dos perros calvos bailarines. Claro, esas son piezas prehispánicas que abundan en la región, pero los vecinos aseguran que aquí, en nuestra colonia, “estaba la mera mata” de quienes criaban perros con el único fin de enseñarlos a bailar. Por eso, apuntan, la nuestra es una colonia bailadora, y no pasa un fin de semana sin que se cierre alguna calle para hacer una fiesta.

Por mi parte, digo que vivir aquí es como habitar el set de filmación de West side storySi a algún director de cine se le ocurriera hacer un musical, creo que no encontraría mejor locación que esta colonia. Al momento que escribo esto, por ejemplo, los vecinos ya cerraron nuestra calle y han instalado un sofisticado equipo de sonorización. Por supuesto, tendremos fiesta y baile. Si justo ahora me asomara a la acera, vería que allá afuera todos caminan a pasitos pausados, mientras truenan sus dedos rítmicamente.

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