por
Mario Note Valencia
De acuerdo con la
física moderna lo único inamovible es lo completamente muerto; de acuerdo con
la antropología es el ser humano que al verse morir existe. Dijo Jaime Sabines
que uno muere un poco cada día desde que nace, también aseguró que el acto
amoroso es “matarse el uno al otro”. La continuidad de las cosas, su futura
abyección a lo acabable, lo finito, se despliega en formas cromáticas asociadas
al sentimiento de las ruinas. La flora universal crece repetida en fractales,
su arquitectura crecida en genealogías, familias y subfamilias, primeras y
últimas. Fractal: la fractura general de nuestro consenso es la extensión sobre
la muerte, lo que aparentemente acaba en ecos: nosotros mismos somos las
paredes de ese antiguo dolmen donde se refleja el eco hasta que éste escapa.
La muerte es una fuerza
creadora, pero la muerte voluntaria es la que crea y destruye esporádicamente. El
suicido es la situación acabada, imprevisible en sus ecos, todavía más extraña.
La muerte une, desata, corrompe y resuelve. En cualquier caso persiste el
encabalgamiento de una pena del Otro que somos Nosotros mismos; aquí atraviesa
la aseveración de John Donne: “No preguntes por quién doblan las campanas, las
campanas doblan por ti”.
Hubo suicidas (qué manera despectiva de
llamarlos) milenarios, a los que su muerte entra en el ámbito del sacrificio.
En el pueblo mesoamericano, los dioses dieron su sangre para renovar el mundo,
excepto Xólotl, quien infundado por el miedo a la muerte, se escabulló en la
tierra de los mortales hasta que alguien más, sobre el agua, le dio muerte. El
desprecio por la vida del Otro, dice Roger Bartra, es un acto más del miedo a
la muerte propia.
México se tiñe todavía
de creencias fútiles dirigidas por la Cultura Oficial, argumentando que desde
siempre los mexicanos tendemos a reírnos de la muerte, ya que “si la vida no
tiene sentido, la muerte tampoco”. Es esta misma pobre idea que puede opacar a la
comprensión de la muerte voluntaria. La muerte voluntaria no entraría entonces
en los casos de suicidio común.
Pero sí hay, por qué no
decirlo, los suicidios alienados. Recordemos al sociólogo francés Durkheim que
realizó quizá el primer estudio sobre el suicidio a inicios del siglo XX.
Comprendió que la cultura del supuesto progreso moderno no incluía la vida de
todas las personas y, por lo tanto, las alienaba hasta extinguirlas. La
angustia de ir al cambio o al ritmo de la cultura oficial desemboca en actos
físicos cuantificables. Algo hay en el suicidio y no un supuesto acto de hastío
contra el mundo ni mucho menos un sinsentido de la vida. ¿Acaso no Blas Pascal y
Albert Eistein sintieron el terrible silencio de la eternidad en el rostro?
En la esfera de las
muertes conocidas, hay un sesgo sobre la perspectiva de la muerte dolida,
quiero decir, de la supuesta muerte infundada por el hastío de lo vivo. Desde
esta perspectiva no se contemplan las otras muertes de la balanza polifacética,
la del suicidio que se comprende, la que no se apoya ni se reprime. ¿Cómo
entender la muerte de quien abogaba por la vida? Incluso van Gogh entra en este
tipo de muerte, no precisamente una muerte por el hastío.
Me adentro a las
impresiones de los libros como un paseo en la ciudad, el volumen cartográfico
de palabras me dan sentido de esa topografía del suicidio, la de las muertes
comunicables, el arranque de sueño para entrar al otro gran sueño que al menos
aquí no se conoce. En las obras veo sobre todo personas y miradas, espejos,
rubores y soledades. Si hay algo de oquedad en la estructura narrativa o si hay
eso que los suicidas alcanzan a llamar el instante de la voluntad y del silencio,
la nombro.
La voluntad del
silencio, el punto cardinal centrífugo y quintaesencia, el rellano de la
palabra, el descansillo perverso de la humanidad, la nostalgia, diría
Villaurrutia, de la muerte, melancolía feliz y gozable.
Durante un paseo
fortuito, cuando me adentro a los edificios lo primero que noto quizá es el
juego de las sombras, el juego inmediato cuando los objetos aparecen y
desaparecen con el continuo andar de la luz, las fuentes verticales por donde
se deja pasar a las luminarias naturales, y pienso que, como todo, como un producto
cultural, alguna creencia actual o abolenga se respira desde el fondo.
El suicidio es el
andamio puesto sobre el suelo, la posible caída vertical, la tensión de la
flama lúcida, el ensueño de la decoración mortífera. Alguna contradicción
provoca echar una mirada sobre la boca del río lanzada al océano, profundo,
suave, azul, salino, grávido. Hay quienes coleccionan jardines, sueños, formas,
temas y en esta ocasión podemos armar la colección de suicidios, cuyo estímulo
radicará en una relectura de lo que aparentemente pasa por el sinsentido de la
vida.