por Mario
Note Valencia
En un debate acerca de la violencia, los participantes comentaron sólo a través de la perspectiva física de los
golpes, del lenguaje de exclusión o la fabricación de armas para la guerra. Eso
fue, hasta que alguien más tomó la palabra para citar un poema en el que se
describía la violencia con que un recién nacido irrumpe el vientre de su madre
para salir al mundo. En ese momento, la violencia quedó en un plano más
auténtico.
Aquel diálogo, por
cierto, se abrió con la reflexión de un filósofo en el que describía la tensión
inmediata que existe en el acto de mirar a otra persona. Mirar, pues, a los
ojos como un acto de reconocimiento y de mutua confirmación de que, al menos, “yo no podría asesinarte; pero no sé si tú lo
harías en contra mía”. En la mirada con el Otro*, sin duda, ambos pueden
llegar a pensar lo mismo. Sin embargo, lo que no permite que uno le provoque violencia
física al Otro es y ha sido la ética. En esencia, esa tensión, ese
reconocimiento, es una manera de violentar nuestro entorno.
Así como el niño recién
nacido violenta el mundo con su introducción al mundo, del mismo modo hay
violencia en la manera en que nos comunicamos a través de la mirada: entrar en
la vista de alguien más. Si observamos bien, quizá la ver como “hermoso” la
violencia iluminada del parto, se acompaña de la noción de que allí nace, y viene
a nosotros, un ser en el que quizá algún día nos podríamos sentir reconocidos. Hace falta la voz de alguien más para que
diga que existimos, para que nos nombre.
Sólo en el diálogo
encontramos el reconocimiento, sólo en la comunicación con el Otro sabemos que
‘somos’. Esto lo dijo un filósofo alemán, al mismo tiempo que afirmaba que el
ser humano es, por naturaleza, un ser violento. El lenguaje de la palabra, y el
hecho de ejercerla, también es una manera de violencia, cuyo rompimiento, igual
que en el parto, da a luz a un conocimiento nuevo. Los nombres de las cosas,
para señalarlas y reconocerlas, provienen de este tipo de violencia. La
palabra, el discurso, es una forma de violentar nuestra lengua con el
pensamiento. No habría este tipo de rompimientos si no hubiera un motivo
soberano: el de entablar diálogo con el Otro.
Los objetos que
utilizamos (hasta los más naturales) son violentados en el mismo momento en que
‘nos sirven’ para algo. La utilidad proviene de un sobre-entendimiento, y de un
sentido de conocerlo. Así que estar en el plano del conocimiento consiste en haber
ranurado la corteza, el límite.
Con buena suerte y
esfuerzo, quizá volvamos a experimentar el rompimiento del vientre, a salir de
un claustro en el que se ha pasado suficiente tiempo, y el gran tamaño de nuestro
espíritu exige, con natural violencia, ocupar un espacio en otro lugar. No
olvidemos que, después de eso, estaremos en el mundo que siempre nos espera, y
con el único mundo en el que podemos saber que somos. Honestamente.
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