por
Mario Note Valencia
La
palabra es la sombra del pensamiento. Un pensamiento que nace y se nutre de la emoción
vital. Una emoción sensible y domesticada en los atrios de nuestra vida
cotidiana. Puesto en el origen: el mamut es la experiencia y el verbo es nuestro puro intento de
cazarlo.
*
Regreso
a las imágenes de mi infancia. Me veo de 9 años. Una mañana cualquiera. Una
escuela primaria. Pantalón tinto, camisa blanca, cabello corto. El salón es, para
mi ensueño, proporcionalmente correcto. Igual las mesas y las bancas. Los
techos son altos y mi profesora chaparra, pero bonita. A mis compañeros les
gusta la maestra. A mí no, no me gusta para nada. Yo la veo como mi segunda
madre; la escuela, una segunda casa.
Cuando
no ponemos atención al pizarrón, mis compañeritos y yo platicamos entre
nosotros. Si la maestra nos regaña, entonces bajamos la cabeza. Aburridos.
Rayamos garabatos en la última página de nuestro cuaderno. En silencio, el
garabato se convierte en un corazón. Maltrecho. Escribo dentro el nombre de la
niña que me gusta. Los demás también hacen lo mismo. Desconozco si las niñas...
Yo creo que sí.
La
maestra dice que “ahorita vuelve”, pero todos sabemos que “ahorita se va”. Sin
moros en la costa empiezan los desmanes. A mí me encanta reír con las
ocurrencias de los demás. El chico que no ha vuelto del baño y el resto dice
que se lo ha tragado la taza. La chica que envía besos a discreción y te pisa
los zapatos nuevos: pa’ que te duren. El chico que juega con el control de los
ventiladores. Mi vida amenazada: esperando el momento en que van a caer, por
viejas y defectuosas, las hélices sobre nuestras cabezas.
En
diez minutos pasa de todo. Son más salvajes los niños de la escuela primaria. Uno
ahorca a otro, sin apretarlo mucho. Un juego que a veces incomoda, o molesta;
un juego que divierte al abusivo. Hay quien se roba los lápices y los esconde
en su mochila. Otro que en un momento de distracción general avienta los
abrigos a los ventiladores. Es divertido, sí, pero ése ha sido mi abrigo que ha
salido volando, como mi vida.
En un
minuto de silencio y reflexión los hombrecitos nos reunimos alrededor de una
mesa. Las niñas no saben lo que tramamos. Es mejor que no lo sepan.
Inspeccionamos juntos las páginas prohibidas del libro de Ciencias Naturales.
Dos dibujos: una mujer y un hombre. Completamente desnudos. Damos vuelta a la
página. No comprendemos el interior laberíntico del aparato reproductor
femenino. Es un dibujo. Es un misterio dibujado. Pero es cosa de hombres, o eso
dice el ahorcador certificado del salón (al que hay que decirle que sí, tiene razón, para que no nos ahorque). Entre risitas nerviosas y pensamientos precoces,
cerramos el libro. Ha sido suficiente. Volvemos a la jungla.
Ahí
viene la maestra, grita una chiquilla. Todos corremos a sentarnos. No era
verdad, nos ha timado.
¿A
quién le haremos la maldad el día de hoy? Los ahí reunidos pensamos en
Valentín. Él ha salido a comprar a la cooperativa. Mi camarada de mesabanco me
da el gis de la maestra. Hazlo tú, me dice, y él y otros se ríen en complicidad.
Yo sólo dibujo el corazón, les digo. Entonces voy al pizarrón. Éste es mi día,
pienso. Lo he practicado durante muchos días en mi cuaderno, aunque he olvidado
perfeccionar la técnica. Dibujo un corazón. No me sale a la primera. Borro con
mi mano lo que parece un pulmón y vuelvo a intentarlo. Listo. Ahora sí. Le
devuelvo el gis a mi camarada, y él escribe “Valentín y Valeria”. Indiscretos
volteamos a ver a Valeria. ¿Sabrá que es del gusto de Valentín?
Regresa
Valentín. Se muere de vergüenza. Se enoja con nosotros. Un enojo que no durará
mucho, porque somos niños, no rencorosos. Además, por decirlo de alguna manera,
le ayudamos a dar el primer paso: la aceptación pública de su amor secreto.
Valentín, sonrojado, borra con su mano el designio amoroso, borra “Valentín y
Valeria” pero olvida borrar el corazón que dibujé. Mis amigos y yo sabemos que
se ha abierto la Caja de Pandora: empezará una guerra de confesiones de
secretos. ¡Qué bonita guerra, al fin! Pero qué bochornoso, porque Valentín sabe
todo de nosotros. El maldito sabe que me gusta la mejor amiga de Valeria. A lo
mejor yo soy la siguiente víctima y lo peor es que puede ser en cualquier
momento. Cuando vaya al baño y la maestra se haya ido. Cuando vaya por el
abrigo, quién sabe, a lo mejor cuando me ocupe en revisar otra vez el misterio
del aparato reproductor femenino.
*
Los
años han pasado. Quince años, nada más. Recibo en mi casa una invitación para
la boda de un tal Valentín y una tal Valeria que conocí hace muchos años.
Quince años, ha. Al final, cómo son las cosas, lo que escribimos en el pizarrón
cuando niños, cuando no sabíamos nada, cuando no había manera de saber que la
infantil maldad se convertiría en el único acierto de nuestro futuro, entre otras
tantas cosas que siempre nos dijo la maestra sobre cómo funcionaba la vida, de
dónde venían los niños, pero que, al final, otra vez, no resultaron tan ciertas
ni tan prácticas. Y aunque el amor es complicado, la edad de mis 9 se reduce a
esta pequeña tarjeta blanca.
Dentro
de la tarjeta se especifica la fecha, hora y lugar del evento. El templo, la
misa. Los padres y los padrinos. Mi nombre en el espacio de invitados. La parte
inferior es ocupada por un marco de guirnaldas y en el centro un corazón de
plata. Anuncio amoroso: “Valentín y Valeria”. Entonces pienso en el grado de
acercamiento que supone la conjunción “y”, y si acaso existe una mejor manera
de traducir, fielmente, en palabras lo que nos dice ese gesto juguetón de
enamorados. No quiero la sombra del pensamiento, quiero el verbo, el mamut, el
laberinto resuelto.
Para
el caso me dirijo a la poesía. En la poesía una metáfora efectiva no consiste
en decir que algo es “como”, sino sencillamente “es”. No es lo mismo decir
“eres como la poesía” que “eres poesía”. Tampoco “el agua es como un espejo” que “el agua es espejo”, o más todavía: “agua, espejo”.
La pequeña y precisa partícula “es”, bien usada, puede ser más poderosa, en el
caso de Valentín y Valeria, que la conjunción “y”.
La
conjunción “y” adiciona, une, pero en su unión, aparentemente inmediata, existe
un lapso, una duración, una, pues, pequeña separación, por más que sea dúctil,
suave o condescendiente a las formas espaciales del tiempo y su lectura.
Entiendo que el orden de la oración es sólo azar, pero también es ocioso
adivinar si todo fue por simple efecto fónico y conveniencia: “Valentín y
Valeria” o “Valeria y Valentín”. ¿Cuál suena mejor? ¿Qué orden es justo y
bellamente estético a la vez? Mi
respuesta la doy con el verbo ser, para
este caso: “es”.
Ser, que no es parecer ni semejarse, que conserva el
poder de la metáfora. Poesía. Entonces corregimos: “Valeria es Valentín”,
“Valentín es Valeria”, que en mi opinión el orden ya no importa porque son
equilibrio y sobre todo unidad. Que lo que Dios una, no lo separe el hombre. Ya
me adelanté a la misa.
Considero
positivas todas las ensoñaciones que la nueva construcción gramatical provoca.
Aunque también implica responsabilidad con respecto a la metafísica aludida.
Pues uno ya no es sin la otra, y viceversa. Dos seres que por fin encuentra su
porción de paraíso.
La
boda de Valentín y Valeria me recuerdan las nupcias entre Ares y Afrodita. Vuelvo
al tiempo original. Hoy: Valentín es Valeria. A veces nos toca ser Eros (es
decir Amor-Cupido, hijo de Afrodita) con el gis que usé como una de sus flechas
y el pizarrón como mi lienzo. Y, ahora que lo pienso, quizás por eso nunca me
gustó la maestra de mi escuela: ella que era la misma Diosa del Amor. Encarnada.
Un misterio.