martes, 9 de septiembre de 2014

9. Iglesia y presidentes (o cómo sobrevivir al mes patrio)

por Mario Note Valencia


Hay un hecho que tomo en cuenta cuando veo que un presidente mexicano, que presume de su catolicismo, da el banderazo para festejar el famoso Día de la Constitución cada 5 de febrero. Famoso para muchos porque ese día no se labora, pero inexplicable para otros que desean saber qué efecto tuvo la fecha del pasado sobre la situación del presente.

La base de la Constitución Política actual en México se engendró oficialmente el 5 de febrero de 1857. Más de 150 años se ha tratado de seguir fielmente los derechos que cada mexicano tiene. ¿Pero por qué la necesidad de decretar una serie de normas que regulara el Estado Mexicano? ¿Qué acaso ayer como hoy no se entiende que el ser humano es esencialmente libre de pensamiento? La historia nos responde que sí fue una salida de emergencia, necesaria.

Antes de 1857, a pesar de la consumación de Independencia, el pueblo mexicano estaba atado al terrible poder que la Iglesia ejercía. Por lo tanto, promulgar esa Constitución reafirmaría lo que se había ganado con la Lucha de Independencia y pondría fin a esa manera sucia de actuar de la Iglesia. Apartaría el juzgado divino de los asuntos propiamente civiles y materiales.

Un gran descontento se llevaron los conservadores y los representantes de la Iglesia, sólo porque esta Constitución ponía a todos en su lugar de una vez por todas. La Constitución de 1857 no proponía derrumbar las iglesias y templos de adoración católica, sino desbaratar cualquier tipo de asociación clerical (de la Iglesia, pues) que desconociera los derechos civiles que el pueblo mexicano había conseguido en su reciente lucha contra la corona española. La Iglesia ya no podía andar por ahí enjuiciando a las personas, metiendo su mano en los asuntos que concernía a los civiles.

Al presidente de ese entonces, Ignacio Comonfort, le correspondía jurar por la Constitución, por la libertad del mexicano. Sin embargo, su alma católica no pudo y en lugar de defender al pueblo mexicano se unió a los funestos conservadores quienes, apoyados por la Iglesia, se levantaron contra quien defendiera la Constitución. Ese peso lo recibió Benito Juárez.

A la renuncia y cobardía de Comonfort, Benito Juárez se hizo cargo y aceptó, junto a sus compañeros liberales, la lucha que tomaría tres años. Ésta fue la Guerra de Reforma, un combate sangriento entre liberales y conservadores, donde la Iglesia pretendía hablar por los intereses del pueblo. La defensa de la Constitución derivó en una serie de decretos llamados Leyes de Reforma. En estas leyes se especificaba el lugar que tendría el Estado Mexicano sin la participación “funesta” de la Iglesia.

Con el triunfo de los liberales los bienes de la Iglesia pasaban a ser patrimonio de la Nación, y no tenía por qué haber una mezcolanza de asuntos clericales con los del Estado. Con la victoria, el proyecto nacional de Benito Juárez debilitaría a la Iglesia Católica, como puede leerse en el discurso de Juárez a la Nación: “indispensable proteger en la República con toda su autoridad, la libertad religiosa (7 de julio de 1859). A la Iglesia al fin de cuentas la dejó ser, pero lejos de asuntos estatales como de la educación.

Entonces, ¿qué hace un presidente que simpatiza públicamente con la Iglesia festejando el juramento y defensa de la Constitución contra el dominio clerical? La sangre no hubiera sido necesaria en aquel tiempo si la Iglesia no se hubiera puesto en contra de los derechos humanos. Es más, por cierto, ¿quién empezó la guerra? Vivimos en un México medianamente libre, todavía que vive en carne propia su proyecto de libertad iniciada hace 200 años, pero que hace 150 se levantó contra afortunadamente la Iglesia (tal parece, sin embargo, que este proyecto no se ha consumado).

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