Todo cabe en un lugar sabiéndolo acomodar.
La ida y venida de los años pueden resumirse en este dicho. El emporio laminado
del hogar que encarna esta sentencia es, sin duda, el horno de la estufa, pues
ahí van a parar los trastes y cazuelas que en mucho tiempo no se usan o sólo se
buscan cuando existe un motivo execrable, como la fiesta de Año Nuevo.
Doce uvas no bastan para eximir el sabor aguardentoso
que significa vivir a contracorriente. Aunque no haya mal que por bien no venga,
si usted piensa despertarme a bofetadas, prefiero estar un poco más ausente de
la vigilia. Tenga en cuenta que allá, en la vigilia, la gente es más rara en
comparación con los monstruos que me formulo durante el sueño. Cuando la vida
no es un garito, es apenas un carnaval de caricaturas y cuasimodos.
¿A qué hora empiezan a repartir la comida?
Ya va haciendo hambre. En cualquier fiesta la comida es free, es decir “libre y gratis”. Los europeos nos dieron gratis la
cuenta del Año Nuevo occidental, accidentado. Los tenderos nos regalan nuevos
calendarios con fotografías de muchachas en bikini recargadas en coches último
modelo o paisajes naturales exentos de mezquindad humana.
Existen las agotantes discrepancias entre
lo que debe sujetarse antes de que culmine el año, como la vida, o lo que debe
irse, como las amistades parasitarias; si usted es una pulga, no se preocupe,
puede buscar vida en otros perros. Año Nuevo, vida nueva –dijo un recién
nacido.
La víspera del Año Nuevo es como la
envoltura de un regalo: no sirven más que para hacer drama. Los regalos que más
me llaman la atención (y me inyectan ansiedad) son los globos inflados de helio;
piense en esto: son completamente ornamentales, pero no tienen la bondad de los
lapiceros; no se comen, no se mastican ni se escupen; hay una preocupación
latente de que el globo se desinfle a destiempo o que al primer descuido se fugue por el aire. No hay
nada más triste que los regalos vuelen sobre nosotros como nimbándonos de
trivialidad.
El año viejo tampoco se escupe ni se tira,
a lo mucho alguien saca un arma y le dispara doce veces. ¡Qué manera de despedirlo!
Por otro lado, las balas perdidas no se buscan, pero bien se sabe que regresan
a la tierra. Hágase a un lado. Como diría Mr. Raveli a Groucho: ¡Dios, que mi padre siempre fue una bala perdida!
Conozco personas que bien podrían
apuntarme al pecho porque no creo en las supercherías de “los ciclos de la vida”
(y aquí que, en plena fiesta de Año Nuevo, creamos estar entre tanto cerrajero metafísico).
Sólo hay alguien al que le creo hablar de “ciclos” (que comienzan o terminan).
Se trata del chofer del microbús urbano. Ya quisieran muchas amigas casarse con
un chofer de los que hablo: es fiel a una ruta y no anda de amoroso con otras
calles.
Hay preguntas que no se hacen. Could you repeat the question, please?
¿Es ésta una buena pregunta? Defina la nada y mencione tres ejemplos. ¿Los
postmodernos también sufren problemas gastrointestinales? ¿Es cierto que la
única verdad está después de la muerte? Pero, ¿usted ha regresado de ella sin
marearse?
La ociosidad hace al hombre y todavía éste
lo pregunta. Los filósofos canalizan las preguntas pero no diseminan las
respuestas. Mi madre siempre dijo que nunca preguntara, que lo hiciera. ¿Se
puede responder la existencia de Dios como la de los extraterrestres? Sí y no,
lo más seguro es que quién sabe. ¿Entendiste?
¿Tengo derecho a equivocarme? ¿Mi novia me
engaña? Anoche la vi platicando con la otra del espejo. ¿Desde cuándo la
nimiedad de lo mundano se abrió campo en la ciencia exacta de lo irrelevante?
¿Las moscas duermen? ¿Las ratas sueñan? ¿Tu madre quiere que yo sea un buen hombre?
¿Recuerdas cuando nos dijimos que nos amábamos? ¡Qué! ¿No? ¿Nunca lo dijimos?
Una segunda ronda de cerveza, por favor.
Hay preguntas que afirman, como las hay
cerradas y abiertas. ¿El cielo es raso? ¿Qué ves en esa nube? Parece un oso,
¿no? Respectivamente. ¿Y si los marcianos llegaron ya? Sobre el boulevard, rebasamos
al patrullero. ¿Me permite su licencia de conducir? ¿Desde cuándo conduce un
auto? ¿Sabe lo que significa exceder los límites de velocidad? Bueno, señor
oficial, antes dígame desde cuándo es usted un imbécil.
El mundo da estímulos, ramas y Ramonas,
para que nos colguemos de sus artilugios cotidianos como si fueran estupefacientes.
El opio y la televisión son el mismo miasma. Los guionistas de cine comercial
escriben en los albañales. Sólo puedo ver el futbol cuando tengo ganas de dormir.
Y duermo. Despierto a medianoche y en la televisión desfilan los infomerciales.
Supongo que el marcador final no altera la bolsa de valores. Los pobres siguen
pobres, pero mi tía insiste en comprarme la segunda biblia. ¿El cielo y el
infierno no provienen de la misma raíz? ¿Es cierto que el limbo ya no tiene vacantes?
No me preocupo por creer en Dios o que me
acompañe, siempre tengo un puñado de conocidos que me dicen “esté contigo”; de
tanta eternidad que llevo encima por lo general extiendo la mano y propongo: Dios
te dé más, y si lo hace, róbale un mechón de pelo. Los problemas no se
solucionan en otra vida ni en otro mundo. Conocí a un venezolano que se dio un
tiro para seguir hasta la muerte a su vecino que le debía tres meses de
alquiler. ¿Qué son tres meses? Sí, ya sé, pero es mejor si la quincena que te
pagan cae en la última semana de febrero.
Los problemas son preguntas puntiagudas. Antes
bien, ¿es necesario que a cada problema haya una solución? ¿Un problema sólo es y aparececuando amenaza nuestra tibia y vana integridad? ¿Somos completos
frente a tanta inmensidad afuera? ¿El universo? ¿Y si el mundo no tiene
propósito? La incertidumbre, como la muerte, sólo es benigna cuando no se mete
con nosotros; los filósofos lo saben bien y de sobra.
Existen las cosas que hacemos y las que se
hicieron antes de nosotros. Sartre dijo haz algo con lo que hicieron de ti. Sí,
perfecto, pero mi agenda no me alcanza. Existe el conocimiento limitado y al
que nunca podremos acceder. ¿Le caía mal al tipo que se quitó la vida esta
mañana? Al que me asaltó hace unos meses le caí súper bien, supongo: se llevó
mi teléfono celular. Aún espero su llamada. Vaya, en qué estoy pensando, si todos
tienen que comer. La muerte acecha, ¿qué no sesga vidas con su guadaña?
Para las preguntas del deseo y la muerte
existe Freud. Para todo lo demás existe Kant y Pascal, Nietzsche y Hegel.
Existen también las perogrulladas, las tautologías y los sutras, los catres, los adagios y las dagas, los versos y las
proposiciones; existe la gramatología y la literatura. En fin, ¿te quieres
casar conmigo? Deja le comento a mi mujer y te resuelvo en tres días hábiles.
Los fines de semana descanso.
Escribo desde el sanitario de un bar. Aquí,
entre tanto póster de H para hombres
y sabías qué… sobre animales de otro continente,
todo es común y, como diría un filósofo, de almas y formas volubles: ¿acaso soy
el único que usa el lavamanos como mingitorio? No preguntes por quién doblan
las campanas, advirtió John Donne, aunque ¿está bien que te despierten a las
seis de la mañana? Tocan a la puerta. Entran por mí. Salpico la bragueta. Relamo
mi pelambre. ¿No me veía mejor con el cabello largo? Al menos se me veía menos
la cara.
Oh, chica, entiendo, dejaré esta sarta de
maldiciones. Iré a bailar contigo. Mientras me sumerjo en la pista de baile, el
mundo por primera vez me parece hostil de una manera muy suave y groove. Suerte que no bailemos ska.
¿Qué? ¿Qué dijiste? No, nada. Eres el crack, cheek chica. Eres el crack.
Me gustan las temporadas de fiestas porque
después de acababa una al día siguiente suele darse el tradicional y no oficial
recalentado. Me pregunto, desde lo más recóndito y eximio de mi ser, ¿existe ya el Día del Recalentado? Sobre este
gusto gastronómico sólo cuento con lacónicas impresiones, pero incontables
experiencias al respecto, de enero a diciembre (y también de regreso), todos
los años, sobre las cuales devaneo un poco para saber por qué reflexiono acerca
de texturas y sabores justo cuando meriendo y preparo, o me reclino para ver
pasar el tiempo, asomándose por la ventana, después de acabado mi platillo.
Para el ritual es necesario vivir la
fiesta, génesis del recalentado; del mismo modo, y acabada la cena, se puede
pernoctar en la misma casa o salón donde se llevó a cabo el festín. Durante las
dos primeras horas del alba, el iniciado en el ritual puede ponerse de pie y
caminar a la cocina, sin otra encomienda que esperar a los demás comensales y a
que el fuego haga lo suyo en la comida que quedó de la noche pasada.
Sería hablar de más, pero de una vez es
necesario aclarar las condiciones básicas para que suceda: la comida en primer
lugar debe ser rica, abundante y contar con esa gracia de que si se recalienta
sabe mucho mejor que recién preparada. Lugares para el ritual: el patio, la
cocina, en un cuchitril de una apretada ciudad o en el comedor principal de un
rancho abierto. Los invitados pueden ser los mismos, o los que llegan recién
florida la mañana, a buena hora, con el único fin de platicar y desayunar
juntos.
Si se desea una conversación, la plática
puede girar en torno a las cosas de la vida, al sentido o sinsentido que
queramos darle, a la explicación y predicción del clima, las cabañuelas y el
estío, o alguna que otra conjetura sobre la eternidad del cangrejo, en fin,
conversaciones que no constriñan el ambiente, sino que, por el simple hecho de excitar
la mandíbula, relaje los músculos, ablande el corazón. En Annie Hall de Woody Allen, el protagonista avisa a su acompañante, mientras
recorren las calles centrales de Manhattan, que será mejor darse su primer beso
antes de la cena en el restaurante para no infligir, por la ansiedad, la
ingesta común de la comida.
Cierto gusto agregado al recalentado
radica en que es síntoma visible y vivo de la abundancia. Algo bien dijo mi
padre, con respecto al dinero y la comida: “es mejor que siempre sobre a que
falte”. En el recalentado las sobras nunca fueron tan esperadas, aquí no hay
plato de segunda mesa, sino más bien la oportunidad de repetir el gusto con el
asombro de quien ha encontrado maná en medio del Sahara. Esto me recuerda al
especial sentido arábigo de convivios vecinales, en los que la mesa principal
se ensambla en la calle y se vuelve imprescindible atiborrar de platos servidos
de panes con dátiles, formas, texturas y aromas. En México no sólo en convivios
se vive la opulencia culinaria, sino sobre todo el Día de Muertos cuando un
altar se ve bien servido de sopa, arroz, frijoles machucados y fritos,
enchiladas dulces y saladas; por ese motivo se nota el buen gusto que tenía el
difunto.
Con respecto a la abundancia de comida, un
buen degustador sabe que no hay compromiso inquebrantable. No por servido el
plato somos proclives acérrimos a consumirlo entero o a probarlo siquiera. Ver
la comida preparada y oliscarla es bueno, renace deseos, pero consumirla es, obviamente,
dos veces bueno. Me encanta comer con personas que no se sienten acarreadas por
el tiempo, el trabajo, los días; con quienes hacen un paréntesis en su vida
cotidiana y pueden mirar la compañía como con ojos que escamotean el paisaje novedoso
desde la ventanilla de un autobús en tránsito. Pero si soy yo el que al tiempo
lo aprisiona, prefiero no molestar a nadie con mis inconveniencias de tiempo
cronometrado, aunque, si usted acepta, puedo quedarme a su lado hasta que
cierren la cenaduría.
La comida rápida es insalubre; sólo es
buena cuando no se consume. Y para acabar con los mitos que atosigaron mi
adolescencia, olvidé la ruda métrica que contaba mi abuelo sobre eso de
masticar cuarenta veces la comida antes de pasarla. Una cosa por otra, o más
bien ninguna de las dos. La comida rápida es más insalubre para la comunión, quiero decir, a pulso de
ensoñación, que arribar a un comedor de la plaza comercial no es tan acogedor que
llegar a una casa familiar que la hicieron restaurante. Usted puede hacer la
prueba observando el servicio de las taquerías en las calles de la ciudad,
cuyos puestos sólo pueden valuarse si se instalan en la noche y por experiencia
propia de los asiduos. Claro, tiene mucho que ver el sabor, ya que al
experimentarlo nos hace olvidar vicisitudes nimias, como comer de pie en un
paraje a media ciudad desértica; aunque, por otro lado, la buena experiencia se
hace añicos si se trata de una pequeña y tranquila mácula urbana y las mesas
del local están ocupadas.
De una ciudad a otra, hablando de los
tacos chicos y de asada, las atenciones varias no pasan desapercibidas, como el
mismo mal presentimiento que nos asalta al tratar de ensartar algo típicamente
popular en el automatismo de la industrialización. El servicio de mesero para
restaurante de gala y caché no se acopla, se vea por donde se vea, en un puesto
callejero, y sin embargo he visto ridículas aproximaciones. Incluso la
distribución de los cubiertos y su uso restringido son convulsiones de la
burguesía, cosa que, a la primera, se difumina en un buen puesto al pie de las
aceras. Déjenme comer a gusto.
Sólo una cosa sobrevive a los riesgos de
comer en la calle: las bacterias; pero, como no todo puede caber en una nuez (excepto
si lo cuenta Alfonso Reyes), existimos los estómagos de acero. Hay algo que no
se consigue genéticamente: el gusto auténtico, pues sólo a través del gusto se
devana cualquier injuria cometida por manos ajenas a nuestra cocina. Me
contaron que en Zapotlán el Grande se reunieron, hace mucho tiempo, capitalistas
avezados a quienes les sirvieron como entrada una sopa preparada con agua
puerca de la llave. Al preguntarles qué les había parecido la primera vianda,
contestaron animosos que no habían probado cosa parecida y que les parecía
exquisita la preparación de los oriundos. A veces el compromiso de buena
conducta es más pernicioso que la opinión sesgada de un amigo cercano.
La comida recalentada no es una injuria,
es una oportunidad. Lust for feed. Por sus hechizos algunos dirán que es
hierática o sacrílega; pero otros escribiremos de lo que a menudo no sabe el
cerebro: degustar, paladear, andar como pajarito de aquí para allá, reconocer,
entregarse sin tapujos, desnudos y abiertas, blandas y duros, trastornados
todos y todas. La comida, sobre todo la del recalentado, une a las personas,
como la muerte, sólo que da vida, confirma y anima cuerpos. Erige silencios
como puentes, flamígeras conversaciones y juegos entre los que se aman. Los
enamorados saben bien que otro cuerpo se puede consumir con el amor por la boca…
Santo Vatsiaiana, incendia con tu sabiduría todos los rincones frígidos del
mundo; Rumi, puebla nuestra lengua y dinos que el mundo tampoco se sacia de
nosotros.
No es tan exagerado creer que por comida
uno se puede enamorar de otra persona; al menos es igual de cierto que de puro amor
no se vive, no se come. No soy tajante en ese aspecto, porque por amor podría
comer todos los días, a mis horas, con servicio de cocina las 24 horas, de
lunes a domingo, los 365 días. Como soberanos de nuestro tiempo, decidimos si
despilfarramos las horas o invertimos en activos para que la casa, nuestra
boca, nunca pierda; soberanos como el César o Apio Claudio, el Ciego, pensar
que por ocio en lo que dura el mal de puerco (ese estado de letargo que da
después de comer) el emperador decide colocar señalamientos y calzadas a través
de todo el imperio para que, efectivamente, todos los caminos lleven a Roma.
Otras calles, por cierto, nacieron en Roma
gracias a Trajano, que adoptaron nombres según el comercio que por ahí transportaban.
Herramientas, frutas, verduras y atavíos. Esas mismas calles tendrán todavía
alguna ensoñación peculiar, como la que tuve cuando visité Tijuana y me contaron
que enfrente del hotel donde me hospedaba había nacido un platillo hecho de sobras.
Me refiero a la ensalada césar, y no porque en su origen tuvo lechuga romana,
sino por el nombre del chef, Caesar Cardini, hombre de origen italiano que,
viéndose en aprietos al tener invitados, hizo la primera versión de ensalada
con el resto de comidas pasadas. Esta ensalada data de los años veinte del
siglo pasado y ahora es mundialmente conocida.
Un motivo persiste en todo nuestro viaje
por descubrir por qué nos gusta el recalentado: las errancias afortunadas por
las que pasa la comida una vez que se vuelve platillo y permite ser un todo, homogéneo,
de sus partes. Hablé como si hablara de una obra de arte, caso de la pintura, pues
completada la hazaña del pintor el lienzo deja de ser un simple lienzo y se
convierte en obra de arte para degustación de los contempladores. Otro motivo
más: la obra culinaria es flexible, ecléctica y apunta a las necesidades
primigenias del ser humano. Sólo hay un paso para que la comida sea un deseo
real y no un deseo neutro: el ritual. Alguna vez dijo Wittgenstein que podíamos
conocer el espíritu de alguien más por lo que hace, y la degustación forma
parte de los hábitos. También dijo que lo que realmente importa, por ser inaudito
para nuestro ser, no puede decirse, no hay palabras. Hablé, entonces, poco de una
pasión, casi nada de lo que realmente siento. Buen provecho.
Tengo 24 años y puedo decir que alguna vez
me he enamorado. No es la gran cosa, pero la noticia, si se reflexiona, invita
a pensar en la necesidad que tenemos los humanos, algunas veces, de creer en
eso que llamamos continuidad de la
especie. Continuidad, ya se sabe, ilusoria, pues engendrar no es perpetuarnos, pero
cuando hacemos el amor lo demás ya está dicho: fingir que nos prolongamos,
mujer, como para mirarte luminosa entre las vetas oscuras de la habitación que
nos refugia. Sin embargo, cuando no estamos en la cópula instantánea,
lo demás es una suerte de errancia distendida en la búsqueda por el encuentro,
la concordancia, la confluencia de explicaciones quijotescas sobre las que
ponemos voluntad al universo y sus conspiraciones.
En tu espalda encontré, alineada, una
constelación hecha de lunares, supe entonces que estaba destinado a dar fuego,
por aquello de que sagitario es pura sombra de aire y cenizas. No sé qué animal
soy en el horóscopo chino, pero supongo que debería ser una especie de
sincretismo entre hombre y animal, como los sátiros de la antigua Grecia. En la
cosmogonía nahua busqué mi dirección y di con que soy ollín, es decir, movimiento. Ni esto ni lo otro ayudan tanto si en
el amor auténtico por los viajes se olvidan manuales y conjeturas.
De un viaje a otro, creo que ya lo he
dicho en otras conversaciones, me dedico a reconocer los síntomas de las
ciudades que visito. Hay señales que la ciudad nos coloca en el camino y basta
con tener suficiente amor y delirio para advertirlas, dormir y amanecer con
ellas. A veces puedo sostener una ciudad en los últimos momentos, o una
estancia de tres semanas me descubre como el habitante de un amor
inconmensurable y vagabundo. Sólo este amor por las ciudades disemina los límites
especificados en el Kama Sutra, en la que una mujer vaca no podría vivir satisfecha
con un hombre galgo, corredor.
Somos insuficientes para las ciudades,
como para aquella que Italo Calvino describió y que atosigaba a los viajeros atolondrados,
volviéndolos esclavos de su belleza. Sospecho que uno de los dolores de los
enamorados consiste en reconocer que no somos los primeros en explorar ni que los
demás están libres de indulgencias del pasado; pero ante ello surge una vaina
reveladora: puedes volver a fundar, renombrar las calles, hacerlas tuyas,
ganarlas y perderlas. Una vez, mientras paseaba con la noche sobre mis hombros,
la Ciudad me dijo al oído: “No intentes sujetar las calles”. Entonces la perdí,
naturalmente.
Creo que el amor consiste en la
correspondencia, una suerte de serendipia más que una insistencia por querer y
que te quieran. De esa manera el amor no sólo es filial a las personas, sino a
los objetos mismos (sin contar el fetiche) y a las escenas inauditas de la vida
cotidiana. Me puedo enamorar de un evento del cual fui testigo o partícipe, así
como de un hábito, como viajar, que renueve mi estadía en el mundo. Me puedo
enamorar de tu manera como desayunas todos los días, o de tu asombro sobre
cosas a las que nadie más, en mi camino, he visto nombrar a tu manera.
Cotejo, ahora, algunas visiones cotidianas
sobre el amor con las que no estoy de acuerdo:
a) Del
odio al amor hay un paso. Supongo que quienes la dicen no odian de verdad o
nunca se han enamorado en serio, porque si no: ¡cuántos amores he dejado ir! (Risas). Hay quienes perdonan pero no
olvidan; a lo mejor, como contaba un comediante, me pasa al revés: odio a ciertas
personas, pero no me acuerdo por qué.
b)
Déjalo ir. Si regresa es tuyo; si no, nunca lo fue. Qué ocio de andar
indagando en donde no hay nada que hacer. Si se fue, se fue. No hay ciencia. Si
regresa, le gustó cómo cocinas.
c) El
primer amor es siempre el verdadero. Qué visión tan reducida: la madre
naturaleza nos perdone por encontrar después amores falsos. En dado caso, esto
sólo se lo creo a Dante Alighieri.
ch) La
“ch” no es una letra, no te hagas ilusiones.
d) El
amor duele. No, definitivamente no, porque entonces no es amor ni mucho
menos. Lo que duele es creerse un mártir y darse cuenta de que esa actitud, por
lo demás fastidiosa, al final no sirve de nada.
e) Las
peleas entre parejas son normales, son parte de la madurez de la relación. ¿Entonces
el amor, como con Cristo, evoluciona a base de sufrimiento? (A la Madre Teresa le
gusta esto).
f) Si te ama de verdad, va a aceptarte con todo
y tus defectos. Bueno, entonces busca una persona lo suficientemente estúpida.
(Véase: Supuestos defectos de la personalidad).
g) Recordar
experiencias pasadas. Además de ser un mal gusto, denota la insania
psicológica de quien tiende a suponer que como le fue le irá. Qué egocentrismo.
Nietzsche habló al respecto: de un amor a otro sólo sobreviven unas pequeñas
ramitas, nada más.
h) Fidelidad.
Sobre esto podría surgir un texto independiente, sólo adelantaré (si llego a
escribirlo) que la fidelidad está asociada con el enorme deseo que tenemos por
una persona. Por ejemplo, si me encantas, no me gustaría perder el tiempo buscando
a alguien más. Esto, a menos que sea Florentino Ariza, de El amor en los tiempos del cólera, en la que para sobrevivir más de
50 años de espera, tuvo que verse en el ir y venir de amores carnales y
fugitivos.
La espera y la paciencia son ahora, entre tanta
rapidez abominable, aptitudes valiosísimas. Sólo un enamorado sabe esperar
hasta que el deseo desaparece. Cuando se va el deseo, no hay nada que hacer.
Ocurre por dos motivos: por simple fugacidad o por no haber cuidado la
renovación del deseo. El deseo, alimento del amor auténtico, puede durar una
hora, un día, una semana, un mes, diez años… No se le puede obligar al Otro a
que nos desee, o que permita que su amor se transfigure sin nosotros. No hay normas
ni leyes, es un juego; el amor es un accidente.
Por otro lado, es también válido confesar “estoy
enamorado(a)”. Sólo quien esté enamorado que arroje la primera señal, de una
serie de hábitos increíbles: comer a gusto, sonreír a fondo, cuidarse mucho o ver
con estoicismo las inclemencias del trabajo y de los días. Traigo, a propósito
de escopeta, una visión que hace sufrir a los más susceptibles:
i) No
es posible que puedas cambiar el amor que sentías por mí de la noche a la
mañana. Tengo una noticia: así como aparece el deseo, se va (si es que se
va). No intentes sujetar las calles, me lo ha dicho una ciudad.
Disfruta el momento: así la búsqueda, el
riesgo y la espera. Hay que estar a la altura de las circunstancias. Necesitamos
más locos enamorados que pueblen las calles de la ciudad. Incluso, sólo
plantaría un árbol (o dos) porque sé que los enamorados buscan la oscuridad y
la sombra. A los enamorados les pertenece el mundo, el derecho de procrear y
vivir la ilusión de la continuidad. No
hay que interrumpirlos, dejemos que se vayan y se escondan, se chupen y se muerdan
o, como Sabines, “se maten el uno al otro”.
Hay cada tipo de amor y de loco. Me casé
con la literatura hace muy poco tiempo; es un amor que comparto y se lleva bien
con mi amor por las ciudades y los cuerpos. Todos los días me exige ser un buen
lector, como un buen viajero. La llevo en mi mochila de viaje, me acompaña y la
siento en mis sueños. Ella me abrazó y me dejó llorar tendido, al contarle del
dolor que sentí por aquello que la Ciudad me musitó al oído, paseando con la
noche sobre mis hombros, tu recuerdo en mi cabeza. Por ese motivo guardo en el
amor, como en los negocios, la enseñanza que aprendí de Groucho Marx cuando fue
increpado por cobrar un servicio: “Señor, yo no trabajo por amor al arte; una
vez me enamoré y fue un mal negocio”. (Risas).
Me gusta la época decembrina para que
pinte como una farsa. Después de la
natividad llega pronto el Año Nuevo, y esto ya es demasiado, considerando
que una fiesta ampulosa sobrevive en la memoria a expensas de una gutural distancia
entre uno y otro festejo, bien o mal vividos. No advertiría esto si no fuera
porque afecta directamente en el sistema socioeconómico de la ciudad; al
siguiente día los videoclubs están cerrados o la pequeña fonda de confianza no
abre sino hasta que pase el rigor y jugo de las bacanales. No así los cines y
los casinos, cuya regulación sobre derechos y obligaciones de estos lugares de
entretenimiento estipula que días feriados deben laborar en horario común. Haga
usted la prueba y saque su billetera.
En el lugar donde vivo es así de claro y
directo. Es difícil vivir en una pequeña sociedad unilateral, porque entonces
los prejuicios resortean sobre un mismo eje: las pequeñas cocinas económicas se
atienen a la vigilia de Semana Santa y no ofrecen sino tortas de camarón en
caldo o rudimentarios tacos de pescado que sólo saben hacer bien en el puerto
del pez vela. Aquí no, en Tecomán, con excepción del pescado zarandeado cuya
receta muy celosamente guardan las cocineras de las enramadas y restoranes del
balneario.
Noticias de prostíbulo llegan a mi mente
ociosa, tratando de refugiarse en el mar de ruidos inoportunos de mi provincia,
pueblo o como sea que se le llame a este híbrido urbano hecho de calles
polvorientas y olor a copal cítrico. Leo la noticia, en un periódico invisible
que compré en la tienda de ningún lugar, que Papá Noel ha sido aprehendido por
la Policía Estatal tras una denuncia de activistas frente a la Comisión de
Derechos Humanos. Se le acusa de haber abusado laboralmente de los enanos,
quienes, con presteza, fabrican los juguetes para los niños que se han portado
bien durante el año. Cosa curiosa es que sólo Santa Claus haga caso a los hijos
de consumidores capitalistas o católicos mitómanos, que para el caso es lo
mismo.
Como nací en una casa católica recibí un
pequeño carbón al primer año en que empecé a dudar de un dios omnipotente, y
cambié mi asombro de un hombre que resucitaba al tercer día por la fascinación de
una diosa, Afrodita, que se ensartaba alegre aun con los mortales. ¿Por qué no
nací en tiempos grecorromanos? Como sea, de esa manera fui enviado al catecismo
impartido por viejas aburridas que se llenaban la boca asustándonos con cuentos
sobre el limbo y el infierno, la báscula en el juicio de nuestra muerte que
valuaría el tiempo de pena en el Averno y un itinerario de castigos increíbles,
como sacado de un libro de Superación Personal para Estoicos.
Mi pasión desbordada por ser un incipiente
legionario de Cristo se volvió locura cuando creí que debíamos ponerle velas a
Benito Juárez; es de fácil adivinación saber que me gané sin mucho esfuerzo la
etiqueta de blasfemo. Pero las cosas han cambiado, pues hoy veo que la
enseñanza religiosa es un negocio redondo y grande, como Dios, y que las
autoridades eclesiásticas se preocupan ahora por la imagen y la mercadotecnia:
las nuevas catequistas son muchachas guapas y jóvenes, y los sacerdotes son más
liberales y pedófilos… ¡Oh, por Deus, que los alejen del niño Jesús!
Que nos guarden y nos cuiden los
nacimientos de heno y figuritas de proporciones descomunales. Mi madre solía
poner cada diciembre el nacimiento en el patio de la casa, con esmero de mujer prendida
de la fe y la esperanza. Aunque yo sólo ayudara a colocar los corderos en una
diminuta parcela guiados por su pastorcito petrificado, siempre me pareció
abominable que el niño Jesús fuera más grande que José y María, y apenas
cupiera en el pesebre hecho de palitos. Nunca me supieron explicar por qué
siempre tenía que acechar en las alturas, o escondido, un diablito del tamaño
de un pecado (no como la ley matrimonial que dicta: el tamaño del regalo a la
pareja es proporcional al tamaño del adulterio cometido). No lo entendí, o me
convino creer que entendí, hasta que vi pastorelas, esas representaciones
teatrales que terminan en pitorreo público gracias a que el diablito hace de
comediante entre tanta aburrición clerical.
Lo más interesante en la vida de Cristo
son los episodios de ira, el aislamiento o la crucifixión, y no necesariamente
el nacimiento, por más que se haya tomado como el año 1 para contabilizar la
historia de Occidente. Pero en mis delirios infantiles observaba el nacimiento en
tardes ventosas y solitarias de diciembre. Atestigüé cómo corrían presurosos
los pastores, cómo los tres magos seguían una estrella por el desierto de aserrín.
Ahora sólo me queda la cuenta del carbón de mis navidades, suficiente para
preparar una carne asada, acompañado de personas de confianza a las que no les
interese más que conversar y esperar al siguiente día, empiernados, el bendito recalentado.
A los seis o siete años sospeché de las
intermitencias de Papá Noel. Lo sospeché porque aquí no cae nieve, no hay osos
polares que beban Coca-Cola y ninguna casa que cuente con chimenea. Excepto,
eso sí, la casa lejana de la abuela, cuyos primeros recuerdos los guardo con cierto
agrado y nostalgia. Si me acuerdo de mi abuela, sobrevuelan mis sueños en imágenes
de una casa enorme, fresca, dos plantas, perdida entre las zonas conurbadas y
pastosas de Guadalajara. Hacía mucho frío en su casa, y durante las fiestas de
diciembre la calle era poblada por los vecinos que invitaban a quebrar la
piñata, siempre rebosante de dulces, cañas y mandarinas. Mis padres, con
humildes regalos, remediaron el hecho de que Santa Claus fuera inconstante o no
pasara, como dios, por los parajes trasquilados de mi provincia. En más de una
ocasión mi hermano mayor descubrió el lugar donde pernoctaban los regalos
comprados por mis padres, y sin embargo eso no escindía la emoción de verlos
sobre mi zapato en el amanecer del día 25.
Era un gusto y triunfo visitar la casa de
mi abuela. Toda mi familia tenía que ir al corte de limón y después, ahorrado
el dinero, viajar doce horas, lo que dura la noche redonda, en el extinto
ferrocarril pasajero. Todavía recuerdo recargar mi cabeza en la ventanilla,
afuera un azul profundo, morros oscuros y cerros iluminados por el claro de la
luna; esto lo imagino acompasado al sonido de las ruedas sobre los rieles como incansable
máquina de escribir, solitaria, en un pasillo abovedado. Las vías férreas que
me vieron viajar, de Tecomán a Guadalajara, hoy ya sólo transporta minerales e
indocumentados.
Algunos indocumentados que vienen de
Centroamérica se han establecido en los perímetros de mi provincia, como si el
sueño americano hubiera tropezado a medio camino. Me gustaría que no sólo esta
Noche Buena sea “buena” para quienes tenemos dónde caernos muertos. ¿Y los que
no tienen casa y comida? Pues los que vivimos como lobos esteparios podemos
sobrevivir sin abrazos durante mucho tiempo, la cueva y las tundras son
demasiadas cálidas para nosotros, pero los hay quienes transitan por ahí como
almas que no tienen ni para una pena; es más triste si, por ejemplo, no tienen
muerto a quién llorarle o ponerle velas.
Sólo para quienes nos ha costado saber
cuánto vale un garrafón de agua, pensamos dos veces en qué gastar la quincena o
el aguinaldo. Desde no hace mucho, cada vez que observo una escena de hambruna
en las películas, me duele la humanidad hasta lo más recóndito y hago una mueca
de desagrado. Para sobrevivir a tribulaciones al respecto fuera de casa, por
suerte tuve una educación hogareña que consistía en atenernos a lo que hubiera
ni preguntar qué era lo que íbamos a comer; de mi padre sólo sé decir que no sé
cómo le hizo para no dejarnos sin comer ningún día, o mi madre que estiraba el
dinero para toda la semana. Nunca faltó, durante mi infancia, una olla de
frijoles y tacos de, cuando no sal, queso.
He pensado en una manera de festejar, con
ciertos consumibles y simbolitos, las fiestas que van de noviembre a enero: en
un pan de muerto pongo dentro figuritas de niños, hechos de azúcar y calavera,
para partirla en doce, la madrugada de Año Nuevo. Así de sencillo. A quien le
toque niño, que ponga la capirotada el 10 de mayo. Con un pan bien elaborado
puedo reventarme una multitudinaria caterva de impresiones que mezcle las
distintas fechas para justificar el gasto por el gusto (y no al revés).
Éste y otros motivos me dan la pinta para
una farsa: pequeña obra de teatro cuyo fin es ridiculizar lo grotesco de los
comportamientos humanos. Como la pastorela, este género me parece ingenioso y
divertido, mucho más que las diatribas entre parejas y solteros, y uno que otro
sancho volador (ustedes saben, queridos renos), poblando de bullicio los
aparadores del centro comercial, la misma algarabía de la que huyo formulándome
noticias de cantina. Si hay posibilidad de reír, me gusta; si hay posibilidad
de recalentado, mucho mejor, pero de eso hablaré en otra ocasión. Felices
fiestas patrias.
Al madurar como la fruta, este espacio se
polariza en la piel hecha de instantes, sábanas y relojes pulsera. Mientras
miro el sol cobrizo tras el cristal raído de la ventanilla, el autobús avanza
acompasado con el estertor del motor y los remaches; pronto se rebasa la estela
de las casas y los hombres que incendian el polvo acumulado de las horas
lúcidas. Prospera la noche: aún entre los últimos reflejos moribundos el polvo
se vuelve arena y brilla esparcida en las calles. Uno puede caminar sobre el
machuelo como por la orilla de los mares abiertos.
Escribo una carta en la oscuridad para que
madure en las dos primeras horas del alba. Le escribo al taxista y a su hijo convaleciente,
para que uno encuentre consuelo y el otro un remedio del tamaño de su suerte; a
la vieja de los nopales como al joven de los elotes, poemas en ungüento a sus
manos agotadas y bruñidas. Una carta y sueño a los trabajadores del campo con
quienes compartí más de una huerta y un camión apretado de limones y sandías. A
mis amigos desaparecidos de la infancia, a la china, al manco y al mudo, les
escribo así como a mi primera amiga de la manzana.
Escribir una misiva es plétora verbal,
vital y erótica. La carta madura las palabras que hemos escrito en el árbol de
las necesidades primigenias. Por naturaleza, trasciende lugares, ilumina
rincones, travesea errabunda por nuestros corredores en la búsqueda del Otro.
Agita pechos, exhala suspiros o lágrimas. La carta es un asombro: un pequeño
pétalo de impresiones cotidianas que van, conforme escribimos o leemos, hacia la
opalescencia de lo extraordinario.
La intimidad es el descifre, la lectura de
la carta. Íntima, cerrada o abierta. La inmensidad cabe en un pañuelo de papel,
el trazo en las grafías, un doble sostenido que se registra cuando escribo tu
nombre. El nombre es invocación, resonancia. Si te nombro, una ristra de
sensaciones y recuerdos cautivan al astrolabio con que te escribo recargado en
el pasado y las expectativas, a realizar o irrealizables; la carta es nostalgia
o melancolía.
Las cartas más nobles son las que se
escriben cuando nadie llama, o las que se reciben inesperadas. “Trocar la vida
del Otro” se traduce en el mundo como confirmación de la vida. Acto erótico.
Así uno muera antes o después del envío, o navegue por las calles como ritual
para no llegar a casa temprano, todo sobre algo se habrá dicho y demostrado en
un modesto escrito a mano; esto funciona incluso si se trata de una despedida. Hace
mucho tiempo escribí una carta para mi primera amiga de la manzana cuando supe
que ya no la vería; sólo entonces comprendí el dejo que sigue a la resignación
y a la sonrisa de, quizá, nos veremos luego.
Pero hay cartas más secretas y
descomunales: ensoñadoras, como pez del sueño que deriva en el estanque oblongo
y diurno de la vigilia. Tierna la carne, libera las líneas. Una carta puede ser
el rasguño que dejé en una amante para que su amiga lo atisbara y me quisiera
igual o más que la primera. Una carta permanece en la mordida dibujada, malva,
de la pareja, en donde sólo ella o él pueden verse en el espejo de baño. Una
carta se escribe rasguñando el borde de la mesa en la que la otra persona come
cereal por las mañanas. Una carta es preparar café, con ritual, constancia y
entrega. Una carta puede ser como la oreja que van Gogh regaló a su pajarita.
Mi prima escribió, con flores y plantas de
su jardín, el itinerario de un viaje para asombrar el vuelo fugitivo de un
colibrí. Me dio celos, se lo dije en una carta, cuando prestó más atención a la
llegada de la pequeña ave que a mis labios adolescentes; después de nuestro
nido bajo el árbol de navidad en casa de mis tíos, la enredadera de nuestras
manos en la cintura, la fruta que nacía en nuestras bocas, se apartó de mí para
ver si el colibrí aparecía, frágil y sostenido, por entre las flores alineadas
del patio. Mario, en dado caso, para mí tú eres una garcita. En otra carta me
escribió sus dientes blancos y lechosos sobre la piel de una manzana que echó,
discreta, en mi mochila de viaje.
Hay cartas que empiezan a escribirse con signos,
ramitas secas de otros árboles, que se fraguan en la flama del amor auténtico: Necesito acordarme de todo…
Conversamos,
en su momento, sobre las posibilidades de contemplar una ciudad en su fuente
directa, la ciudad por la ciudad; de las posibilidades de contemplarse en su
interior; de cómo dejar un fantasma suelto corriendo entre sus vías al momento
de abandonarla. Por años impares sembré en la ciudad que hoy habito, las
semillas del espectro que dejaría transitar las esquinas y glorietas.
Aguardar es
necesario si hablamos de semillas, y como tal fue preciso esperar que la ciudad
y yo estuviésemos listos. Para habitarla. Sembré nuevamente pues creí perdida
mi labor anterior. Sentí propio el polvo y la bruma. La ciudad reclamó por mi
fantasma, exigió que me lo llevara conmigo si pretendía permanecer allí, si
esperaba que se acurrucara entre las líneas de mi mano. Un ritual abrió sus
puertas para fundir el hierro de la urbe con mis huesos, abandonar la carne y
revestirme.
Recuerdo,
cuando fuimos pasajeros en tránsito, abordamos el tren de sur a norte, al
cerrar los vagones la lluvia liberó sus cadenas y comenzó a seguirnos durante
medio trayecto; la velocidad se igualó, caballo de agua. De esa forma fue el
recibimiento, después la cascada pluvial cobijó entera la ciudad y en las gotas
de agua caímos también. Fuimos la piedra que rompe la superficie cristalina del
lago, la lluvia en la piel rompió como lo hace sobre arena.
No todas las
vías son visibles, se refugian igual que la sangre en túneles arteriales.
Circulé la ciudad montado sobre los metales del tren una vez más, allí dentro
busqué a mi fantasma, semilla depositada en el almácigo esperando
transplantarse, lo vi asomarse a las estaciones subterráneas, él afuera. La
mudanza a una nueva zona cambió mis recorridos, no pasé día a día por el tren.
Di por perdido el fantasma. Deposité mi cuerpo entre el café y el vino. Llegó.
A través de mis ojos la fiebre
conformó un laberinto en cuyo centro habitó el minotauro de la ceguera. Pasé
los meses trepando siluetas y colores, resignándome a la claridad de las
distancias cortas. Las luces del orbe vibraron en mis cuencas acuosas. Tuve
ante mis córneas nubladas un mensaje transparente: imita con la vista los
sonidos en el aire.
Me di a la fuga, sin gafas, entre
calles que pude ver antes, calles que había escuchado, busqué para cada hercio
un color. Jugué con mis ojos y el sonido artificial del mundo, todos los días.
Después de crear con el ruido mi propia ciudad dibujada, me vi obligado a
renovar la función de mis extensiones visuales.
Me hice de cristales nuevos,
tristemente vi cómo el haz de luz adelgazaba y fragmentaba. Pero también, con
mi cuerpo magnético toqué los nuevos objetos. El sonido se me fue de los ojos.
Comencé una misión, busqué un tesoro
en una isla.
Alojada en un cubo con columnas
clásicas, ahí dentro reposaba Remedios Varo. En el terreno, el sol fundía una
masa informe: la galería con motivos barrocos separada a una acera de un templo
gótico imprudente; coronando, una batalla contra las suites de los edificios
bancarios. El suelo desprendió su aroma a fósil carbonizado, como una trampa para hacerme retroceder.
Remedios, en el interior, quería
encontrarme, acariciarme el iris con su terciopelo, filigranas de oro y
esmeralda fundidas en un mineral novedoso. Envió a los búhos para arrancarme
los ojos, quedaron mis cuencas como pirámides abandonadas.
Crecieron alas en mi cuerpo y durante
el vuelo la luz abraz(s)ó el túnel vacío de mis pupilas. Remedios alzaba la voz
con sus hechizos; me convirtió en pez, en nube, en polvo. Los espectros nos
guardan en un frasco, allí bailamos.
Lo sucedido en París hace unos días (13/11/2015)
no es casualidad, Francia ya había bombardeado objetivos en Siria el pasado 27
de septiembre. Más todavía: se trata de un efecto colateral de las políticas ofensivas
de los países poderosos cuyo choque de intereses se remontan hasta hace más de
cien años. Recordemos que después de Inglaterra, Francia ocupaba la parte más
rica e importante del continente africano en ese periodo llamado Imperialismo y
que desembocó, precisamente, en la Primera Guerra Mundial (1914-1918). Equipos
armados: Inglaterra, Francia y la Rusia zarista; por otro lado, con Alemania a
la cabeza, el Imperio Austro-Húngaro e Italia. Conflicto: dominar la península
de los Balcanes, el oro negro, el recurso del mercado: petróleo.
Acaso poco han cambiado
los bandos desde entonces, sobre todo desde que hubo un frente que sacudió al
mundo como una chispa de esperanza frente al dominio capitalista: el proyecto
del Socialismo Ruso, cuya flama incendió para siempre más de 300 años de
dinastía y que, desde 1917 repercutió en todos los demás conflictos rojos no
aislados, de manera inminente (Cuba, China, Vietnan, Corea). Reflexionemos: qué
hubiera sido si el socialismo no hubiera existido, ¿viviríamos
industrializados, sí, pero libres con las múltiples colonias que extendieron
las potencias imperialistas?
¿Ha jugado alguna vez el
Monopoly? ¿Sabe qué es un monopolio? ¿Sabe que para ganar en este kind of wargame es necesario desbancar a
los jugadores próximos a usted? No es azar: es dominio, propiedad privada, riquezas,
clases sociales, cobrar hasta por el aire de albañal que respiras. Ése es el
capitalismo: estudia y compite sólo el que tiene dinero.
Estados
Unidos no se queda atrás. Desde que entró de manera estratégica, pero con
ejército mediocre, en la Gran Guerra (la Primera), supo que su posición
geográfica lo blandía de ataques en su territorio. Sus aliados: Francia e Inglaterra.
El motor de la reconstrucción, después de la Alemania vencida en 1918, Tratado
de Versalles (1919), fue Estados Unidos y con esto, por supuesto, el país del
Tío Sam puso condiciones: culturales, políticas y económicas, sobre todo. Lo
que, veamos bien, se le fue de la mano cuando este país capitalista se sumió en
la Gran Depresión económica de 1929. Hasta ese momento, después de las terribles
imposiciones que los países ganadores (excepto Rusia que se apartó del
conflicto en 1917) sobre el pueblo Alemán, daría pie al ascenso de uno de los
líderes más controvertidos de la Historia, un personaje que llevó al límite su
ideología: Adolf Hitler.
Hitler,
como se sabe, se apoderó del momento, por los años del 33 y 34, en que Estados
Unidos dijo: “Hasta aquí llegué, necesito tiempo, no más préstamos, no puedo
ayudar a los países europeos” (esto dijo Roosevelt, quien implementó el New Deal, programa económico lento más
para evitar una revolución popular
que dar freno al capitalismo). Con ello, el Nazismo alemán (Nacional Socialismo
–que de hecho, no tiene nada de socialista: Hitler aborrecía igual a los
judíos, negros, discapacitados, lo mismo que a los comunistas) encontraría compañerismo
acerado con el fascismo de Mussolinni en Italia y el gobierno de Japón, quien,
de hecho, no aceptaba tampoco las condiciones de Estados Unidos.
Corre
el año de 1939. Hitler rompe pactos con la URSS (antigua Rusia socialista de
Stalin) y estalla la Segunda Guerra Mundial. Hechos memorables: Alemania domina
y tiñe a Europa y el Norte de África; Japón el Pacífico, y éste último
demuestra al mundo que, por primera vez, Estados Unidos no es impenetrable
(Pearl Harbor, 1941); Japón (quiero decir, el pueblo japonés) pagará caro esto en
un bastardo 06 y 09 de agosto de 1945, Hiroshima
y Nagasaki.
Antes
de poner el estrado de los vencedores comentaré que sin Stalin (temido y
repudiado en el frente capitalista como Fidel Castro y Salvador Allende)
hubiera costado más a los Aliados (Inglaterra y EUA) contraatacar en la parte
norte de Alemania. Así de claras las cosas: es una bandera socialista la que se
posa en la famosa foto de la toma de Berlín, Alemania, abril del 45. Vencedores:
Inglaterra, E. U. A. y la URSS. Pero he aquí una estrategia que desvela, desde
mi punto de vista, lo que sucedería en una posible Tercera Guerra Mundial.
Pongamos
las piezas sobre la mesa. Inmediatamente después de ganada la Segunda Guerra,
Estados Unidos y la URSS se enemistan casi por naturaleza, es decir, por
consecución de la estrategia: vencer al chico malo y poderoso (Hitler) para
después jugar entre ellos más tranquilos y prósperos. Dividen Berlín (el Muro),
se amenazan durante mucho tiempo con un ataque masivo de bombas nucleares. La
vida no tiene sentido; la lucha de ideas políticas y económicas entre el
capitalismo (EUA) y el socialismo (URSS) involucran al pueblo desarmado; uno y
otro país estaban dispuestos a la autoaniquilación; Bertrand Russell proclama
un manifiesto donde desvela la amenaza a la humanidad si uno y otro país en
pugna desatan el ataque nuclear. A este periodo se le llamó para los que
estudian Historia: Guerra Fría (anote aquí, estimado alumno, que el término se
acuñó para dar sentido a la guerra que no se dio, es decir, se enfrió pero que bien tuvo sus abominables
chispas en Vietnam y Corea).
Estados
Unidos inició las guerras en Vietnam y Corea para evitar sin éxito el socialismo
en expansión. Y esto está claro: si un país adopta el comunismo iniciado en
Rusia (temible Carl Marx, con cuyo nombre tiemblan los burgueses y los
estúpidos) no es posible comerciar con él, es decir, no hay manera de imponer
condiciones culturales, políticas y económicas a los países “subdesarrollados”
(con esta insignia inició el Imperialismo: la “obligación” de llevar a los
pueblos “pobres y desprotegidos” la industria, a cambio de comercio, gangas,
pobreza, radios y cuarteles). De hecho, la Guerra Fría fue también pura
propaganda: tanto un bando como otro mediatizaban a su pueblo para poner mal parados a los otros. Esta técnica,
esta estrategia aparentemente
inofensiva, que por cierto pervive hoy todavía y avasalla a todo México (sí,
señor, México mama de Estados Unidos y después va a ser esto lo que pagaremos
caro todo el pueblo mexicano), la había iniciado ya Estados Unidos durante la
Segunda Guerra: vemos al Pato Donald en un mediometraje en donde exhorta a los
conciudadanos a odiar a Hitler y pagar impuestos para la creación de armas;
vemos a Bugs Bunny humillando a los japoneses; y así, trasladándonos
sincrónicamente, tiene sentido que El Capitán América (vestido de la bandera
rojo-azul, estrellitas) haya tenido génesis durante la Segunda Guerra, incluso
Superman, o después Indiana Jones (que se declara odiador número uno de los
alemanes).
Lo
que pagará México es su inclusión en los Tratados dirigidos por Estados Unidos.
La misma Organización de las Naciones Unidas (ONU, sede en New York, antes Liga de las Naciones y creada por los
vencedores de las Guerras, esto es: de acuerdo a intereses capitalistas) cuyo
fin es promulgar la paz, siempre se ha encontrado en incongruencias: permiten
declarar la guerra cuando es inevitable, permiten que se usen los tiros de gracia para matar al enemigo,
pero (bendito Dios) prohíben el uso de armas tóxicas o creación de bombas
nucleares. ¿En dónde reside más la futilidad de la ONU? Que te permite matar,
invadir, encubrirte, dar una cara falsa de tu país (como hace poco lo hizo Peña
Nieto en un discurso y denunció un posible “populismo” en el país) a todo el
mundo, pero te prohíbe el juego sucio como el terrorismo, la creación y ataque
de armas biológicas. Sí que esta ONU lamenta los ataques del mundo Islámico
radical que realiza sobre los países occidentales (caso de Francia), pero
justifica los ataques infiltrados de Estados Unidos (y sus aliados, como
Francia) en Estados al sur y este del Mediterráneo.
Pasó
lo mismo con el ataque a Charlie Hebbo (¿2013-2014? Qué rápido pasa el tiempo).
Todo el mundo solidarizado con “Je suis the
fucking Charlie”, pero al otro lado de la noticia, Estados Unidos y Francia
pactaban un acuerdo para invadir los Estados islámicos, indiscriminadamente. Nadie
pareció notarlo. El gobierno mexicano no puede hacer más que esperar: sus
padres están resolviéndolo todo, pero en caso de guerra mundial, México le
tendrá que rendir cuentas a su madre del Norte. Esto, por supuesto, ya es un
hecho: Corea del Norte, radical socialista, amenazó en una ocasión a México si éste
se involucraba con Estados Unidos en un futuro conflicto. Estoy seguro que
Estados Unidos buscaría la manera de meter a México en la Guerra, con el uso de
artimañas, para desplegar ataques en el Pacífico. Estrategia: “Hundo el barco
de uno de mis hijos (México) y le digo que fueron los putos socialistas” (EUA dixit).
A
nadie le conviene una Tercera Guerra Mundial. ¿Piensan en el pueblo? No. En
cambio, piensan en economía, lo que consume el pueblo capitalista. En un país imperialista
tú representas un signo de dólar, conejillo de indias. Por otro lado, Corea del
Norte está dispuesto a todo, ir contra Estados Unidos, y a los norcoreanos se
le uniría China, como ya lo ha declarado en ocasiones pasadas. China rompería
lazos económicos con Estados Unidos y éste otro buscaría aliados prontamente
para afrontar el hartazgo que pagará el pueblo, nosotros. Los ataques nucleares
no respetan fronteras. Estrategia: debilitar al pueblo. Si yo fuera Corea del
Norte, y México mete sus narices en el conflicto, atacaría los puertos de la
costa del Pacífico (eso incluye primero a Baja California, y por supuesto, a
Manzanillo). Manzanillo, Colima, constituye uno de los principales motores
económicos de México.
El
panorama de una Tercera Guerra: la Federación Rusa tiene bases en el noroeste
de Europa (esto ya es real). Francia, Inglaterra y Estados Unidos se han
desplazado en Medio Oriente (la que inicia en África). Un escenario posible:
Rusia aprovecharía el conflicto entre Corea del Norte y China versus Estados Unidos y sus secuaces,
para desplazarse hacia el centro. Si Estados Unidos pierde (incluye
hecatombes), luego China y Rusia estarían en problemas. Si, por el contrario,
Estados Unidos gana: lo hará a fuerza de desestabilizaciones políticas e insania
del tejido social. Pero, insisto, a nadie le conviene. Otro punto recalcable:
no hemos mencionado al Estado Islámico, el radical, el que detrás de un
supuesto fanatismo religioso hay una lucha política, un conflicto bélico que se
han buscado a sangre fría Estados Unidos y Francia. Los dirigentes, los
líderes, no sufren, no lloran. Todo lo paga el pueblo preso, su pueblo, sui géneris. Países como Francia declaran la guerra y la invasión a
diestra y siniestra y mandan a los hijos a la ofensiva, abanderados de
ideologías, odio per se,
nacionalismo.
Una
gran estrategia de siempre, como lo ahora perpetrado en París: desmoralizar al
pueblo, tumbarle los ánimos, ponerlos depresivos, a la expectativa como de
quien espera más desesperanza. Esto se traduce en términos lógicos y concretos:
menos actividad en los medios de producción. En guerras mundiales: contaminen
los ríos y las cosechas, y la gente del país enemigo no tendrá otra que hacer
que preocuparse por satisfacer la sed y el hambre. Una persona de inteligencia
promedio podría pensar que todo acaba aprehendiendo al líder enemigo, al
presidente y dirigente de un país: pero no es verdad, no es “rentable”.
Incluso, bien se sabe, que vale más un líder apresado vivo que muerto. (¿Bastan
más razones para no creer en la inmolación de Hitler? Incluso a él no se le
escapó esa verdad). Y vale más, así mueran tras de él cientos de miles hombres
en su nombre, asta y bandera. Hay varias cosas que se nos escapan de la moral
habitual como aquella verdad que dijo Stalin: la muerte de un hombre es
lamentable; la de millones, estadística.
La cultura mediocre y
mediática del Occidente capitalista (la nuestra) obliga al usuario de Twitter,
Facebook, Google, Youtube, a sentir el pésame, conducidos por la escala de
valores según los países imperialistas que nos han dado (bravo por ello) estos
aparatejos digitales y luminosos que otorgan infinitas horas de distracción.
Para Facebook, pues, un ejemplo: Inglaterra, Francia y Estados Unidos cuentan;
a los demás que los chupe el diablo. Lo mismo sucedió con las donaciones
altruistas sobre el huracán que azotó hace unos años el Caribe: incluso
Televisa y TV Azteca, y por todos lados, pidieron víveres a los damnificados…
Un momento, ¿y Cuba? Nadie mencionó a Cuba, como ha sido así, ocultarlos, desde
el embargo en 1962. Embargar un país significa, acorde a EUA, pedirle a los
aliados que no apoyen económicamente al país rebelde, además de dedicarse a
proliferar imágenes cruentas y muchas veces sensacionalistas de esos Estados
que toman partido propio y no se sujetan a las potencias imperialistas (y aquí
los enajenados, diletantes académicos, saben cifras rojas del socialismo, saben
diferenciar a un país absolutista de otro con supuesta libre democracia, y
cobran una buena suma dinero cada quincena si cuentan lo que hizo Hitler, las
maldades de Stalin en números, pero no cuentan que el actual Estado Mexicano,
por ejemplo, se comporta como un país de caudillos, reyes absolutos, y que ha cobrado
más vidas por la libertad de expresión que en sus revoluciones internas).
No por nada me caen en la
punta del glande aquellos que, estudiados, pecan hasta la desfachatez de
ignorancia crítica: aquellos que lloraron con Cinema Paradiso o La vida es
bella, y otras infamias de esa calaña mediatizada. Igual aquellos que se
creyeron lo de Pearl Harbor, la
película, el amor mediante, o no saben por qué Rambo es igual de infame que su saga de películas. No saben que la
Segunda Guerra Mundial terminó como empezó: sin avisar. Hitler invadió Polonia
en el 39; Stalin duerme plácido y en Moscú nadie se entera que el conflicto
bélico ha iniciado. En 1945 EUA pone a prueba su nuevo juguete: la bomba
atómica sobre Hiroshima. No alerta al enemigo, el pueblo lo paga. Pero no hay
películas que nos hablen de cómo EUA se pareció tanto a Hitler en esos fatídicos
momentos. Lo que importa es: “Ganamos la guerra, muchachos” (van a ver que
Francia espera decir lo mismo –en este momento, 15 de noviembre, los franceses
coordinados por EUA acaban de bombardear Siria).
Resumiendo: gracias a la
inteligencia promedio de la mayoría de los salvajes cibernautas, Facebook se
encarga de decirles qué, cómo y cuándo pensar. Llora por esto, dile al mundo
que lo sientes, saca el rosario; pide a gritos la muerte de niños musulmanes; agasájate
de imágenes penosas de los exiliados de Siria; comenta “Qué triste”, dale “Me
gusta”, escribe pronto, no tardes, “Y nosotros los mexicanos de qué nos
quejamos”. Quizá podamos asentir lo que ha dicho Umberto Eco: “Las redes
sociales han dado el derecho de hablar a legiones de idiotas”.